Capítulo 2
La ciudad de Delarus no tenía murallas altas, pero no las necesitaba.
Ubicada al borde del gran río Luiren, entre las tierras fértiles del Reino Central de Asura y los siempre inquietos márgenes de Fittoa, era una de esas ciudades que parecía crecer sola. Caravanas de seda y sal llegaban desde el norte, barcos con cereales desde el sur, y del este... siempre llegaban rumores.
Aelinne Dragonroad caminaba por el mercado con paso firme, la mano izquierda apoyada sobre el pomo de su espada y la mirada serena. Su uniforme de capitana, blanco y azul oscuro, contrastaba con la ropa colorida de los comerciantes. A pesar de su porte serio, los civiles se inclinaban ligeramente al verla pasar, no por miedo, sino por respeto.
—Capitana Aelinne, ¿quiere probar nuestras mandarinas? Recién llegaron de Roa.
Ella se detuvo. Tomó una con delicadeza y la observó.
—No están verdes. Bien.
El comerciante asintió con una sonrisa. Ella dejó unas monedas sobre la tela, sin regatear.
Pagaba lo justo. Siempre.
Aunque no toleraba el soborno ni la pereza, tampoco se metía donde no debía. Si alguien vendía esclavos, mientras tuviera sus papeles... ella no decía nada. Si un noble golpeaba a su criada por “falta de respeto”, no era su jurisdicción.
Pero si alguien robaba en su presencia, si alguien golpeaba a un niño en la calle, o si una taberna vendía bebidas adulteradas, entonces sí: la espada salía de su funda sin dudarlo.
Esa era Aelinne.
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Al llegar a casa, dejó la capa en el perchero y se quitó las botas junto a la entrada. La casa estaba limpia, ordenada, silenciosa. Tenía un aroma a pan recién hecho y madera pulida.
—Bienvenida, señora —dijo Lyne, una de las sirvientas, inclinándose levemente.
—¿Zakhal volvió?
—Aún no, señora. Pero su halcón llegó con una carta. Está en la mesa del estudio.
Aelinne asintió y se dirigió allí. Tomó la carta. Reconocía la caligrafía elegante y exagerada de su esposo. Siempre hacía adornos innecesarios en las letras, como si escribiera para nobles que nunca leerían sus mensajes.
"Ya vendí el cargamento en Karonia. El trato con los enanos fue más difícil de lo previsto. Aceptaron sólo después de que compartí el vino que les regalaste. Si todo va bien, estaré en casa antes de la próxima luna llena. Y sí, llevo lo que pediste. También un regalo para ti y otro para nuestro futuro niño. P.D.: no es ropa."
Aelinne suspiró. Tenía seis meses de embarazo, y aún no se acostumbraba a que Zakhal se refiriera al bebé como si ya caminara.
Se sentó junto a la ventana, pelando la mandarina con precisión. Su mente divagaba.
Su madre, una elfa del bosque Helgarena, había sido vendida como esclava en su juventud. Aelinne apenas recordaba su rostro, pero sí la forma en que la acariciaba en silencio cuando creía que dormía. No sabía quién era su padre. No importaba.
La infancia fue dura. Pero el entrenamiento fue peor. Fue ofrecida como aprendiz al anterior Dios del Estilo del Agua. Lo que parecía un honor fue, en realidad, una condena de disciplina brutal y frialdad absoluta.
Sobrevivió.
Y llegó al rango de Santo antes de los treinta.
Ahora, libre de aquellas cadenas invisibles, se había convertido en una figura central en Delarus. No por su linaje. No por su magia. Por su capacidad. Por su ejemplo.
Y sin embargo… ese hijo por venir le despertaba una inquietud nueva. No sabía cómo criar a alguien. No sabía cómo expresar ternura sin parecer débil. Y no quería que su hijo heredara su dureza.
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Dos semanas después, Zakhal volvió.
Entró a casa cargando cajas y bultos, como siempre. Sus ojos brillaban con esa energía inagotable que combinaba sarcasmo y entusiasmo. Su cabello gris platino estaba atado hacia atrás, y su abrigo parecía más de adorno que de utilidad.
—Estoy vivo —dijo con una sonrisa—. ¿Me extrañaste?
Aelinne no respondió. Lo abrazó con fuerza.
Esa noche, cenaron juntos por primera vez en meses. Hablaron de los nuevos movimientos políticos en la capital, de los impuestos que llegarían pronto, de la posible expansión del puerto.
