[Eiren]
La bestia levantó la garra. Sus músculos tensos, la sombra de su cuerpo enorme cayendo sobre Joren. El rugido que soltó fue tan fuerte que el polvo de los costales vibró en el aire.
Yo… no podía permitirlo.
Algo en mí estalló. No fue un pensamiento, ni una decisión consciente. Fue un instinto brutal, una fuerza que despertó en mis entrañas y quemó cada fibra de mi ser.
El dolor en mi espalda desapareció, tragado por una energía abrasadora. El aire a mi alrededor cambió, pesado, vibrante, como si un trueno hubiera quedado atrapado dentro de mi pecho.
Antes de darme cuenta, ya me estaba moviendo.
Mis piernas se impulsaron con una fuerza que no sabía que tenía. El suelo se quebró bajo mis pies, levantando polvo y astillas. El mundo a mi alrededor se volvió lento, los sonidos estirándose como ecos lejanos. Sentía la sangre correr como fuego por mis venas, una presión feroz en el pecho y en la cabeza.
Y en un abrir y cerrar de ojos, estaba encima de la bestia.
—¡Aaaahhh! —el grito salió de lo más profundo de mi garganta, crudo, salvaje.
Mi puño se estrelló contra su costado con una violencia que me heló el alma. No había planeado un golpe. Simplemente lancé el brazo, y la fuerza explotó.
El impacto fue ensordecedor.
El monstruo chilló, un aullido grotesco que hizo temblar el almacén entero. Su cuerpo se ladeó, levantando polvo y granos que llovieron desde los costales rotos.
Me quedé un segundo congelado. Mi brazo vibraba, adolorido por la potencia de lo que acababa de hacer.
"¿Yo hice eso?"
No podía creerlo. No, no era posible. Había sentido como si algo más hubiera tomado el control de mi cuerpo. Como si esa energía que me llenaba hubiera movido mis músculos por mí.
La bestia se revolvió furiosa, sus ojos brillando con un odio que parecía más humano que animal. Me mostró los colmillos, salpicando baba espesa, y lanzó un zarpazo hacia mi pecho.
El instinto volvió a gritar dentro de mí.
Me agaché a una velocidad que ni yo entendía, sintiendo cómo la garra cortaba el aire sobre mi cabeza. El polvo levantado formaba estelas que podía ver con claridad, como si mis sentidos se hubieran agudizado más allá de lo normal.
"Esto no es normal… ¿qué me está pasando?"
No tuve tiempo de pensarlo. Avancé un paso y, casi sin medirlo, mi rodilla impactó contra el estómago de la criatura. Un golpe seco, otro chillido desgarrador.
La bestia retrocedió tambaleante, sus patas traseras arrastrando sacos que caían con estrépito.
Respiraba con violencia. El corazón me latía tan fuerte que dolía, pero esa energía dentro de mí no se detenía. Era como si cada músculo, cada hueso y cada nervio estuvieran ardiendo en un fuego azul invisible.
Detrás de mí, escuché a Joren, su voz débil pero cargada de incredulidad:
—Eiren… ¿qué… qué fue eso?
No pude responder. Ni yo lo sabía.
La criatura volvió a erguirse, lanzando un rugido que sacudió el polvo del techo. Su mirada me atravesó como una lanza, y su cuerpo se tensó para lanzarse sobre mí.
Yo, sin pensarlo, di un paso al frente. No huí. No me escondí. Algo me impulsaba a enfrentarla de frente, aunque mi mente gritara que era una locura.
Mis manos se cerraron en puños. La energía seguía ahí, envolviéndome, gritándome que luchara.
Y por primera vez, no sentí miedo.
El polvo aún caía en el aire cuando me giré hacia Joren. Estaba en el suelo, respirando con dificultad, intentando incorporarse. Corrí hacia él y lo tomé por debajo del brazo, levantándolo como pude.
—¿Estás bien? ¡Vamos, ponte de pie!
Él me miró con los ojos entrecerrados, la frente ensangrentada, el pecho subiendo y bajando con dificultad.
