Ficool

Chapter 1 - I (Ver. Final)

En una metrópolis corrupta y sombría, donde las luces de neón destellaban como llamas infernales en la noche perpetua, y las sombras se devoraban los callejones con un hambre insaciable, vivía un joven llamado Álex. Apenas contaba con quince años de edad, pero su rostro ya estaba marcado por las penurias y las vicisitudes que la vida le había arrojado sin piedad alguna. Su piel, que en algún momento remoto había sido suave y limpia como la de cualquier niño inocente, ahora estaba curtida por el viento frío que azotaba las calles sin descanso, y por la mugre acumulada de días sin un baño decente. Sus ojos, hundidos en cuencas oscuras y siempre vigilantes, reflejaban el peso de una infancia robada, un mundo que lo había masticado y escupido antes siquiera de darle una oportunidad real de vivir.

Álex recordaba vagamente los días en que su madre, Luisa, aún conservaba un atisbo de humanidad. Antes de que las drogas la consumieran por completo, ella solía cantarle nanas rotas en las noches cuando el dinero escaseaba y el hambre arañaba sus estómagos. Aquellos momentos eran como fragmentos de un sueño desvaído, borrosos en la niebla de la memoria: su voz temblorosa entonando melodías quebradas mientras lo acunaba en un colchón raído, el olor a tabaco rancio mezclado con el leve perfume de jabón barato que usaba para lavarse. Pero eso pertenecía a un pasado distante. Luisa se volvio en poco más que una figura fantasmal envuelta en el humo del vicio, una mujer que apenas podía distinguir la realidad de la neblina tóxica de su propia adicción. Sus días transcurrían en un ciclo interminable de delirio y vacío, consumida por sustancias que la reducían a una carcasa apenas consciente de su existencia: heroína inyectada en venas colapsadas, crack fumado en pipas improvisadas, pastillas robadas de farmacias saqueadas. Lo que fuera que pudiera conseguir en los rincones más sucios de la ciudad.

A veces hablaba con Álex, con voz pastosa y sin coherencia, apenas recordando su nombre entre balbuceos incoherentes. Otras veces ni siquiera lo miraba, como si su presensia fuera solo una sombra más entre las tantas que infestaban su pequeño y desordenado departamento. Era un cuchitril de una habitación en un edificio derruido, donde las ratas competían por las migajas y el techo goteaba agua sucia durante las tormentas. El departamento era un caos viviente: botellas vacías rodando por el suelo pegajoso, jeringuillas usadas tiradas en las esquinas, condones usados y manchas de fluidos corporales, y un olor permanente a humo rancio y orina que se pegaba a la piel como una segunda capa de mugre. Álex dormía en un colchón raído en el suelo, cubierto por una manta agujereada que apenas lo protegía del frío que se filtraba por las ventanas rotas. Cada noche, escuchaba los gemidos de su madre en la cama improvisada, perdida en sus alucinaciones: a veces riendo sola con carcajadas huecas que resonaban como ecos en una tumba, otras llorando por fantasmas que solo ella veía, y en ocasiones teniendo sexo con algún desconocido que traía a casa por unas monedas o una dosis.

Intentaba ayudarla en sus momentos de claridad infantil, trayéndole agua o limpiando sus vómitos con trapos viejos, pero sabía que era inútil. Ella era un pozo sin fondo, y él solo un niño tratando de no ahogarse junto a ella. Una noche, en particular, se grabó en su memoria como una herida abierta. Álex había regresado de mendigar en las calles, con unas pocas monedas que compraron un paquete de fideos instantáneos. Encontró a Luisa tirada en el suelo, rodeada de jeringuillas vacías, su cuerpo convulsionando en un overdose. Él la sacudió, gritando su nombre con voz quebrada, mientras le metía los dedos en la garganta para hacerla vomitar. 

—Mamá, no! ¡Despierta! —sollozaba, pero ella solo murmuraba incoherencias, sus ojos vidriosos perdidos en un vacío. 

Sobrevivió esa vez, pero Álex supo que era solo cuestión de tiempo. Aquella escena lo endureció un poco más, alimentando una rabia sorda hacia el mundo que los había abandonado.

El niño, sin embargo, no se rendía ante la oscuridad que lo rodeaba. Pensaba, con la esperanza testaruda de los que no tienen otra opción, que algún día encontraría una luz que lo guiara a través del laberinto de la desesperación. Fantaseaba con escapar: robar suficiente dinero para comprar boletos de bus y huir a otra ciudad, donde quizás pudiera empezar de nuevo, ser alguien. Pero en su ciudad, donde la ley del más fuerte reinaba sin clemencia, la luz era tan esquiva como una estrella fugaz en un cielo contaminado por el humo de las fábricas y los escapes de los autos.