—Nos irá bien —dijo Zakhal, sirviéndose más sopa—. Si las rutas se abren hacia el sur, podré entrar a la red de piedras mágicas de Berlioz sin pagar peaje a los caballeros de Crayle.
—¿Y eso es legal?
—No es ilegal.
Ella le lanzó una mirada que significaba “te estoy vigilando”.
—Estoy pensando en reducir mi carga de trabajo antes del parto —dijo ella, tras un silencio.
—¿Te preocupa que no esté aquí cuando ocurra?
—Me preocupa que no esté yo.
—Ah. Te entiendo.
Y lo hacía. Aunque a su modo.
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Una noche, en la sala principal, hablaban sentados sobre alfombras tejidas por enanos. Una chimenea encendida iluminaba sus rostros con un tono ámbar. Aelinne tejía algo con hilo blanco entre los dedos finos, mientras Zakhal afilaba una daga curva traída del norte, con expresión casi meditativa.
—¿Has pensado en nombres? —preguntó él sin levantar la vista.
Aelinne alzó ligeramente las cejas.
—Lo he intentado —admitió—. Pero ninguno suena bien cuando lo digo en voz alta.
—A ver... ¿qué tienes?
Ella se acomodó un mechón tras la oreja, como si se preparara para una lista importante.
—Thalorien. Es un nombre élfico antiguo, significa “aquel que resiste contra el fuego del destino”.
—¿Thalorien? —repitió Zakhal con una mueca—. Suena como el nombre de una estatua que da discursos.
—También pensé en Elarandiel.
—¿Eso es un nombre o una sinfonía?
—Tiene significado —dijo con seriedad—. “Eco del crepúsculo sobre la sangre”.
Zakhal se detuvo por completo.
—Aelinne... ¿quieres que le escriban eso cada vez que firme un documento?
Ella lo miró en silencio, apenas ofendida.
—Tenía otro: Halendar, por un guerrero de la Primera Alianza. Y Alfenir, que significa “esperanza que no olvida”.
—¿Todos empiezan con A, H o El? ¿Hay un patrón o es que las sílabas graves te excitan?
Ella soltó una exhalación por la nariz que podría considerarse una risa si se miraba con buena voluntad.
—¿Y tú? ¿Qué nombres propones tú, gran crítico?
Zakhal se cruzó de brazos.
—Pensé en algo más directo. “Kael”.
—Típico. Hay tres soldados con ese nombre en mi escuadrón.
—¿“Zeren”? Significa “columna”.
—Suena a mercenario retirado.
—¿Elai”?
—Nombre de flor.
Zakhal suspiró, pero en el fondo parecía estar disfrutando el intercambio.
—¿Y “Alerion”?
Ella dejó caer el hilo en su regazo y lo miró.
—...¿Dónde lo escuchaste?
—Hace años. En una crónica de guerra en la biblioteca de Larent. Alerion fue el nombre de un comandante humano durante la Segunda Gran Guerra Humano-Demonio. No era un noble, pero lideró un ejército de campesinos contra un general demoníaco. Ganó tres batallas, liberó dos ciudades, y murió defendiendo la tercera. Fue ejecutado en la plaza pública por desafiar una orden directa de los altos mandos. Lo llaman traidor en algunos libros... y mártir en otros.
Aelinne lo observó con intensidad.
—Conozco ese nombre. Mi madre me lo mencionó una vez. En las historias que se contaban entre los esclavos... Aldebaran era el héroe, el símbolo. Pero Alerion era la sombra que peleaba por aquellos que no eran nobles. Lo respetaban más.
Zakhal asintió lentamente.
—Sí. Su historia es más silenciosa, más humana.
—Tiene fuerza... y también humildad.
—Y no suena como el nombre de una sinfonía —agregó él con una sonrisa torcida.
—Pensaba usar tu nombre como segundo —dijo ella, con tono neutro—. Alerion Zakhal. Para que herede tu estirpe... aunque te burles de mis nombres.
—Y el tuyo como apellido, Dragonroad —respondió él suavemente—. Para que nunca olvide de dónde viene.
—Entonces será Alerion Zakhal Dragonroad —dijo Aelinne, saboreando cada palabra.
Zakhal se acomodó junto a ella, apoyando la espalda en el borde del sofá, relajado. Miró hacia el techo de madera, como si hablara al niño aún no nacido.
—Suena como el nombre de alguien que hará historia... o al menos, que vivirá una vida interesante.