—Eiren… ¿qué demonios… hiciste? —preguntó, jadeante, incrédulo.
Sacudí la cabeza, aún con la adrenalina ardiendo en mis venas.
—No lo sé. No lo sé, Joren. Simplemente… me moví. No lo pensé, solo pasó.
Antes de que pudiera añadir algo, un rugido ensordecedor nos devolvió a la realidad.
La bestia se lanzó contra nosotros, su cuerpo llenando el espacio como un alud de músculos y furia.
—¡Cuidado! —grité.
Apreté los dientes, tiré de Joren y lo arrastré conmigo en un salto desesperado. La garra de la criatura golpeó el suelo donde estábamos segundos antes, levantando astillas y polvo. Rodamos torpemente entre costales caídos, los pulmones ardiendo, el corazón a punto de estallar.
—¿Cuándo diablos apareció una bestia aquí? —escupió Joren, tosiendo, mientras intentaba ponerse de pie otra vez—. No hubo alerta, ni cuerno, ni aviso. ¡Los aventureros y los soldados ya debieron haber escuchado ese rugido!
—¡Si es así, entonces tenemos que escapar! —le respondí con desesperación—. No sé qué hice, pero no creo que pueda seguir haciéndolo. No contra algo así. Tenemos que correr cuanto antes.
Joren tambaleó, se agarró la cabeza con una mano y apretó los ojos con dolor.
—No creo… que pueda correr mucho. Mi cabeza… me está matando… —su voz era un hilo débil.
Antes de que pudiera responder, la bestia atacó de nuevo. Su sombra se cernió sobre nosotros y sentí que no llegaba a reaccionar.
—¡Joren! —lo empujé con todas mis fuerzas hacia un costado, arrojándolo lejos de la trayectoria del monstruo.
El golpe me alcanzó de lleno.
El aire me abandonó en un solo instante. Las garras me sujetaron como un muñeco de trapo y me estrellaron contra una pila de costales. El impacto sacudió cada hueso de mi cuerpo, mi espalda rugió de dolor, y antes de que pudiera recuperar el aliento, me lanzó otra vez.
Volé por el aire.
El techo del almacén giró, el suelo se acercó demasiado rápido, y de pronto, estaba rodando fuera de las puertas abiertas, mi cuerpo rebotando contra la tierra dura.
El dolor era insoportable. Sentía los pulmones arder, un sabor metálico llenándome la boca. Mis músculos se negaban a responder. Quise incorporarme, pero apenas logré arrastrarme unos centímetros.
Un rugido me hizo levantar la cabeza.
La bestia había dejado atrás a Joren, que yacía apoyado contra los costales, intentando levantarse sin éxito. Ni siquiera lo miró.
Venía directo hacia mí.
El suelo temblaba con cada zancada, los ojos brillando con una intensidad fija, como si yo fuera el único objetivo que existía en el mundo.
—¡Eiren! —gritó Joren, su voz quebrada de miedo y rabia.
—¡Corre, Joren! —le grité con lo poco de aire que tenía, mi voz desgarrándose en la garganta—. ¡Corre y pide ayuda! ¡Yo lo detendré!
—¡Estás loco! —contestó, intentando dar un paso, tambaleándose—. ¡No puedes—!
—¡Hazlo! —lo interrumpí con un grito feroz, apretando los dientes mientras me obligaba a apoyar una rodilla en el suelo—. ¡Si te quedas aquí, ambos morimos!
El monstruo ya estaba a pocos metros, su sombra envolviéndome, el rugido llenando el aire como una tormenta.
Respiré hondo, el pecho ardiendo, y clavé los pies en la tierra.
No podía huir. No ahora.
Tenía que darle tiempo a Joren.
Aunque me matara.
—¡Ambos tenemos que correr, maldita sea! —la voz de Joren me llegó ronca, con la desesperación de quien no quiere abandonar a su hermano.
Yo me mantuve de rodillas, temblando, apenas sosteniéndome con los brazos, pero le devolví la mirada con toda la fuerza que pude reunir.