La miseria era una bestia que lo devoraba poco a poco, día tras día. El hambre lo carcomía desde adentro, un dolor sordo y constante que se volvía insoportable en los días en que la comida escaseaba más de lo habitual. Aprendió a rebuscar entre la basura de los contenedores detrás de los restaurantes, escarbando entre restos podridos y envoltorios grasientos en busca de algo comible: una manzana mordida, un trozo de pan endurecido, cualquier cosa que silenciara el rugido en su vientre. Mendigaba en las esquinas con una mirada que intentaba despertar compasión, extendiendo una mano sucia y temblorosa hacia los transeúntes apresurados. Pero lo que recibía era desdén y asco: miradas de desprecio, insultos mascullados. Algunos lo pateaban para apartarlo, otros lo ignoraban como si fuera parte del mobiliario urbano.

Una tarde gris, bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia, Álex se sentó en una esquina concurrida cerca de un mercado. Observaba a la gente pasar: oficinistas con maletines, madres con carritos, pandilleros con chaquetas de cuero. Extendió su mano, murmurando un "por favor" apenas audible. Un hombre de traje lo miró con asco y escupió a sus pies. 

—Vete a trabajar, mocoso inutil —gruñó. 

Álex apretó los dientes, sintiendo una oleada de furia. En ese momento, decidió que mendigar no era suficiente; necesitaba tomar lo que el mundo no le daba.

Y cuando la desesperación le nublaba la mente y su estómago rugía con un vacío insoportable que le hacía ver estrellas, Álex se vio obligado a robar. Empezó pequeño: manzanas de los mercados callejeros, paquetes de galletas de las tiendas de conveniencia. Su primer robo real fue en una tiendita de barrio, donde el dueño estaba distraído contando monedas. Álex agarró un paquete de pan y una lata de atún, metiéndolos bajo su camiseta raída. Corrió como el viento, zigzagueando por los callejones laberínticos que conocía mejor que la palma de su mano, con el corazón latiéndole en la garganta y la adrenalina quemándole las venas. Cada robo era un riesgo, pero también una victoria efímera, un bocado que lo mantenía vivo un día más. Sin embargo, sabía que no podía durar para siempre. La ciudad era un nido de víboras, y tarde o temprano, morderían.

La muerte de Luisa llegó una noche cualquiera, sin fanfarrias ni despedidas. Álex la encontró fría en la cama, con una jeringuilla clavada en el brazo y espuma en la boca. No lloró; el dolor era demasiado profundo para lágrimas. Enterró su cuerpo en un lote baldío con la ayuda de un vecino alcohólico que cobró unas monedas por el favor. Pero la muerte no borró las deudas. Luisa había pedido prestado a la pandilla local para sus vicios, prometiendo pagar con "trabajos" que nunca cumplió. Con su partida, la deuda recayó en Álex, como una maldición heredada.

Fue un día fatídico, cuando la lluvia caía sobre la ciudad como un velo lúgubre de lágrimas ácidas que quemaban la piel expuesta, que su vida cambió para siempre. Con las ropas empapadas pegándose a su cuerpo delgado como una segunda piel fría, y los labios temblorosos por el hambre y el frío, se aventuró en un barrio donde incluso la policía evitaba entrar. Las calles allí eran un laberinto de edificios derruidos, grafitis obscenos cubriendo las paredes como heridas supurantes, y el hedor a basura quemada y orina impregnando el aire. Álex había oído historias: pandillas que controlaban bloques enteros, traficantes que ejecutaban a deudores en público para dar ejemplo, cuerpos encontrados flotando en los canales con gargantas abiertas de oreja a oreja.

Allí, en un callejón donde la luz de las farolas apenas arañaba la oscuridad, se topó con una banda. Eran una de las pandillas más grandes y peligrosas de la ciudad, vestían ropas oscuras y holgadas, sus cuerpos adornados con tatuajes de símbolos crípticos que anunciaban muerte y violencia: calaveras sonrientes, cuchillos goteando sangre. Sus ojos eran como los de los depredadores: fríos, calculadores, siempre en busca de la más mínima señal de debilidad. El líder, un tipo fornido llamado Razor, tenía una cicatriz que le cruzaba el rostro de la frente a la barbilla, como si alguien hubiera intentado partirlo en dos y fallado. Alrededor de él, media docena de matones fumaban cigarrillos empapados por la lluvia, riendo con voces roncas mientras contaban billetes sucios de un reciente atraco.

Álex, en su ingenuidad de niño que aún creía en soluciones, intentó negociar. Se acercó con las manos alzadas, la lluvia chorreando por su rostro como lágrimas no derramadas. 

—Por favor, mi madre... ella les debía, pero ya no está. No tengo nada, pero puedo trabajar para pagar —suplicó, su voz temblando pero firme.

Los hombres rieron, carcajadas graves que resonaron en la penumbra como un coro de hienas hambrientas. Razor lo tomó del cuello de la camisa y lo levantó sin esfuerzo, sus dedos como tenazas de acero apretando hasta que Álex sintió que se ahogaba.

