Ficool

Chapter 3 - capítulo 3 Amnesia

Capítulo 3

Oscuro.

Húmedo.

Tibio.

Luego frío.

Demasiado frío.

Un grito sale de mi boca antes de que pueda pensarlo, y el aire entra en mis pulmones como fuego.

No entiendo dónde estoy. No entiendo qué soy.

Luces. Sombras. Un techo de madera.

Manos. Voces. Calor.

Un olor a hierbas, a leche, a sudor.

Mis ojos… funcionan, pero no del todo. Todo es borroso. El mundo se estira como si alguien lo estuviera pintando con los dedos húmedos.

Escucho una voz. Femenina. Grave. Paciente.

No entiendo las palabras. Pero algo dentro de mí sabe que esa voz es importante. Familiar.

Luego otra, más aguda, como un susurro. También femenina. Cálida.

Y por último, una voz masculina. A veces ronca, a veces suave. Ríe. Esa voz tiene ritmo.

No puedo moverme bien. Todo está cubierto, envuelto, contenido. Solo mis dedos tiemblan como gusanos nerviosos. No sé si tengo piernas. No sé si tengo edad. Mi cuerpo no me pertenece del todo.

Mi mente sí.

O eso creo.

¿Dónde estoy?

¿Qué pasó...?

Cierro los ojos y por un instante, un instante muy pequeño, veo algo que no encaja.

Un cartel de luz. Letras que no entiendo. Gente con mascarillas. Una estación. Una calle mojada. El grito de alguien. Un camión.

Un... choque.

Y luego nada.

Hasta ahora.

---

Han pasado días, creo.

Quizá semanas.

Mis ojos ya no duelen al abrirse. El techo sigue ahí, pero ya no me parece una amenaza. Es de madera lisa, con vetas oscuras. A veces hay una lámpara encendida, otras, una ventanita me muestra la lluvia o la luz del sol filtrándose con suavidad.

La mujer de la voz grave se llama Aelinne. No entiendo lo que dice, pero lo repite con frecuencia. Ella me carga con seguridad, como si lo hubiera hecho antes mil veces, pero a veces, cuando cree que no la miro, se queda mirándome como si yo fuera un acertijo.

Tiene ojos almendrados, cabello verde oscuro, y orejas... algo puntiagudas. Nunca vi orejas así antes.

O... ¿sí?

No lo sé.

La otra mujer, más joven, más inquieta, me llama con un nombre que no reconozco, pero suena bonito. Siempre me sonríe antes de dejarme en la cuna. A veces se pone nerviosa si me vomito encima. A veces canta.

Y el hombre.

Él es distinto.

Huele a cuero, a viento, a tinta seca. Tiene la voz de alguien que ha visto demasiadas cosas pero aún se divierte. Se ríe cuando lloro fuerte. Me carga como si yo fuera una piedra preciosa. A veces me cuenta cosas en voz baja, aunque yo no entienda nada.

Creo que se llama Zakhal.

---

Mi cuerpo empieza a obedecerme.

Puedo mover los brazos. No con precisión, pero sí con intención.

Sostener un dedo. Agarrar una manta. Dar vueltas sobre mí mismo como si fuera una tortuga torpe.

El mundo deja de parecer tan grande. Ya no me asusta el techo. La cuna tiene barrotes, pero no son cárcel. Son protección.

La habitación es cálida. Alfombras gruesas. Paredes de piedra y madera. Libros en estantes. Una chimenea en la esquina. Todo se siente... sólido.

No sé si esto es el cielo o el infierno.

Pero no se parece en nada a un hospital.

A veces, cuando duermo, tengo sueños. En ellos, no soy un bebé. Camino. Hablo. Sostengo una taza con café. Uso algo en las orejas. Estoy sentado frente a una pantalla. Y hay una voz... una voz que me grita algo desde una habitación distinta. Una voz en español.

Alex...

¿Alex...?

Abro los ojos y no hay nadie que me llame así.

---

Creo que tengo un nombre.

No estoy seguro cuál es.

Pero cuando la mujer me carga, cuando me habla con ternura, a veces lo repite:

—Alerion...

Su voz baja al decirlo. Como si acariciara el sonido.

Cuando lo dice, se queda más tiempo conmigo. Me envuelve mejor. Me canta. Me habla de cosas que no entiendo, pero siento que son importantes. Palabras como “fuerza”, “esperanza”, “nombre de héroe”.

Ese nombre... me gusta.

Tal vez sea mío.

---

Tengo hambre.

Mucha hambre.

Todo el tiempo.

No es el hambre que recordaba. No esa que uno resuelve con un paquete de galletas o un vaso de leche.

Es un hambre que duele, que quema. Que se convierte en mi único pensamiento, que me consume como si fuera fuego líquido recorriendo mis entrañas.

Una necesidad que no puedo explicar ni controlar, solo sufrir.

Y cada vez que llega, lo único que me separa del colapso absoluto es ella.

La voz grave y firme de Aelinne.

El latido de su corazón cuando me sostiene.

Su aroma a madera, a aceite limpio, a algo que no puedo nombrar pero que me hace sentir... seguro.

Ella me alimenta con paciencia, con manos templadas y movimientos precisos. Nunca con dulzura exagerada. No es maternal como en los libros, pero tiene esa clase de ternura que no necesita demostrarse: está en cada acto.

En cómo revisa mi manta.