—¡No! Escúchame, Joren… —mi pecho ardía, las palabras me desgarraban la garganta—. ¡Confía en mí! ¡Por favor!
Él me observó con ojos abiertos, su respiración agitada, los labios apretados como si se negara a aceptar lo que le pedía.
—Eiren…
—Confía en mí… —repetí, suplicante, casi con furia—. ¡Tienes que correr! ¡Ahora!
Hubo un instante de silencio, roto únicamente por el rugido gutural de la bestia que avanzaba pesadamente hacia nosotros. Al final, Joren apretó los dientes y asintió, con rabia y miedo mezclados en el rostro.
—¡No mueras, idiota! —fue lo último que me dijo antes de tambalearse hasta ponerse en pie, apoyándose en un costal caído, y comenzar a correr torpemente hacia el exterior. Su paso era errático, tambaleante, pero cada metro que lograba avanzar era un alivio.
Vi cómo la mirada de la bestia, enrojecida y brutal, se desvió de mí para fijarse en él.
—¡No! —grité con todas mis fuerzas.
Un rugido más profundo que el primero hizo vibrar el suelo. El monstruo bajó la cabeza y se impulsó con las cuatro patas, cargando hacia Joren como un depredador tras su presa.
El miedo me desgarró por dentro. Me levanté tambaleante, y lo único que encontré cerca de mi mano fue una piedra, una roca del tamaño de mi puño. La apreté con fuerza, sentí mis nudillos crujir… y lancé.
La piedra surcó el aire, silbando, hasta estrellarse contra el costado del monstruo con un golpe seco.
El impacto no le causó daño real, pero sí logró lo que buscaba: los ojos de la bestia se giraron hacia mí, brillando con furia, la respiración pesada, y su atención volvió a mí.
—¡Aquí estoy! —le grité, mi voz rasgándose en el aire—. ¡Ven por mí, maldita cosa!
La criatura soltó un rugido ensordecedor, uno que me hizo vibrar los huesos. Golpeó el suelo con su pata delantera, levantando polvo y temblor en la tierra, como una advertencia. Y entonces se lanzó.
Corrí.
Sentí cada músculo de mi cuerpo arder, mi respiración un caos, pero no me detuve. La tierra temblaba bajo mis pies con cada zancada del monstruo, que venía detrás de mí como un alud imparable.
Apenas tuve tiempo de arrojarme hacia un costado cuando la bestia pasó de largo, chocando contra los árboles cercanos. El estruendo fue brutal: troncos crujieron, ramas se partieron, y la criatura rugió de furia, sacudiéndose entre astillas y hojas.
Apreté los dientes, jadeando.
—Vamos… vamos… —murmuré, intentando reunir valor mientras veía cómo la bestia comenzaba a sacudirse, girando su cuerpo para volver hacia mí.
Y entonces, sin querer, mi mirada buscó a Joren. Estaba a lo lejos, tambaleándose, aún corriendo en dirección al pueblo, cada paso un milagro.
Me ardió el pecho. No podía dejar que muriera.
No podía permitirlo.
La bestia se sacudió los troncos que había derribado, astillas clavadas en su pelaje grueso. Su mirada ardía con furia, los colmillos babeantes, el aliento como un hedor podrido que llenaba el aire. Cada paso que daba hacia mí hacía vibrar el suelo.
Yo corría, pero mi cuerpo comenzó a reaccionar de formas que jamás había sentido. Mis piernas se movían más rápido de lo que mi mente podía procesar, mis pies golpeaban la tierra con un ritmo perfecto, como si hubiera pasado años entrenando esa forma de moverme.
"¿Qué… qué me está pasando?" pensé con el corazón desbocado.
Pero lo extraño no era solo la velocidad. Era la forma en que mi cuerpo esquivaba instintivamente las raíces, cómo me inclinaba en el ángulo exacto para que las zarpas de la criatura pasaran a escasos centímetros de mi espalda. Cada movimiento era demasiado natural, demasiado preciso… demasiado letal.
Un recuerdo fugaz atravesó mi mente, como un rayo en la oscuridad:
—Tu mana es fuerte… Tu maná arde como una hoguera... —la voz de la mujer de la lanza resonó en mis pensamientos.