—Tienes huevos, mocoso —dijo con un tono burlón, su aliento apestando a alcohol barato y tabaco—. Pero no valen nada si no tienes con qué pagar. Tu puta madre nos debía tres grandes, y el interés sube cada día. ¿Qué vas a hacer al respecto, eh? Tus órganos son bastante valiosos, o te podemos vender a algún pervertido.

Lo arrojó al suelo con violencia. El impacto hizo que Álex sintiera como si su espalda se partiera en dos, el barro salpicando su rostro y metiéndose en su boca. Pero no gritó. Sabía que mostrar debilidad era invitar a algo peor: patadas, puñetazos, o peor aún, que lo usaran como ejemplo vivo.

La pandilla vio en él una oportunidad. No un igual, ni siquiera un miembro, sino un engranaje más en su maquinaria de violencia. Le ofrecieron una única alternativa: trabajar para ellos o ser vendido a un burdel o ser asesinado para quitarle los órganos.

—Únete o muere, chico. Es simple —gruñó Razor, extendiendo una mano tatuada.

Así fue como Álex se convirtió en su perro callejero, en el niño de los recados, en el vigía de los callejones donde ocurrían cosas que prefería no recordar. Aprendió a no hacer preguntas, a no mirar demasiado tiempo cuando entregaban "paquetes" envueltos en plástico que goteaban sangre, o cuando arrastraban a deudores a sótanos para "conversaciones" que terminaban en gritos ahogados y huesos rotos. Corría mensajes entre escondites, vigilaba esquinas para alertar de la policía, e incluso participaba en robos menores, sus manos pequeñas ideales para meterse en ventanas estrechas.

Una de sus primeras misiones fue entregar un paquete a un contacto en un bar clandestino. El lugar olía a cerveza rancia y sudor, con luces tenues iluminando mesas llenas de tipos duros jugando cartas. Álex dejó el paquete en la barra, sintiendo ojos clavados en él. Al salir, oyó un grito ahogado desde el sótano: alguien siendo torturado. Vomitó en el callejón, pero se limpió la boca y siguió adelante. Al principio, vomitaba después de ver las palizas: un hombre con los dientes arrancados uno a uno por no pagar, una prostituta marcada con cigarrillos por traicionar. Pero con el tiempo, se endureció. La ciudad lo moldeaba, convirtiéndolo en una versión retorcida de sí mismo. 

—Sobrevive o muere —se repetía en las noches, acurrucado en su colchón, ignorando los gemidos de las putas que traían a la casa donde vivía junto a ellos.

Los años pasaron, y con ellos, Álex se volvió parte del paisaje decadente de la ciudad. Aprendió el lenguaje de la calle, el código de la supervivencia: nunca confíes, siempre observa, toma lo que puedas antes de que te lo quiten. Creyó que, de alguna manera retorcida, finalmente había encontrado un lugar donde pertenecer, donde ser alguien más que un fantasma perdido en la neblina de la indiferencia. Razor lo trataba como a un perro fiel, dándole migajas de respeto: un billete extra aquí, una palmada en la espalda allá. Pero en las entrañas del inframundo urbano, donde los corazones eran tan negros como el alquitrán que cubría las calles, la lealtad era tan frágil como una telaraña en la tormenta.

En una ocasión, durante un robo a un almacén de drogas rivales, Álex demostró su valor. Se coló por una ventana estrecha, desactivando una alarma improvisada con un cable que cortó con sus dientes. Sacó bolsas de polvo blanco, pasándolas a los matones afuera. Razor le dio una cerveza esa noche, diciendo: 

—Buen trabajo, chico. Quizás no seas tan inútil. 

Álex sonrió por primera vez en meses, sintiendo un atisbo de poder. Pero era ilusorio; en el fondo, soñaba con traicionarlos, robar su dinero y huir, alimentando un egoísmo creciente: quería ser el que manda, no el que obedece.

Los líderes de la pandilla, envueltos en sus propias adicciones y delirios de grandeza, se volvieron cada vez más violentos y caprichosos en su falso trono de sangre y cenizas. Razor, paranoico por el crack que fumaba, veía traidores en cada sombra. Álex, ahora un adolescente de quince años con mirada afilada y manos endurecidas por la vida –con callos de empuñar armas y moretones de peleas callejeras–, entendió demasiado tarde que no había salida. Soñaba con traicionarlos, pero el miedo lo retenía.

La noche en que todo se derrumbó, la luna se escondía detrás de las nubes cargadas de lluvia, y el eco de los disparos retumbaba en los callejones como el rugido de una bestia hambrienta. La pandilla se vio envuelta en una guerra territorial con un rival aún más despiadado, una banda de exmilitares que traficaban armas y drogas. Las balas zumbaban como abejas furiosas, perforando metal y carne por igual, y el acero de los cuchillos destellaba como relámpagos en la oscuridad mientras cuerpos caían en charcos de sangre que se mezclaban con el lodo.

