El aire estancado en el callejón trasero del distrito de Jordaan era una mezcla densa de basura húmeda, aceite de cocina rancio y una frustración eléctrica que parecía emanar de las paredes de ladrillo. Bradley Goel permanecía recostado contra la superficie rugosa, con los brazos cruzados sobre el pecho, pero la postura era una mentira. Incluso en la inmovilidad forzada, su cuerpo vibraba. Un pie golpeaba el asfalto a un ritmo imperceptible para el ojo humano, y sus ojos saltaban de Ryuusei a Brad con la frecuencia de un obturador de cámara en modo ráfaga.
Estaba procesando la oferta. La estaba analizando, desmenuzando y descartando a una velocidad que hacía que la conversación verbal pareciera un intercambio de señales de humo.
—Miren, en serio, no me interesa —repitió Bradley. Su voz salió rápida, afilada, teñida de una exasperación genuina—. Suena a demasiado trabajo. "Cambiar el mundo", "reunir un equipo"... eso es retórica de cómic barato. Es para los tipos con mallas ajustadas y complejos de mesías que dan discursos en la televisión. Yo no soy eso.
Bradley se separó de la pared, incapaz de mantener el contacto físico con una superficie estática por más de unos segundos. Empezó a caminar en círculos cortos y cerrados.
—Soy un tipo normal. Solo que... ya saben. Rápido. Y quiero usar mi velocidad para lo mío. Para ver cosas que nadie más ve. Ir a lugares antes de que la realidad se dé cuenta de que estuve allí. Vivir rápido antes de que el aburrimiento me mate.
Brad, el hombre de la tierra, soltó una risa seca y áspera desde la sombra.
—¿Y tu "lo mío" implica seguir a chicas a supervelocidad y entrar en vestuarios antes de que parpadeen?
Bradley se detuvo en seco. Un rubor subió por su cuello, pero no había sonrisa en su rostro. Su mirada se volvió evasiva, defensiva.
—No... no es tan simple como suenas —replicó Bradley, su voz bajando un tono—. No se trata de perversión, se trata de... perspectiva. Ustedes ven el mundo como una foto. Yo lo veo como una película cuadro por cuadro. Veo los secretos que la gente oculta en los microsegundos. Veo la verdad cuando creen que nadie mira. Es... es mi forma de conectar con un mundo que está prácticamente congelado.
Ryuusei observó al chico con una atención clínica. La fachada de cinismo y desinterés adolescente era gruesa, una armadura construida con sarcasmo y velocidad. Pero Ryuusei, con su percepción agudizada, podía ver las grietas.
Podía sentir la energía que emanaba de Bradley. No era solo cinética; era una profunda desconexión emocional. Bradley Goel vivía en una soledad absoluta. Para él, una conversación normal era una eternidad de espera. Un abrazo era una estatua inmóvil. Había construido un muro de velocidad para mantener a raya a un mundo que lo decepcionaba por su lentitud.
—Entendemos que el mundo puede parecerte una pintura estática, Bradley —dijo Ryuusei. Su voz era tranquila, mesurada, cada palabra pronunciada con una gravedad deliberada para obligar al chico a frenar y escuchar—. Entendemos que la gente te parezca insignificante en su lentitud, meros obstáculos en tu carrera. Pero te equivocas al pensar que estás aislado.
Ryuusei dio un paso adelante, entrando en el círculo de movimiento de Bradley.
—Hay cosas sucediendo en los márgenes, Bradley. Fuerzas que se mueven a una velocidad que incluso tú no podrías ignorar. Cosas que te afectarán. Eventos que tienen el potencial de destruir incluso esa preciada "perspectiva" tuya y dejarte en una oscuridad eterna y estática.
Bradley soltó otra carcajada hueca, sacudiendo la cabeza.
—¿Cosas? ¿Como qué? ¿Alienígenas? ¿Monstruos dimensionales? Por favor, eso es cine. La vida real no tiene villanos finales. La vida real es solo... lenta. Burocrática. Decepcionante. Y aburrida.