Mana. Lo había sentido antes, lo sabía en teoría, pero jamás lo había entrenado, jamás lo había usado. Para mí era como un rumor, un susurro que otros podían escuchar con claridad y yo apenas percibía en sueños.
Y sin embargo… ahora lo sentía.
Era como aire alrededor de mí, invisible pero tangible, fluyendo, presionando contra mi piel. El mana estaba en todas partes: en el suelo bajo mis pies, en el viento que golpeaba mi rostro, incluso en el monstruo que me perseguía. Y dentro de mí… dentro de mí era un río desbordado.
De repente, un eco oscuro retumbó en mi cabeza, cortando el ruido del mundo. Una voz helada, sin emociones, grave y cortante:
—No eres un hombre...
Mi respiración se detuvo.
—Eres un arma...
El frío recorrió mi espalda. Las palabras se clavaron en mi pecho como cuchillas. No sabía de dónde provenían, pero las sentía tan reales, tan cercanas, que mi mente se partió en dos.
—Las armas no dudan.
Algo dentro de mí se rompió. No físicamente, no en mis huesos ni músculos, sino en un lugar más profundo, más escondido. Como si una cadena invisible que me contenía se hubiese destrozado.
El mundo cambió.
El peso de mi cuerpo desapareció. El aire se volvió liviano, fluido. Cada latido de mi corazón, antes frenético y descontrolado, se volvió claro, acompasado, lento. La bestia rugió, pero yo la vi moverse como si lo hiciera en un sueño, cada zancada alargada, cada vibración en el suelo marcada con precisión.
—¿Qué… qué es esto? —murmuré con voz quebrada, aunque no había nadie para responderme.
Mi brazo se movió por sí solo. No lo pensé, simplemente sucedió. Mi mano se abrió con la palma hacia adelante, los dedos tensos como garras. Sentí una corriente recorrer mi interior, desde mi pecho hasta mi brazo, una energía helada que me erizó cada vello de la piel.
El aire a mi alrededor cambió de temperatura. Primero fresco, luego gélido. Una escarcha delgada cubrió mi piel, extendiéndose desde mi hombro hasta mi mano.
—¿Magia? —susurré incrédulo.
El frío se concentró en la palma de mi mano, denso, puntiagudo. Y con un movimiento instintivo de muñeca, algo se desgarró hacia afuera.
Un proyectil helado emergió de mi palma con un silbido agudo, veloz como una flecha. Brilló un instante bajo la luz antes de surcar el aire, dejando una estela blanca de vapor congelado.
Se estrelló contra el suelo delante de la bestia, levantando un crujido de hielo que se extendió en grietas afiladas. El monstruo frenó de golpe, sorprendido, sus patas resbalando en la superficie congelada que no existía un segundo antes.
Yo me quedé mirando mi mano, temblando. Una capa de escarcha cubría mis dedos, y el aliento que exhalaba se volvió vapor en el aire.
—Esto… esto salió de mí… —jadeé.
La bestia rugió otra vez, furiosa por el obstáculo. Y yo, con la mano aún entumecida por el hielo, solo podía pensar en esas palabras que me perseguían:
"No eres un hombre. Eres un arma."
El aire era frío. Tan frío que cada respiración me quemaba los pulmones como cuchillas de hielo. El vapor escapaba de mi boca con cada exhalación, como si estuviera hecho de invierno.
La bestia rugió, sacudiendo la cabeza y clavando sus ojos en mí. Ya no veía a Joren. Ya no veía al caballo herido. Solo me veía a mí.
Yo apreté los dientes, sentí la tensión en mi mandíbula hasta que dolió. Una mezcla de miedo y rabia me consumía, un torbellino en mi interior que amenazaba con desgarrarme en pedazos. Mis piernas temblaban, mi pecho ardía. Y sin embargo, algo me impulsaba a no retroceder.
—No… —murmuré con la voz rota, mi aliento escapando en nubes blancas—. No… te llevarás a mi hermano.