En medio del caos y la carnicería –gritos de ¡Mátalos a todos! y el olor a pólvora quemada–, un error inocente cometido por Álex fue suficiente para sellar su destino. No fue nada grave, un simple descuido: había olvidado mencionar un rumor oído en la calle sobre un soplón de la banda enemiga infiltrado. Una palabra dicha en el momento equivocado, un paso en falso en la paranoia. Pero en un mundo donde el perdón no existía, un error era lo mismo que una sentencia de muerte.

Razor, con los ojos inyectados en sangre por la rabia y las drogas, lo señaló con el dedo tembloroso, su rostro contorsionado en una mueca de furia animal.

— ¡Traidor! ¡Tú nos vendiste, hijo de puta! ¡Sabías de ese cabrón y no dijiste nada! —rugió, su voz cortando el aire como un látigo.

Álex no tuvo tiempo de reaccionar, de explicar que había sido un olvido genuino en el caos. Sintió el primer golpe en el estómago, seco y brutal, sacándole el aire de los pulmones como si le hubieran arrancado el alma. Jadeó, doblándose, pero antes de poder recuperar el aliento, el brillo del cuchillo se reflejó en sus ojos justo antes de que el filo se hundiera en su abdomen. El metal entró con un sonido húmedo y repugnante, rasgando carne y vísceras sin piedad. El dolor fue un relámpago ardiente que le recorrió el cuerpo entero, un fuego líquido que se expandía desde la herida, haciendo que sus rodillas flaquearan.

Trató de respirar, pero solo consiguió ahogarse con su propia sangre, que brotaba caliente y espesa de la herida, empapando su camisa y goteando al suelo en un charco pegajoso. El cuchillo entró una vez más, esta vez en el costado, perforando un riñón con precisión cruel.

— ¡Muere, traidor de mierda! —gruñó Razor, torciendo la hoja para maximizar el daño, desgarrando tejidos internos como si estuviera cortando carne cruda. 

Y otra puñalada, en el pecho, rozando el pulmón y haciendo que Álex tosa sangre en un chorro rojo que salpicó el rostro de su verdugo. Cada puñalada era un latigazo de fuego, una burla cruel de la vida que nunca le mostró misericordia, un recordatorio de que en este mundo, los débiles como él eran carne de cañón.

Cayó al suelo con un impacto seco, su cuerpo rebotando débilmente contra el pavimento frío y áspero, que raspaba su piel como papel de lija. Su visión se nublaba, parpadeando entre la realidad y el abismo oscuro que lo reclamaba con garras invisibles. Un sabor metálico impregnaba su boca, denso y espeso, llenándola con la esencia misma de su propia sangre. La sentía caliente y pegajosa deslizándose por su mentón, empapando la piel pálida y sucia de su rostro, mezclándose con el polvo y la mugre de la calle como si la tierra misma intentara devorarlo vivo. Intentó mover los dedos, presionar la herida para detener el flujo, pero sus manos solo temblaban, resbaladizas por la sangre que las cubría.

El pavimento debajo de él era un lienzo de inmundicia y sangre, su propia sangre, que manaba en un flujo constante de su abdomen perforado, formando un charco que se expandía como una flor oscura y letal. El olor ferroso se mezclaba con el de la lluvia y la pólvora, un hedor nauseabundo que le revolvió el estómago agonizante. En un esfuerzo patético, su voz se quebró en un murmullo ahogado por la violencia que rugía a su alrededor:

—No... por favor... no fue a propósito... —susurró con labios agrietados, apenas articulando la súplica, una súplica que sabía que no sería escuchada. 

Razor se rio, escupiendo sobre su rostro:

—Demasiado tarde, perrito. Ahora sangra como el cerdo que eres.

Sus ojos, cargados de lágrimas que ardían como ácido en su piel herida, se alzaron con la esperanza absurda de encontrar una mirada compasiva entre los matones que lo rodeaban, pero todo lo que vio fue el reflejo de la indiferencia y la brutalidad que dominaban ese mundo. Nadie se detenía, nadie extendía una mano. Era solo un cuerpo más en las entrañas de la ciudad, otro desecho en la interminable cadena de violencia que se repetía cada noche en las sombras de los callejones olvidados. Los otros pandilleros seguían disparando, pisoteando cerca de él sin mirarlo, como si ya fuera un cadáver.

Las luces de neón parpadeaban sobre su cuerpo agonizante, tintineando con frialdad artificial, proyectando sombras distorsionadas en las paredes ruinosas cubiertas de grafitis obscenos. Cada sonido se fundía en una sinfonía caótica de disparos lejanos, gritos de dolor y el murmullo incesante de la ciudad que nunca dormía. Los pasos apresurados resonaban a lo lejos, las figuras se deslizaban entre la bruma y el humo de la noche, pero nadie se detenía, nadie reparaba en él. El acero aún estaba en su carne –Razor había dejado el cuchillo clavado en la última herida como un trofeo–, un recordatorio cruel de su fragilidad, de su absoluta insignificancia en ese infierno de concreto y sangre.

