Ficool

Chapter 4 - capítulo 4 Recuerdos

Capítulo 4

Tengo seis meses. O eso creo.

Todavía no entiendo muy bien cómo funciona el tiempo en este cuerpo nuevo, pero cada día algo cambia. Me muevo más. Baboseo menos. Grito con más intención. Y cada vez entiendo más palabras. No todas. Pero algunas ya se sienten familiares. “Comer”. “Mamá”. “¡No!”. “¡Otra vez no te comas eso, Alerion!”

Y sí, ya aprendieron que me gusta llevarme todo a la boca. No es mi culpa. Este cuerpo va por su cuenta. Yo no tengo poder de decisión.

Pero hoy todo empezó con calma.

—¿Dónde está mi dragón hambriento? —canturreó Lyne, una de las criadas, entrando con un tazón humeante.

La reconozco por su voz aguda, su olor a canela y ese peinado que siempre cambia. Hoy tenía flores entre las trenzas. Es la encargada de la cocina. También la que más me malcría.

—¿Ya vienes a engordarlo de nuevo? —bromeó Zakhal desde una silla, con los pies cruzados sobre una mesa. En su regazo, un libro antiguo que pretendía leer pero no había abierto.

—¡Está creciendo! ¡Y mucho! ¿No viste cómo se retuerce cuando lo cargan? Ya parece un rollito con patas —replicó Lyne, alzándome en brazos.

—Y ruge —dijo Zakhal. Su tono era burlón, pero había orgullo en su mirada—. A veces hasta parece que va a escupir fuego cuando no le dan de comer a tiempo.

—¿Pequeño dragón, entonces? —preguntó Lyne, frotando su nariz contra la mía.

—Lo dije desde el primer mes —añadió Zakhal con media sonrisa—. Come como una bestia mítica. Y cuando duerme, se enrosca y gruñe si lo tocas. Solo falta que le crezcan escamas.

Yo no sabía si eso era un cumplido, pero sentía que me estaban apodando como a un gato regordete. No podía quejarme. Apenas podía decir “guh”.

Aelinne apareció entonces en la puerta. Venía de su oficina, con el uniforme de jefa de guardia perfectamente ajustado, las mangas levantadas y un par de pergaminos en la mano.

—¿Otra vez burlándose de mi hijo? —dijo, alzando una ceja.

—Jamás, señora —respondió Lyne, con tono teatral—. Solo admirando su… voracidad.

Aelinne se acercó y me miró con ojos entrecerrados. Luego, me besó la frente. Y por primera vez, la oí reír.

Un sonido bajo. Raro. Cálido.

—Pequeño dragón... le queda bien.

---

Esa tarde, me tocaba jugar con Mela, la otra criada de la casa. Tenía un carácter tan distinto al de Lyne que parecía venir de otro mundo. Donde Lyne era color y risas, Mela era orden y pausa. Todo lo que hacía tenía una intención. Sus movimientos eran limpios, precisos, casi ceremoniales. Siempre olía a té, a libros viejos, a ropa recién doblada. Tenía manos frías y una voz tan suave que a veces parecía que hablaba solo para sí misma.

Pero yo la escuchaba. Siempre la escuchaba.

Mela no me hablaba como a un bebé. Me hablaba como si yo entendiera más de lo que aparentaba.

—Hoy toca repasar las formas —dijo aquella tarde, colocando una cesta de madera sobre la alfombra.

Era una alfombra enorme, tejida a mano, con un patrón de dragones que se retorcían en espiral. Me gustaba esa alfombra. Aunque también me daban ganas de comerla. Casi todo me daba ganas de comerlo últimamente.

—Esto es un triángulo —dijo Mela, sacando una figura roja—. Tiene tres lados. Uno, dos, tres. Como los dedos que te chupan el puño.

Yo la miraba, fascinado. No por el triángulo, sino por la manera en que hablaba. Como si cada palabra fuera parte de una canción.

—Este es un círculo. No tiene esquinas. Rueda. Como tu barriga cuando ríes.

Estaba segura de que yo no entendía nada. Pero en realidad, entendía bastante. No todo. Las palabras eran un caos aún, pero empezaban a tener bordes. Sonidos familiares. “Rueda”. “Tres”. “Mano”. “No, Alerion, eso no se come.”

Mela se sentó a mi lado y puso frente a mí varios bloques: uno verde en forma de estrella, uno azul cuadrado, uno amarillo como un sol achatado.