La bestia embistió de nuevo, más violenta que antes, atravesando la escarcha que había creado. Cada paso hacía temblar el suelo, sus garras destrozaban la tierra, su rugido hacía eco en mis huesos.
Algo estalló dentro de mí. Un calor helado, una contradicción imposible. Una fuerza que no era mía… y al mismo tiempo lo era.
El recuerdo volvió, como un látigo:
"Las armas no dudan."
Mis dedos se crisparon. Mis venas ardían con frío líquido, un torrente gélido que buscaba salir.
Y entonces grité.
—¡ESTO ES POR MI HERMANO!
Mi grito fue más que voz. Fue furia, fue miedo, fue esfuerzo puro. Pero también fue otra cosa: un canal, un catalizador.
El aire explotó.
Un estallido helado brotó de mí en todas direcciones, como una onda expansiva de escarcha y cristales afilados. El suelo se congeló en un instante, extendiéndose en un radio de varios metros, atrapando la hierba y las raíces en un sudario blanco. Columnas de hielo surgieron como lanzas, desgarrando el aire, cubriendo las paredes del almacén y trepando por los troncos cercanos.
La bestia, sorprendida, fue alcanzada por la ráfaga gélida. Su rugido se cortó en un bramido gutural, mientras su pelaje se cubría de escarcha y sus patas se clavaban en el suelo helado. El vapor se arremolinó alrededor, espeso, transformando todo en un campo de batalla nevado.
Mi cuerpo entero temblaba. Sentía mis músculos tensarse, mis huesos vibrar. La escarcha cubría mis brazos, subía por mi cuello, y cada respiración era como tragar agujas de hielo.
Pero no me detuve.
Seguí gritando, con toda la fuerza que tenía, mientras la onda helada continuaba expandiéndose. Hasta que, finalmente, mi voz se quebró y caí de rodillas, jadeando.
El silencio se apoderó del lugar. Solo quedaba el crujido del hielo creciendo, avanzando lentamente como si el invierno hubiera nacido en ese instante.
La bestia estaba allí, aún de pie, pero cubierta de escarcha, inmóvil, sus ojos brillando entre el hielo.
Yo, temblando, con las manos ensangrentadas y heladas, solo alcancé a pensar:
"¿Qué… soy?"
*****
[Roderic]
Corría. No recuerdo haber corrido así en mi vida. Ni en mis años jóvenes, ni en ninguna cosecha, ni cuando las tormentas amenazaban con arrasar los campos. No… nada se comparaba a esto.
El rugido nos había helado la sangre a todos. Se escuchó desde el pueblo entero, grave y monstruoso, imposible de confundir con nada que hubiera oído antes. Y yo sabía… lo sabía en lo más profundo de mis huesos: mis hijos estaban allí.
Mis piernas me ardían, pero no me detuve. A mi lado corrían otros campesinos que habían dejado sus herramientas tiradas, pero también soldados, aventureros, hombres y mujeres armados hasta los dientes. Algunos montaban caballos y nos pasaban como el viento, levantando polvo. Entre ellos iba Garren, y la mujer de la lanza que había visto ayer en nuestra mesa. Todos avanzábamos hacia el almacén, con el mismo objetivo: llegar antes de que fuera tarde.
El aire era denso, cargado. Cada zancada me pesaba como si el mundo quisiera que me quedara atrás. Pero no podía. Mis hijos estaban allí.
La imagen de Joren y Eiren se me clavó en la cabeza. Mi muchacho mayor, testarudo pero noble, y el chico que había llegado del río, medio muerto, y que Liana y yo habíamos decidido criar como si fuera nuestro. Lo miraba como a un hijo, aunque su origen fuera un misterio. Y ahora… ahora los dos estaban en medio de esa pesadilla.
—¡Más rápido! —grité con voz ronca, aunque apenas podía respirar.
De pronto, vi una figura tambaleándose hacia nosotros. Por un instante, el corazón me dio un vuelco: ¿era un aldeano? ¿Un herido?
No. Cuando estuvo más cerca, lo reconocí.