—El aburrimiento es un lujo de la paz. Y la paz se está acabando.
Ryuusei acortó la distancia. La atmósfera en el callejón cambió. La presión del aire pareció descender, volviéndose pesada. La mirada en los ojos dorados y heterocromáticos de Ryuusei se volvió un abismo, un pozo de seriedad que no admitía burla.
—He visto lo que tú no puedes ver, a pesar de tu velocidad —susurró Ryuusei. Su voz no se elevó, pero resonó con la fuerza de un decreto—. He visto la oscuridad que se arrastra bajo la piel de la sociedad. He sentido el frío del vacío absoluto. Y he luchado contra aquellos que se creen dioses y que piensan tener el derecho de dictar el destino de este mundo.
Se detuvo a un metro de Bradley. Con un movimiento lento, casi ceremonial, Ryuusei levantó las manos hacia su cuello.
Brad, observando desde atrás, guardó silencio. Sabía lo que venía. Sabía el peso que tenía ese gesto. Ryuusei no revelaba su rostro completo a extraños. Y mucho menos revelaba su símbolo.
Ryuusei se bajó la capucha de su abrigo largo, exponiendo su cabello oscuro al aire húmedo de la noche. Luego, con la misma deliberación dolorosa, metió la mano en el interior de su chaqueta y extrajo un objeto envuelto en seda negra.
Lo desplegó.
Era una máscara.
No era un antifaz de plástico barato ni un accesorio táctico militar. Era una obra de arte y terror. Porcelana blanca inmaculada, dura y fría, dividida perfectamente por una línea curva. Un lado era un negro profundo, un vacío brillante que absorbía la luz. El otro, un blanco puro, absoluto. En el centro de cada mitad, un punto del color opuesto.
El símbolo del Yin y el Yang. Estilizado. Icónico.
Ryuusei se llevó la máscara al rostro. El clic suave de los enganches fue el único sonido en el callejón.
El momento se cargó de una quietud antinatural. La figura de Ryuusei, ya imponente por su porte, se transformó. Dejó de ser un hombre misterioso en un callejón y se convirtió en una entidad. En un símbolo que había sido transmitido en pantallas de todo el mundo.
Bradley Goel, el adolescente que no podía quedarse quieto, se congeló.
Fue una parada absoluta. Su pierna dejó de temblar. Sus dedos dejaron de tamborilear. Su respiración se detuvo en su garganta. Era como si alguien hubiera presionado un botón de pausa universal en su realidad acelerada. Sus ojos, que antes escaneaban el entorno como un radar frenético, se fijaron, clavados, en la máscara bicolor.
La sonrisa burlona y cínica se desvaneció de sus labios, reemplazada por una palidez repentina y una expresión de pura incredulidad.
—No... —murmuró Bradley. Por primera vez, su voz fue lenta. Arrastrada. Temblorosa—. No puede ser.
Ryuusei, ahora oculto tras la fachada del equilibrio universal, lo miró a través de las ranuras de los ojos.
—Sí, puede ser —dijo Ryuusei. Su voz sonó ligeramente distorsionada por la acústica de la máscara, adquiriendo un eco metálico y autoritario—. Soy Ryuusei Kisaragi.
Bradley lo miró fijamente, su cerebro procesando la información, conectando los puntos a una velocidad vertiginosa. Las imágenes de archivo en su memoria se dispararon. Los noticieros globales. El pánico. La destrucción. Y esa imagen... la imagen de un hombre enmascarado de pie frente a un dios solar.
—Yo... yo lo vi —dijo Bradley, su voz recuperando velocidad, pero ahora teñida de un asombro reverencial—. En las noticias. En vivo, hace meses. El incidente de Japón. Tú... tú peleaste contra él. Contra Aurion. El Héroe Número Uno del mundo.