—Este es rojo. Como tu pantalón. ¿Lo ves? Rojo —dijo, con el mismo tono con que un bibliotecario hablaría de una reliquia arcana.

Yo extendí la mano, tomé el bloque rojo y lo lancé al aire con la mejor puntería que mis músculos me permitieron.

—Ese no era el objetivo —murmuró, sin enfadarse, y lo recogió sin apuro.

Luego volvió a colocar los bloques frente a mí, esta vez señalando el cuadrado azul.

—Este encaja aquí —dijo, colocándolo en una ranura de madera—. Porque tiene la misma forma. Todo encaja en algún lugar, Alerion. Incluso tú.

Esa frase me dejó inmóvil. “Incluso tú”.

Mela no tenía idea de cuán profundamente me había tocado con esas palabras. Porque aunque no podía explicarlo, había días en que me sentía... desajustado. Como si no perteneciera. Como si este cuerpo no fuera mío, ni esta vida, ni este nombre.

Pero en ese momento, algo dentro de mí hizo clic.

Y entonces…

Un zumbido.

Primero leve, como un mosquito cerca del oído. Luego, más fuerte. Como si estuvieran afinando una guitarra dentro de mi cráneo.

Un escalofrío me recorrió la nuca. El aire me pareció denso. Los colores se volvieron más vivos, más brillantes. Sentí como si el mundo girara alrededor mío en cámara lenta, y yo fuera el único que lo notaba.

De pronto, fue como si alguien hubiera conectado un proyector en mi cabeza.

Las imágenes llegaron como relámpagos:

Una clase de física en la universidad. Un profesor de barba gris hablando sobre electromagnetismo.

Una tarde en la playa. Voleibol, arena caliente, amigos riendo.

La discusión con mi ex. Su voz quebrada, mi maldita terquedad.

El tren en Osaka. El ruido. El apretón de la gente. El anuncio en japonés que nunca entendí.

La cocina de mi casa. Mamá friendo arroz con huevo. Yo sentado en la encimera, contándole sobre un sueño extraño.

Y todo eso…

Todo eso llegó al mismo tiempo.

Mi cabeza se llenó de ruido. De palabras. De idiomas. De sabores. De emociones mezcladas con confusión.

Los bloques frente a mí dejaron de ser figuras. Se convirtieron en memorias. En símbolos. En anclas que no podía soltar.

Mi pecho empezó a arder. Como si alguien lo comprimiera desde dentro.

Quise mover los brazos, pero estaban dormidos.

Quise gritar, pero no salió nada.

Mela dijo algo. No lo entendí. Su voz era solo un eco detrás del rugido mental que me devoraba.

Y entonces… todo se apagó.

Oscuridad.

Silencio.

Caí hacia atrás como una hoja seca.

Y no sentí nada más.

---

—¡¡Señora Aelinne!!

El grito rompió la calma del atardecer como un cristal estrellándose contra la piedra. La puerta de la oficina se abrió de golpe.

Aelinne salió corriendo de inmediato, con los ojos afilados, y espada en mano como si acabara de entrar en combate.

—¡¿Qué pasa?! —preguntó, mientras inspeccionaba el entorno.

Lyne estaba junto a Mela, agitada, el rostro rojo por la carrera, el cabello alborotado. Aún jadeaba cuando soltó:

—¡El niño! ¡El niño se ha desmayado! ¡Está sangrando!.

No dejó terminar a la criada. Soltó su espada y se acercó al instante.

El pequeño cuerpo de su hijo estaba en el centro de la alfombra de juegos, rodeado de bloques caídos como ruinas de una ciudad diminuta. Mela, arrodillada a su lado, intentaba limpiarle la sangre con un paño blanco ya manchado de rojo. Otro hilillo descendía lentamente desde la oreja derecha.

—¡A un lado! —ordenó Aelinne, cayendo de rodillas junto a su hijo, su voz mucho más áspera de lo que pretendía.

—Estábamos repasando colores —dijo Mela, intentando mantener la compostura, pero con la voz quebrada—. Lo tenía bien, estaba atento, incluso parecía disfrutarlo. Y de repente… se quedó quieto. Lo miré… y ya no parpadeaba. Luego empezó a temblar… y cayó de lado. Sangra, señora. ¡Sangra por la nariz y las orejas!

Aelinne ya tenía sus manos sobre la frente del niño, evaluando su temperatura. Luego palpó con cuidado la base del cráneo, mientras lo acomodaba con suavidad en su regazo.