—¡Joren! —grité, la garganta me ardía al decir su nombre.
El muchacho corría como podía, tambaleándose, el rostro ensangrentado y la ropa hecha jirones. Apenas mantenía el equilibrio, como si en cualquier momento fuera a caer de bruces al suelo.
—¡Es mi hijo! —le solté a los soldados que corrían junto a mí, y me lancé con más fuerza hacia él.
Cuando lo alcancé, casi se desplomó en mis brazos. Lo sostuve por los hombros, el corazón a punto de salirse del pecho.
—¡Joren, habla! ¿Qué pasó? ¿Dónde está tu hermano?
El muchacho jadeaba, su respiración era irregular, con la voz quebrada, pero logró responder.
—Eiren… —tosió, manchando de sangre su labio—. Eiren… todavía está allá dentro…
Sentí que el mundo se me vino abajo.
—¡Maldita sea! —apreté los dientes, y alcé la vista hacia el almacén que ya estaba a menos de cien metros. El aire que salía de allí no era normal: una neblina blanca, fría, se escapaba por las rendijas de las puertas entreabiertas. El vapor se mezclaba con el viento, como si el invierno hubiera brotado de golpe dentro de ese lugar.
Los soldados lo notaron. Se detuvieron en seco, algunos con expresiones tensas.
—Eso no es natural —murmuró uno de ellos, con la mano en la empuñadura de su espada.
Garren, a caballo, me alcanzó y me miró con seriedad.
—Roderic… lo que sea que haya ahí dentro no es cosa pequeña.
—¡Es mi hijo! —gruñí con más rabia que razón.
La mujer de la lanza apretó su arma con fuerza, los ojos fijos en el almacén, y habló con voz firme:
—Entonces tendremos que llegar, cueste lo que cueste.
Yo miré de nuevo a Joren, que se aferraba a mi brazo. Su rostro estaba pálido, lleno de miedo.
—Pa… padre… —susurró—. No era un animal normal… no sé qué diablos era… y Eiren… él…
—¿Qué le pasó a tu hermano? —lo zarandeé suavemente, rogando que terminara la frase.
Joren me miró con ojos abiertos, temblando, y dijo en voz baja, como si apenas creyera sus propias palabras:
—Eiren… usó magia.
Un silencio pesado cayó entre todos los que alcanzaron a escucharlo.
Yo lo miré, sin entender al principio.
—¿Magia? Eso no puede ser… Eiren nunca…
—¡Lo vi con mis propios ojos! —gritó Joren, con un nudo en la garganta—. Hielo… salió de sus manos…
Mis piernas temblaron. El mundo, de pronto, se volvió aún más frío.
Y entonces, otro rugido retumbó desde el almacén. Pero no era como el primero. Este venía mezclado con un crujido de hielo quebrándose, con un estallido seco que hizo vibrar el aire. La tierra misma se estremeció bajo nuestros pies.
El corazón me golpeó el pecho.
—Eiren…
—Sabía que no lo había imaginado… —escuché a la mujer de la lanza decir, la mirada fija en la neblina helada que brotaba—. Ese chico… sí tenía mana.
Antes de que pudiera responder, ella ajustó el agarre de su lanza y salió disparada al frente, el metal brillando con un resplandor rojo mientras pequeñas llamas comenzaban a recorrer su cuerpo. La vi alejarse como una saeta, decidida, sin esperar órdenes ni permiso.
El capitán de los soldados, levantó el brazo y gritó:
—¡Formen perímetro! ¡Revisen alrededores, quiero patrullas explorando ya! Si hay una bestia, puede haber más. ¡Nadie baja la guardia!
Algunos se dispersaron, otros se reagruparon. Yo apenas escuchaba. Tenía a Joren apoyado en mí, con la mirada perdida, el rostro pálido.
—Padre… —jadeó, con la voz quebrada—. Vaya… vaya a salvarlo. No sé cuánto durará, pero… Eiren necesita ayuda. ¡Por favor!
Me temblaron las manos. Lo abracé contra mí, como si pudiera proteger a los dos a la vez, pero sus palabras eran cuchillos que me obligaban a moverme.