Sus párpados temblaron cuando una punzada de agonía recorrió su cuerpo, un dolor ardiente y despiadado que se extendía desde la herida abierta en su abdomen hasta cada nervio de su ser. Intentó respirar, pero el aire se le escapaba, cada bocanada se sentía más superficial, más desesperada, como si el propio mundo se burlara de su lucha inútil por aferrarse a la vida. Su pecho se hinchaba con dificultad, burbujeando sangre con cada exhalación, y sentía cómo sus órganos fallaban uno a uno: el riñón perforado enviando olas de náuseas, el pulmón herido ahogándolo desde dentro.

Las sombras parecían acercarse, estirándose como dedos esqueléticos listos para arrastrarlo al abismo. Un escalofrío reptó por su columna cuando la comprensión final lo golpeó con la fuerza de una tormenta. No había justicia. Nunca la hubo. Los débiles eran devorados, los inocentes eran aplastados sin misericordia. Sus esperanzas, sus sueños de un futuro mejor se desmoronaban en un instante, desvaneciéndose como cenizas en el viento frío.

¿Por qué? ¿Por qué él? Las preguntas se agolpaban en su mente nublada, pero las respuestas jamás llegaron. Todo lo que había hecho, todo lo que había soportado –las noches sin dormir vigilando, las manos manchadas de sangre ajena, los secretos guardados por lealtad forzada–, no importaba. Había sido un peón insignificante en un juego despiadado, una pieza prescindible en un tablero manchado de sangre y traición. Reflexionó en flashes: su deseo egoísta de poder, de ser feliz a costa de lo que fuera, de conquistar un mundo que lo había pisoteado. 

—Si tuviera otra chance... —pensó, la idea ardiendo en su mente como una llama moribunda.

Su cuerpo tembló en un último espasmo de resistencia, sus dedos arañando el pavimento en vano, dejando surcos sangrientos. Las sombras bailaban ante sus ojos como espectros burlones, riéndose de su miseria. Un susurro apenas audible escapó de sus labios temblorosos, un último pensamiento perdido en la inmensidad de la noche: 

—No quiero morir... no así... quiero más... quiero vivir, quiero ser feliz...

Pero el universo no respondió. El mundo no se detuvo. La lluvia seguía cayendo, lavando su sangre hacia las alcantarillas, como si nunca hubiera existido.

Y entonces lo vio.

Una sombra se alzó ante él, oscura y ominosa, una presencia que parecía devorar la poca luz que aún se atrevía a acariciar su cuerpo moribundo. No tenía rostro discernible, pero sus ojos eran un par de brasas ardientes en la negrura de la noche, dos esferas incandescentes que lo observaban con una intensidad que le erizó la piel incluso en su agonía. Era como si el mismo infierno hubiera enviado a un recolector de almas, un demonio salido de las pesadillas colectivas de la humanidad. Álex sintió un terror primordial, algo más allá del dolor físico, un miedo que le helaba el alma. 

—¿Qué... qué eres? —pensó, incapaz de hablar.

La criatura dio un paso adelante, y cada movimiento suyo parecía arrastrar consigo un susurro de condenación, un eco de muerte que vibraba en el aire como un lamento eterno. No hablaba, pero su sola existencia transmitía un mensaje claro y aterrador: había venido por él, para reclamar lo que quedaba de su esencia rota. Su forma se ondulaba como humo sólido, tentáculos de oscuridad extendiéndose hacia él, rozando el aire con un siseo que recordaba a serpientes en la hierba.

—No… —intentó murmurar Álex, pero su propia voz le sonó ajena, lejana, como si ya no le perteneciera, ahogada en la sangre que llenaba su garganta.

La sombra se inclinó sobre su cuerpo con una lentitud que solo incrementaba el horror, su aliento –si es que tenía– un viento gélido que olía a podredumbre y olvido. Sus garras, largas y afiladas como navajas curvadas, brillaban con un resplandor espectral bajo la tenue luz de la luna filtrada por las nubes. No era humano. No era algo que pudiera comprenderse con la lógica de un mundo racional. Era un ser salido de las pesadillas más profundas, una abominación que no pertenecía a este plano, quizás un devorador de almas atraído por el caos de la violencia y el deseo egoísta que Álex había albergado en su corazón.

Cuando la garra rozó su piel, el frío fue absoluto. No se parecía a nada que hubiera sentido antes: no el frío de la noche o el de la muerte acercándose, sino un vacío que calaba hasta los huesos, que robaba algo más que su calor. Le arrancaba su esencia misma, su ser, su existencia, succionando recuerdos y emociones como un vampiro etéreo. Álex sintió cómo su vida se desvanecía no solo por las heridas, sino por esta fuerza sobrenatural que lo desintegraba desde dentro. Fragmentos de su vida pasada destellaron: el rostro demacrado de Luisa, el sabor de su primer robo, la adrenalina de la pandilla, su anhelo de poder y felicidad a cualquier precio.

Quiso gritar, pero su garganta estaba rota, solo un gorgoteo sangriento escapó. Quiso correr, pero sus piernas ya no le respondían, paralizadas por el terror y la debilidad.