Bradley dio un paso atrás, como si la magnitud de la presencia de Ryuusei lo empujara físicamente.
—Perdiste —dijo Bradley, sin filtro.
—Perdí la batalla —corrigió Ryuusei, con una calma gélida—. Pero sobreviví a la guerra. Me enfrenté al sol y no me quemé. Y aprendí cómo apagarlo.
Bradley seguía mirándolo, sus ojos muy abiertos. El cinismo, la pereza, la desgana de "chico cool"... todo eso se evaporó. Frente a él no había un reclutador aburrido. Había un superviviente de un cataclismo.
Bradley miró a su alrededor, al callejón sucio, y luego volvió a mirar la máscara.
—Aquí... en Europa, los héroes son una mierda —dijo Bradley. Su tono cambió. Ya no era defensivo; era intenso, casi furioso—. Solo les importa la fama. Los patrocinios. Son marcas corporativas con capas. Son falsos. Son lentos y predecibles. Payasos que posan mientras nada cambia realmente.
Bradley señaló la máscara con un dedo tembloroso.
—Pero tú... tú no eres así. Tú te enfrentaste al puto Aurion. Al hombre más fuerte del planeta. Y estás aquí, vivo, en un callejón de mierda en Ámsterdam. Eso... eso es real.
Se pasó una mano por el pelo revuelto, la energía cinética volviendo a su cuerpo, pero ahora canalizada. Ya no era ansiedad; era adrenalina.
—Eso no es lento. Eso no es aburrido.
Bradley miró a Brad Clayton, el gigante de tierra que permanecía en silencio, y luego volvió a Ryuusei.
—Dijiste... dijiste que necesitabas gente. ¿Para cambiar el mundo? ¿Para pelear contra ellos?
—Para equilibrar la oscuridad —respondió Ryuusei—. Para evitar que el sistema corrupto y el abismo se lo traguen todo. Para ofrecer una alternativa real.
Bradley lo miró fijamente por un segundo más, sopesando su vida actual contra la posibilidad que tenía enfrente. Lavar platos y robar momentos de intimidad ajena versus caminar al lado del hombre que desafió a un dios.
Su decisión fue instantánea. Una explosión sináptica.
—Joder. —Bradley se enderezó, su postura cambió radicalmente. La desidia desapareció, reemplazada por una tensión lista para la acción—. Está bien. Lo haré. Me uno.
Brad Clayton arqueó una ceja, sorprendido por la brusquedad del giro.
—¿En serio? ¿Así de fácil? —preguntó Brad, escéptico—. Hace un minuto eras un nihilista de diecisiete años.
—Sí —respondió Bradley. Su voz volvió a su ritmo acelerado habitual, ametrallando las palabras, pero ahora había un brillo peligroso en sus ojos—. ¿Para qué más tengo esta velocidad? ¿Para ser el mejor repartidor de Uber Eats de la historia? Los héroes de aquí son basura plástica. Pero tú... tú eres metal real.
Bradley miró la máscara del Yin y el Yang como si fuera un imán.
—Quiero ver de qué se trata tu guerra. Quiero ver si el mundo realmente tiene algo que pueda sorprenderme. Quiero ver si puedo mantenerme al día con alguien como tú.
La chispa en sus ojos ya no era la de un voyeur aburrido. Era la de un corredor que acaba de encontrar, por primera vez, una pista que no tiene límite de velocidad. El mundo, de repente, había dejado de ser una fotografía estática.
—Bienvenido al equipo, Bradley —dijo Ryuusei.
La búsqueda había terminado. El había encontrado a su primer recluta en Europa. Uno rápido, inestable, alienado, pero con el potencial de moverse entre las gotas de lluvia.
El equipo se había dividido para crecer. Aiko y Volkhov luchaban en el norte. Ryuusei y Brad conquistaban el oeste. Y ahora, con un fantasma cinético a su lado, la red comenzaba a cerrarse. El futuro ya no parecía tan lejano.