En ese momento, Garren apareció, desmontando de un salto. Se acercó a mí, su mano fuerte se posó en mi hombro.
—Roderic, yo me encargo de este muchacho. —Sus ojos eran serios, firmes, como solo un hombre curtido podía mostrarlos—. Tú ve por el otro.
Lo miré, con la garganta cerrada.
—¿De verdad…?
—Ve. —Su voz no tembló ni un instante—. Yo cuidaré de tu hijo como si fuera mío.
Joren me soltó, con la poca fuerza que tenía, y me empujó con el hombro.
—Padre… vaya. Por favor.
Tragué saliva con dificultad, y asentí. Mi corazón me gritaba que corriera en dos direcciones, pero al final solo me quedaba una elección.
—Gracias, Garren… —murmuré, antes de soltar a Joren y lanzarme hacia adelante, siguiendo a la mujer de la lanza y a los demás.
Corrimos. Cada paso me acercaba más a esa neblina blanca, a ese aire helado que parecía robarme el aliento. El suelo crujía bajo nuestras botas, escarchado. Y cuando finalmente alcanzamos la zona… me detuve en seco.
El mundo se había vuelto invierno.
Los árboles alrededor del almacén estaban cubiertos de hielo, sus ramas pesadas y quebradas por el peso de la escarcha. El suelo era un mosaico congelado, con estacas de hielo surgiendo en ángulos imposibles, afiladas como cuchillas. La madera del almacén estaba cubierta de una capa blanca que todavía despedía vapor, como si el edificio entero respirara frío.
La mujer de la lanza estaba de pie, a pocos metros, envuelta en un aura de fuego que chisporroteaba en su piel y recorría su lanza como un río ardiente. El contraste era brutal: ella, hecha de llamas, plantada en medio de un mundo helado.
Seguí su mirada.
Y allí lo vi.
Unos metros más allá, junto a un grupo de árboles destruidos, había un cadáver. No… no un simple cadáver. Era la bestia. Aquel monstruo gigantesco, grotesco, estaba atravesado por varias estacas de hielo que sobresalían de su cuerpo en ángulos letales. Su sangre oscura se había esparcido en charcos que ahora se congelaban lentamente sobre la tierra. Sus fauces seguían abiertas en un rugido silencioso, detenido para siempre en el momento de su muerte.
Me faltó el aire.
Y entonces lo vi a él.
Frente al cadáver, apenas a unos pasos, yacía Eiren. Boca abajo, inconsciente, su cuerpo inmóvil sobre el hielo. Parte de su piel estaba cubierta de escarcha, como si el invierno lo hubiera abrazado a él también. Sus brazos estaban rígidos, envueltos en hielo hasta los codos, y su cuello tenía un halo blanco que brillaba débilmente con cada exhalación. Había heridas en su cuerpo, cortes y moretones, pero lo que más me rompió fue la quietud.
—¡Eiren! —grité, y mi voz se quebró como nunca antes.
Mis piernas se movieron solas, corrí hacia él, apartando estacas congeladas con las manos, sin importar que me cortaran. El aire quemaba mi piel, pero no me importaba.
Lo tomé por los hombros, lo giré con cuidado. Su rostro estaba pálido, con un rastro de sangre seca en la frente. Sus labios temblaban apenas, como si su cuerpo todavía luchara contra el frío que lo consumía.
—Hijo… —murmuré, apretando la mandíbula mientras lo sostenía contra mí—. Hijo mío…
El silencio a nuestro alrededor era pesado. Los soldados, los aventureros, todos estaban en shock. Nadie hablaba. Solo se escuchaba el crujido del hielo al asentarse, el chasquido leve del fuego que rodeaba a la mujer de la lanza.
Ella dio un paso al frente, su lanza chisporroteando, y habló en voz baja, como si el mundo entero necesitara escuchar:
—Ese poder… no es de un campesino.
Yo bajé la mirada hacia Eiren, sintiendo el frío en mis manos. Y por primera vez en mucho tiempo, no supe qué decir.