La sombra lo tomó con facilidad, como si su cuerpo no pesara más que una pluma, con la indiferencia de un titiritero que recoge una marioneta rota. Los dedos de aquella entidad –largos, huesudos y antinaturalmente fríos, con uñas como garras de obsidiana– se cerraron alrededor de su torso, apretando con una fuerza que no correspondía a su apariencia etérea. No hubo resistencia posible. No hubo oportunidad de lucha. Lo levantó del suelo con la misma facilidad con la que un dios separaría la luz de la oscuridad, y en ese instante, el mundo dejó de tener sentido para Álex.

La realidad misma se estremeció. Las luces parpadearon y se distorsionaron como si fueran reflejos en un lago agitado por una tormenta. Las sombras se alargaron y se retorcieron, proyectando formas irreconocibles sobre los muros sucios del callejón: caras gritando en silencio, manos extendidas en súplica eterna. El aire se espesó, se volvió opresivo, cargado con el hedor de algo antiguo, algo podrido, como tumbas abiertas y carne descompuesta. Y entonces, la risa resonó en el aire. Cruel. Burlona. Despiadada. Un eco retumbante que parecía surgir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, como si el mismo universo se riera de su insignificancia, de sus ambiciones truncadas, de su egoísmo no realizado.

La caída comenzó sin previo aviso. El suelo se desmoronó bajo sus pies –o quizás nunca hubo suelo para empezar, solo una ilusión rota. Su cuerpo fue arrastrado por la nada, sumergiéndose en un vacío insondable que lo succionaba como un remolino cósmico. No había viento, no había sonido más allá del latido errático de su propio corazón, que se ralentizaba con cada segundo. Su estómago se contrajo en un pánico primitivo mientras descendía a una velocidad imposible, girando en espirales nauseabundas. No podía gritar. No podía moverse. Solo podía sentir cómo la oscuridad se aferraba a él, envolviéndolo como un manto de sombras líquidas que se filtraban en su piel, en sus huesos, en su misma esencia, disolviéndolo átomo por átomo.

El abismo lo devoraba. Era como caer en el ojo de una tormenta interminable, donde no existía tiempo ni espacio, solo la agonizante certeza de que nunca alcanzaría un fondo. Pensamientos fragmentados lo asaltaban: recuerdos de su madre inyectándose en el brazo, de su primer robo exitoso que le dio un atisbo de poder, de su deseo egoísta de algún día ser feliz, libre, tener algo suyo. 

—Si tuviera otra oportunidad... sería diferente. Sería fuerte, tomaría lo que quiero sin piedad —pensó, la rabia mezclándose con el arrepentimiento. 

Pero el vacío respondía con silencio, amplificando sus emociones hasta que dolían como heridas frescas.

Y, sin embargo, cuando pensó que no podía hundirse más en aquella nada, cuando creyó que se perdería para siempre en el vacío eterno, algo cambió. Una chispa. Un fulgor ínfimo, insignificante en comparación con la inmensidad de la sombra que lo rodeaba. Fue un parpadeo fugaz, un destello efímero de algo que no debería estar allí: una luz cálida, casi invitadora, como un faro en la tormenta. Pero bastó para que la oscuridad vacilara por una fracción de segundo. El calor recorrió su cuerpo como una ola ardiente, desplazando el frío que se había incrustado en su carne. Y con ese calor llegó el dolor. No un dolor físico como las puñaladas, sino algo más profundo, algo que lo hizo retorcerse en su propia mente. Era la sensación de ser despojado de sí mismo, desgarrado en pedazos minúsculos y reconstruido con algo que no era suyo, como si su alma fuera remodelada por manos invisibles.

Su cuerpo se contorsionó en la caída, doblándose en formas imposibles que desafiaban la anatomía humana. Sus huesos crujieron y se alargaron, su piel ardió como si estuviera siendo consumida por llamas invisibles que lamían cada centímetro. Su carne palpitó, se expandió, se contrajo, como si una fuerza desconocida estuviera reescribiéndolo desde dentro, borrando al Álex callejero y forjando algo nuevo, algo con potencial para la grandeza egoísta que siempre había anhelado. Gritó, pero su voz se perdió en la inmensidad de la oscuridad, un eco que se disipaba en el vacío. No podía ver, no podía escuchar, no podía comprender lo que estaba ocurriendo, solo podía sentir la transformación desgarradora que le estaba siendo impuesta, un renacimiento forzado que prometía poder pero exigía sufrimiento. Visiones fugaces lo asaltaron: reinos antiguos, batallas sangrientas, un lobo rugiendo bajo una luna roja –imágenes que no eran suyas, pero que se incrustaban en su mente como promesas de lo que vendría.

Entonces, el abismo se rasgó como un velo rasgado por garras divinas. La luz explotó ante él. No una luz reconfortante y celestial, sino algo brutal, cegador, como el nacimiento de una estrella en explosión. Una presión lo envolvió por un instante, como si el mismo universo lo expulsara de su vacío con una furia indescriptible, vomitándolo hacia una nueva realidad. Su cuerpo se precipitó hacia esa luminiscencia sin poder resistirse, arrastrado por una fuerza más allá de su control, girando en un torbellino de sensaciones: calor asfixiante, frío punzante, voces lejanas murmurando en lenguajes desconocidos.