—No hay fractura —susurró, más para sí misma que para las demás—. Pero el pulso está acelerado… la respiración también… Mela, ve por los sanadores de la torre. Diles que es urgente. Que los quiero aquí en diez minutos. ¡Y no traigas charlatanes!

—¡Sí, señora! —Mela corrió con una velocidad que ninguna de las dos criadas había mostrado antes.

—¿Puede estar poseído? —murmuró Lyne, temblando junto a la pared—. Yo vi a un niño en Lenthal al que le pasó algo parecido y luego empezó a hablar con la voz de un adulto.

—¡No digas estupideces! —espetó Aelinne, sin siquiera mirarla.

Pero por dentro…

Por dentro algo frío le recorrió la espalda.

Acarició la frente de Alerion con ternura. El niño seguía inconsciente, pero el ceño se le había fruncido como si estuviera sufriendo una pesadilla. Un espasmo leve recorrió su bracito. El manchón rojo se expandía sobre el pañuelo que le había puesto debajo de la cabeza.

Aelinne no era solo una guerrera. Había estado en campañas. Había visto heridas. Había sostenido moribundos. Sabía cuándo algo era grave.

Y esto…

Esto era grave.

—Aguanta, pequeño dragón —susurró—. Tu madre está aquí.

---

Cuando abrí los ojos, estaba en la cama. La grande, la de mis padres. El dosel dejaba pasar una luz suave. El aire olía a incienso. Y había muchas voces.

Voces que conocía. Voces nuevas.

—...no hay fiebre —decía una voz masculina.

—¿Y el pulso?

—Fuerte. El niño está sano, pero... no reacciona como antes.

—¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente?

—Casi quince minutos.

—Demasiado para un infante.

Escuché la voz de Aelinne por encima de todas.

—¡¿Qué tiene?! ¿Por qué no abre los ojos?

—Podría ser una crisis mágica... aunque no lo creo. Quizá un bloqueo... ¿trauma?

“Estoy despierto”, quise decir. Pero mi boca no respondía.

Solo podía mirar.

Y mirar me bastaba.

Ahí estaban todos. Mela con el rostro crispado. Lyne con los ojos llorosos. Dos hombres mayores con túnicas oscuras que parecían curanderos. Aelinne, de pie junto a la cama, con la mano en mi pecho. Zakhal, en silencio, con la mandíbula tensa.

Y Yo.

Sintiendo que todo volvía.

Los recuerdos.

Mi nombre.

Mi muerte.

El camión.

Japón.

Todo.

Lo recordaba todo.

—...Alex —murmuré. Pero apenas salió aire.

Los ojos de Zakhal se clavaron en mí.

—¿Lo oíste? —preguntó. Aelinne asintió.

—Dijo algo. Alex... o algo así.

Yo quería levantarme. Abrazarlos. Llorar. Gritar. Pero mi cuerpo no cooperaba.

Solo podía respirar. Y mirar.

Y mientras miraba, noté algo en sus rostros.

Asombro.

Temor.

Fascinación.

—¡Sus ojos...! —dijo uno de los doctores—. Están... cambiando de color.

Zakhal se inclinó más cerca. Me miró con una mezcla de orgullo y sorpresa.

—Son como los míos —dijo.

Aelinne abrió mucho los ojos.

—¿Estás seguro?

—Cambia según cómo se sienta. Mira... ahora están dorados. Hace un instante eran grises.

—Eso no tiene que ver con lo que le pasó, ¿verdad?

Zakhal negó con la cabeza.

—No. No es peligroso. Es... su herencia demoníaca. Esos ojos permiten percibir el maná. Yo también los tenía, de niño. Pero Alerion los tiene más activos.

---

Pasaron muchos días.

No volví a desmayarme, pero seguía débil. Me daban alimentos suaves, me cargaban más seguido. Aelinne se quedó conmigo todo el tiempo. Dormía en la silla junto a mi cama. A veces, cuando creía que dormía, la veía acariciarme el cabello.

Zakhal entraba con historias. Me hablaba de los dragones del oeste, de un castillo mágico que cruzan los cielos, de sus aventuras con mercaderes locos. Apenas reconocía algunas palabras además de dragón.

Y una tarde, cuando Lyne me trajo una papilla que sabía a frutas, le gruñí porque no la sirvió rápido.

—¡Va! —dijo ella, riendo—. Nuestro pequeño dragón ha vuelto.

Zakhal se echó a reír. Aelinne suspiró. Y yo, con la boca llena, sonreí por dentro.

More Chapters