En cómo me acomoda un dedo cuando se me dobla mal.

En cómo se sienta al borde de la cama hasta que dejo de llorar.

Luego está Zakhal.

Él no huele igual. Huele a polvo de camino, a cuero trabajado, a tinta vieja.

A veces canta. A veces hace ruidos raros con la boca para distraerme.

Me lanza al aire con cuidado, aunque me asuste, y luego me atrapa en el último momento. Y me río.

No sé por qué. Pero me río.

Él siempre ríe conmigo.

Cuando no tengo hambre, todo está bien.

El mundo parece más suave. Los colores más vivos. El aire más dulce.

Pero cuando el hambre regresa… es otra historia.

No sé si es por la falta de fuerza o por este cuerpo tan blando y nuevo, pero pierdo el control de todo.

Lloro. Grito. Me retuerzo como si mi piel me quedara grande.

Y lo peor no es el hambre.

Lo peor es la impotencia.

Esa sensación constante de no poder hablar, de no poder señalar, de no poder decir simplemente:

“Tengo hambre. Ayúdame.”

Pero ellos lo entienden.

Siempre.

Y eso me salva.

Hay momentos en que me asusto de mí mismo. De lo fácil que es perder el control, de lo automático que es llorar hasta quedarme sin aire.

A veces siento que no soy humano.

O que este cuerpo no lo es.

Que no me pertenece.

Que no soy yo.

Pero entonces, una de las sirvientas —creo que se llama Lyne— se acerca y me limpia la cara con un paño tibio, con una sonrisa tranquila, como si el mundo no se estuviera desmoronando.

Me canta una tonada en un idioma suave, uno que no reconozco, pero que suena como algo antiguo y seguro.

Y por un momento... todo se detiene.

Mi corazón late más lento.

La garganta se relaja.

Y dejo de llorar.

---

—Mira —dice la mujer que huele a madera—, ya sostiene la cabeza. Pronto va a empezar a rodar como un barril.

—A este paso nos va a morder antes de hablar —dice Zakhal, riéndose.

—Si hereda tu lengua, primero insultará.

—Y si hereda la tuya, nos corregirá la gramática.

Ambos ríen. No entiendo las palabras, pero entiendo el tono. El ritmo. El cariño. La seguridad.

Y entiendo otra cosa: me quieren.

No sé por qué.

Pero lo siento.

---

—Mira —dice la mujer que huele a madera—, ya sostiene la cabeza. Pronto va a empezar a rodar como un barril.

—A este paso nos va a morder antes de hablar —dice Zakhal, riéndose mientras se agacha a mi altura con una mano sobre su rodilla.

—Si hereda tu lengua, primero insultará.

—Y si hereda la tuya, nos corregirá la gramática.

Ambos ríen.

No entiendo las palabras, pero entiendo el ritmo. El tono.

La manera en que las miradas se cruzan al hablar de mí.

La calidez que flota en el aire, como si cada palabra estuviera tejida con hilos de afecto.

Ella —la mujer que huele a madera, a fuerza contenida y paciencia exigente— me toma con seguridad. Me ajusta entre sus brazos como si mi cuerpo frágil ya tuviera forma propia. Me acomoda la cabeza contra su pecho, y ahí... todo encaja.

Él —el hombre que siempre trae el mundo en la ropa y las manos— me hace cosquillas con la barba sin afeitar, y cuando mis brazos tiemblan torpes al intentar alcanzarlo, deja que le golpee la nariz como si fuera parte del juego.

No sé qué dicen.

No sé qué esperan de mí.

Pero sé que están mirándome, no como se observa una carga o una responsabilidad... sino como si fuera algo valioso.

No por lo que puedo hacer.

Sino por simplemente estar aquí.

Y entiendo otra cosa.

Me quieren.

No sé por qué.

No he hecho nada para merecerlo.

No salvé al mundo. No resolví ecuaciones. No devolví favores.

Solo lloro, duermo, me ensucio, grito y muerdo mis propios dedos.

---

Más adelante intentaré gatear.

Me arrastro como un lagarto inútil, pero me muevo.

Ellos celebran. Aplauden. El hombre me lanza al aire y me atrapa, y yo grito sin saber si es miedo o alegría. Me río. Él se ríe más fuerte.

Aelinne no dice nada. Pero sonríe. Esa sonrisa leve, la que solo aparece cuando cree que nadie la mira.

La estoy mirando.

Siempre.

---

Una noche, después de muchas, no puedo dormir.

Estoy solo en la habitación. La lámpara encendida. La lluvia golpea las ventanas.

Siento... miedo.

No sé por qué.

Tal vez fue un sueño. Tal vez fue ese recuerdo que vuelve de vez en cuando: una calle mojada, alguien gritando, un dolor en el pecho.

Pero no quiero estar solo.

Y entonces, lo intento.

Respiro hondo.

—Ah... le... rion...

No es claro. No es fuerte.

Pero no es un llanto.

Es un intento.

La puerta se abre. Aelinne entra de inmediato. Me carga. Me acuna. Su corazón late fuerte.

Zakhal aparece detrás, medio dormido.

—¿Pasó algo?

—No. Solo dijo su nombre —responde ella, con la voz más suave que le he oído jamás.

Él se acerca, me acaricia el cabello.

—¿Lo dijo?

—Sí. Nuestro pequeño dragón.

—Alerion...

Me abrazan. Los tres en silencio.

More Chapters