Y cuando finalmente emergió de las fauces de la oscuridad, la primera bocanada de aire que llenó sus pulmones fue una bocanada de vida. De vida nueva. Un frío diferente le envolvió, ya no el vacío del abismo, sino la crudeza de un mundo real, tangible, con olores a sudor, sangre y algo floral, reconfortante. Su piel temblorosa rozó algo suave, una superficie mullida y cálida que lo acogió con un alivio que no comprendía del todo. Sintió manos. Manos humanas, grandes y gentiles comparadas con su nuevo cuerpo diminuto. Manos que lo sostenían con cuidado, como si fuera algo frágil, algo que pudiera romperse con el más leve descuido. Su visión era borrosa, sus párpados pesaban como si llevaran siglos cerrados, y sin embargo, pudo distinguir siluetas, sombras vagamente humanoides que se inclinaban sobre él, murmurando en tonos suaves.

Intentó gritar, pero solo un débil gemido escapó de sus labios, un llanto instintivo de recién nacido que resonó en la habitación. El miedo se aferró a su pecho como garras invisibles. Se sacudió, su cuerpo actuando por puro instinto, tratando de apartarse de esas manos desconocidas, pero no tenía fuerza. Su propia carne le traicionaba, su cuerpo entero se sentía torpe, extraño: pequeño, indefenso, pero con una mente afilada que gritaba en silencio. 

"¿Qué carajos es esto? ¡Suéltenme!" pensó Álex –o lo que quedaba de él–, su conciencia de su yo de quince años que acababa de morir chocando contra la fragilidad infantil. 

El pánico lo invadió: ¿dónde estaba? ¿Por qué se sentía tan débil? Pero debajo del terror, una chispa de curiosidad egoísta brotó: esta podría ser su segunda oportunidad, un nuevo comienzo para conquistar lo que siempre deseó.

Una voz. Una voz de mujer, suave pero firme, lo envolvió como un manto de terciopelo, cortando el pánico con su calidez.

—Es hermoso, mi lady. Un niño fuerte y sano —dijo la voz, con un tono de admiración genuina.

No entendía las palabras al principio –sonaban en un idioma antiguo, casi medieval, pero su mente se adaptaba rápido, como si el renacimiento le hubiera dado un don para absorber–, pero su tono le transmitió algo que no había sentido desde que había sido arrastrado por la oscuridad: calidez. Entonces, sintió que lo envolvían con algo tibio y reconfortante. Un paño, una manta quizás, algo que lo protegía de la crudeza del aire fresco de la noche.

—Quiero verlo —dijo otra voz, más suave, más débil, pero impregnada de una emoción palpable, un agotamiento teñido de alegría pura. Era la voz de una mujer que acababa de dar a luz, ronca por el esfuerzo, pero llena de un amor instintivo—. Déjenme sostenerlo, por favor.

Había algo en esa voz que hizo que su cuerpo se relajara, como si una parte de él reconociera su dueño incluso en medio de la confusión y el miedo. Sintió movimiento. Lo alzaron con cuidado a los brazos que lo esperaban. Y entonces, cuando finalmente abrió los ojos lo suficiente para vislumbrar la figura que lo sostenía, vio a una mujer extremadamente hermosa, con ojos azules cálidos y llenos de lágrimas, y una cascada de cabello negro que se pegaba a su piel pálida y suave. Su mente, aún embotada por la transición entre la nada y la existencia, se aferró a un solo pensamiento: Había renacido. En un mundo nuevo, con una nueva vida.

—Bienvenido a nuestra familia, mi querido Iván. Iván Erenford... me gusta cómo suena —susurró la mujer, su voz quebrándose de emoción—. Perdón, sé que solo somos tú y yo por ahora, pero estoy tan feliz de tenerte, mi precioso bebé. Soy tu mami, me llamo Alba.

La voz de la mujer era un susurro suave y melódico, como el murmullo de un arroyo en una tarde tranquila, cargado de un amor que Álex –ahora Iván– nunca había conocido, tanto que lo hizo querer llorar; nunca nadie le había hablado así en su vida. Cada palabra escapaba de sus labios con una ternura insondable, acariciando el aire con dulzura, envolviendo la habitación en una sensación de calidez reconfortante que contrastaba con la frialdad de su vida pasada. Sus manos, temblorosas pero firmes, lo sostenían con un cuidado absoluto, como si temiera que una fuerza invisible intentara arrebatarle a la criatura que acunaba contra su pecho. Sus dedos, largos y delicados, rozaban con devoción la piel pálida y tersa del recién nacido, grabando en su mente y en su corazón cada mínimo detalle de su existencia: el mechón de cabello oscuro pegado a la frente, las manitas cerradas en puños diminutos, el latido rápido de un corazón nuevo.

