Ficool

Chapter 74 - Capitulo 72

Cuando Helaena desapareció entre los árboles, el silencio volvió a caer sobre el claro.

Aegon permaneció quieto, mirando en dirección a donde su hermana había partido. El color le había regresado al rostro, pero su orgullo seguía herido.

—Siempre tiene que arruinarlo todo —murmuró, más para sí que para los demás.

Los jóvenes de la corte intercambiaron miradas nerviosas. Serwyn se limpió la sangre del labio y montó en su caballo sin decir palabra. Uno a uno, los demás lo imitaron, hasta que Aegon y Cregan quedaron solos.

El príncipe desmontó, sus botas hundiéndose en la tierra húmeda. Caminó unos pasos hacia el Stark, que se mantenía firme, con Invierno a su lado.

—Eres valiente —dijo Aegon al fin—. O muy estúpido. Golpear a un noble del Dominio en medio del Bosque Real no es poca cosa.

—Defendí mi lugar —respondió Cregan, sin rastro de temor—. No soy un perro al que se le da una patada y baja la cabeza.

Aegon lo observó unos segundos, hasta que una sonrisa ladeada apareció en su rostro.

—Así que eso son los Stark. Supongo que los cuentos no exageran.

—¿Y qué dicen esos cuentos? —preguntó Cregan con calma.

—Que sois tercos, orgullosos y que preferís morir antes que ceder.

Cregan sostuvo su mirada. —Entonces están en lo cierto.

Aegon soltó una risa breve, casi sincera, y se pasó una mano por la nuca.

—Mi hermana te salvó de un castigo… y a mí de una vergüenza mayor. No te lo agradezco, pero… —hizo una pausa, buscando las palabras— fue un buen golpe.

Cregan no respondió. Solo asintió una vez, y se dio media vuelta.

—Nos veremos en la cacería, príncipe.

Aegon lo siguió con la mirada mientras el joven Stark se perdía entre los árboles. Luego exhaló lentamente, quedando solo con el eco del bosque.

Por primera vez en mucho tiempo, no sabía si se sentía humillado… o intrigado.

La opulencia del campamento real llegaba hasta ciertos límites, y más allá, el Bosque Real recuperaba su naturaleza salvaje e implacable. En las rutas menos transitadas, el dominio era de los forajidos.

Una de esas rutas, sombreada por una densa bóveda de robles y olmos, se convirtió en el escenario de una emboscada.

El noble desafortunado era Lord Lymond Lolliston, Señor de un modesto asiento en las Tierras de los Ríos. Lord Lymond, un hombre robusto de mediana edad con un bigote cuidado, viajaba con su esposa, Lady Myranda, y sus dos hijos pequeños: Walder, de diez años, y la pequeña Elyse, de seis. Su carruaje, aunque bien hecho, no era más que una pieza de madera pesada tirada por dos caballos cansados, escoltado por solo seis guardias de armas.

Lord Lymond se sentía seguro por la cercanía del campamento del rey y la fama de la Guardia Real. Una suposición fatal.

De pronto, un grito brutal rompió la calma del mediodía.

—¡Alto! ¡A sangre y a oro!

Flechas de punta ancha, disparadas desde las sombras, silbaron y se clavaron en la madera del carruaje. Dos de los guardias cayeron de inmediato con flechas en el pecho, y el cochero, paralizado por el terror, soltó las riendas.

Decenas de hombres se alzaron de la espesura como espectros, rodeando el carruaje. Eran la Hermandad del Bosque Oscuro, una banda de más de un centenar de forajidos que habían aterrorizado las Tierras de la Corona durante los últimos meses, actuando con una disciplina y una brutalidad inusuales en simples bandidos.

Un hombre se adelantó por el centro, su figura alta destacando. Vestía piezas de armadura vieja manchadas de rojo. Su rostro, enmarcado por el casco abierto, mostraba una sonrisa amplia y perpetua, casi demencial. Jugaba con una espada bastarda mellada, haciéndola girar con despreocupación.

—¡Bienvenidos a la purificación, nobles! —gritó su risa era estridente y vacía, resonando más allá de los árboles.

A su lado estaba un hombre de mediana edad con un rostro cicatrizado y una frialdad gélida. Su guantelete de hierro brillaba al sol, y observaba la disposición de los guardias restantes, calculando.

Un hombre de más de 2 metros de altura se movía al flanco. Su corpulencia gigantesca y su hacha danesa, que parecía capaz de cortar un árbol, infundían un terror primario. Su silencio era tan amenazante como la risa de su líder.

Otro se movía con la agilidad de un gato entre los árboles, listo para disparar otra andanada de flechas o acuchillar a cualquier guardia que intentara flanquearlos.

El último pero más destacable vestía túnicas raídas y llevaba un bastón coronado con cráneos. Gritaba con fervor fanático, arengando a los bandidos y aterrorizando a las víctimas.

—¡La sangre de la nobleza es el abono de la tierra! ¡El Oro de vuestra vanidad regresará a la tierra, purificando vuestra alma corrompida! —predicaba el Septon, alzando su bastón.

Lord Lymond, armado con su espada de viaje, se bajó del carruaje temblando, interponiéndose entre los forajidos y su familia. Solo tres guardias quedaban en pie.

—¡En el nombre del Rey! ¡Soy Lord Lolliston! —gritó, con la voz apenas un graznido.

El Caballero Sonriente soltó una carcajada demente, que resonó en el bosque.

—¡Un Lord! ¡Qué suerte! El Rey se olvida de estos caminos, pero Ser Rychard no. ¡Oswin, la bolsa de oro primero! ¡Garn, diviértete con los guardias!

Oswin Mano de Hierro asintió, moviendo su maza. Garn el Toro Negro rugió y se lanzó contra los guardias restantes, su hacha girando en el aire. La lucha duró apenas un instante: el hacha de Garn partió el escudo de un guardia y el cuerpo del hombre en dos. El terror se instaló.

Dentro del carruaje, Lady Myranda gritaba, cubriendo a sus hijos. Walder, el mayor, miraba con los ojos abiertos, el horror grabándose en su memoria.

Lord Lymond se lanzó inútilmente, su espada de nobleza encontrando el acero mellado de Ser Rychard. El Caballero Sonriente ni siquiera sudó; bloqueó el golpe y, con un giro rápido, desarmó a Lord Lolliston, enviando su espada a volar.

—¡Qué lástima! Pensé que un Lord pelearía mejor —dijo Ser Rychard con su horrible sonrisa fija, acercando la punta de su espada al cuello de Lymond—. Ahora, ¿dónde está el oro?

Mientras el Lord suplicaba por su vida, el Septon Moryn se acercó al carruaje, blandiendo su bastón con fervor.

—¡No! ¡Dejen a mis hijos! —gritó Lady Myranda.

El Septon Moryn abrió la puerta del carruaje, exponiendo a la aterrorizada familia. Los gritos de la dama fueron interrumpidos por un sermón fanático que se preparaba para preceder a la violencia.

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