Aelinne lo miró de reojo.
—Me gusta.
—¿Incluso más que “Elarandiel, eco del crepúsculo sobre la sangre”?
Ella fingió pensarlo por unos segundos.
—Usemos Elarandiel si es niña. Sin negociaciones.
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El parto llegó antes de lo previsto.
El cielo estaba cubierto, y la lluvia golpeaba suavemente los techos de Delarus como si tamborileara una advertencia. Dentro de la casa, las sirvientas corrían entre toallas, mantas limpias y baldes de agua tibia. Una vela de cera blanca ardía con nerviosismo en el rincón de la sala.
Aelinne respiraba hondo, sentada en la cama reforzada del dormitorio principal, con los puños apretados contra las sábanas. El rostro ligeramente sudado, pero la mirada firme.
—¡Otra contracción! —gritó Lyne, la sirvienta de voz más aguda, mientras le sujetaba las piernas con cuidado.
—Ya lo sé, maldita sea, no necesito narración —espetó Aelinne entre dientes, y luego gimió de dolor.
Junto a la cabecera estaba Zakhal, con una toalla enrollada como pañuelo entre las manos. La había mordido cinco veces. Su túnica estaba arrugada y su peinado habitual colapsado. No paraba de moverse de un lado al otro.
—¿Estás bien? ¿Quieres que...?
—¡No digas una palabra! —le ladró Aelinne, con la voz de una bestia acorralada—. ¡Esto es tu culpa, idiota arrogante de sangre caliente!
—Te ves hermosa —dijo él, en un intento torpe de calmarla.
—¡¿HERMOSA?! ¡Te juro por los dioses que si sobrevivo te voy a colgar con tus propias tripas en el patio!
—Eso suena... razonable.
La partera, una mujer de cabello gris atado con una cinta y manos grandes como cucharones de sopa, hablaba con seguridad mientras ordenaba a las sirvientas con solo mirar.
—Señora Aelinne, ya casi está. Empuje con fuerza esta vez.
—¡YA ESTOY EMPUJANDO! —gritó, apretando la mandíbula—. ¡ESTOY EMPUJANDO DESDE HACE UNA HORA!
—Bien, bien. Ya viene. ¡Vamos, uno más! ¡Empuje!
El aire se llenó de un grito ahogado. Aelinne empujó con todo su cuerpo. Las sábanas se arrugaron bajo sus manos. Zakhal, con el rostro tenso, no se atrevía a acercarse, pero tampoco podía apartar la vista.
Un gemido final, largo y rasgado.
Y luego…
Un llanto.
Claro, fuerte, desafinado.
El sonido llenó la habitación como una trompeta de victoria.
—¡Es varón! —anunció la partera, con una sonrisa genuina.
El bebé fue envuelto de inmediato en una manta azul clara. Las sirvientas se retiraron unos pasos, respetando el momento. Aelinne jadeaba, agotada pero consciente. El sudor le pegaba el cabello a la frente, y las lágrimas que caían no eran de dolor.
—Está bien —dijo con voz temblorosa, apenas audible—. Está... bien.
Zakhal se acercó por fin. Sus manos temblaban, y la toalla que había mordido había sido reducida a una masa húmeda y arrugada.
—¿Puedo...?
Aelinne asintió con la cabeza. Muy despacio.
Zakhal tomó al niño en brazos. El bebé fruncía el ceño mientras lo miraba, como si sospechara del mundo desde su primer segundo de vida. Su cabello gris claro, con reflejos verdes oscuros, estaba húmedo y enredado. Sus ojos aún no tenían un color definido, pero su expresión era poderosa.
—Es... tan pequeño —murmuró Zakhal, incrédulo—. Y ya parece que está a punto de decirme que soy un imbécil.
—Eso lo heredó de ti —dijo Aelinne con una sonrisa cansada.
Zakhal miró a la criatura con un temblor en la voz, como si el aire se le hiciera pesado por la emoción.
—Bienvenido...
Se arrodilló junto a la cama y apoyó la cabeza en el regazo de Aelinne, con el niño aún en brazos.
—Bienvenido, Alerion Zakhal Dragonroad.
El nombre resonó con firmeza en la habitación. No como un título impuesto, sino como un lazo que acababa de cerrarse.
La lluvia continuaba afuera, suave y constante. Como si el mundo quisiera quedarse en silencio solo para escuchar el primer suspiro de un nuevo nombre.