El niño, apenas consciente del mundo que lo rodeaba, intentó mantener su conciencia, sintió el calor de aquel abrazo, el ritmo apacible de un corazón que latía solo para él. Su diminuto cuerpo, envuelto en mantas de algodón bordadas con hilos dorados que hablaban de nobleza –escudos heráldicos con lobos–, parecía una pequeña llama titilante en medio de la inmensidad de la noche. Su respiración era leve, su piel suave como el pétalo de una flor recién florecida.

La luz de las velas parpadeaba en la habitación, proyectando sombras danzantes sobre las cortinas de gasa que ondeaban levemente, agitadas por una brisa nocturna cargada con la fragancia embriagadora de rosas y lavanda, el perfume de la mujer que lo sostenía.

—Eres hermoso —susurró, inclinándose para dejar un beso delicado sobre la frente del bebé, un roce de labios tan suave como el aliento de un ángel, impregnado de un aroma a jazmín que calmaba el alma turbulenta de Álex –o Iván, como la mujer lo acababa de llamar; no lo sabía con certeza, pero el nombre resonaba en su mente como una promesa de identidad nueva.

El niño gimió levemente, con un sonido casi imperceptible, y la mujer rió suavemente, como si aquel eco fuera la señal que había estado esperando. Sus ojos brillaban con un amor inconmensurable mientras lo sostenía con más fuerza, protegiéndolo del mundo, del frío, de cualquier amenaza que pudiera acechar más allá de la seguridad de aquellas paredes.

El crujido de la madera interrumpió el momento. Una mujer mayor, vestida con un delantal blanco manchado de sangre y fluidos del parto, avanzó con cautela hacia la cama. Sus arrugas contaban historias de incontables nacimientos, de vidas traídas al mundo con esfuerzo y dolor en castillos y chozas por igual. Observó a la madre con una mezcla de respeto y cariño antes de inclinar la cabeza en señal de reverencia, sus manos callosas aún temblando por la intensidad del parto.

—Su gracia, debe descansar —murmuró la mujer con voz firme pero afectuosa, su acento campesino contrastando con la nobleza de la habitación—. El parto ha sido difícil; perdió mucha sangre, y el niño... bueno, es sano, pero necesita ser envuelto y descansar. Ambos lo necesitan.

La mujer, Alba, asintió lentamente, aunque su mirada no se apartó ni por un instante del rostro del niño. Acarició la mejilla del bebé con la yema de los dedos, como si intentara memorizar cada curva, cada pequeño detalle de su existencia.

—Claro, solo... solo quiero verlo un poco más —susurró con un tono suplicante, su voz quebrándose ligeramente por el agotamiento.

La partera dudó por un momento, pero finalmente cedió, dedicándole una sonrisa comprensiva antes de volverse hacia las demás mujeres que esperaban en silencio al otro lado de la habitación. Algunas de ellas, vestidas con sencillos ropajes de lino gris, mantenían la cabeza gacha, como si el solo hecho de presenciar aquel momento fuera un privilegio que no se atrevían a reclamar. Eran sirvientas leales, testigos mudos de glorias pasadas y caídas recientes.

—Asegúrense de que primero se dé un buen baño y se le vista con ropa limpia —ordenó la partera, y con un gesto de su mano, las doncellas se apresuraron a cumplir su tarea, moviéndose con eficiencia silenciosa.

El niño fue retirado con cuidado de los brazos de su madre, y aunque ella dudó en soltarlo, finalmente lo dejó ir con un suspiro entrecortado, sus dedos rozando una última vez la manta. Los pasos apresurados de las mujeres resonaron en la piedra fría del suelo mientras se llevaban al recién nacido hacia una mesa de madera donde aguardaba un pequeño balde de agua tibia, calentada en el fuego de la chimenea que crepitaba con leños aromáticos.

El agua, clara y cristalina, reflejaba el titilar de las velas como si contuviera estrellas atrapadas en su superficie, un contraste mágico con la oscuridad de su vida anterior. Con movimientos medidos y precisos, las doncellas despojaron al niño de su manta y lo sumergieron con extrema delicadeza en el líquido templado. El contacto con el agua lo hizo estremecerse levemente, pero no lloró. Simplemente abrió los ojos, grandes y profundos, observando el mundo con una intensidad desconcertante para un recién nacido, como si evaluara ya sus oportunidades, sus debilidades. En su mente, Álex –Iván– absorbía todo: los rostros de las mujeres, el emblema del lobo en las telas, el aire cargado de hierbas medicinales. 

—Mírenlo —susurró una de las doncellas con un deje de asombro, su voz baja para no perturbar—. Es tan… diferente. Esos ojos... parecen saberlo todo.

Las demás asintieron en silencio, intercambiando miradas nerviosas. Había algo en él, algo indescriptible, algo que las palabras no podían captar del todo. No era solo su belleza, que ya de por sí era extraordinaria para un recién nacido: rasgos finos, casi aristocráticos, con un atisbo de inteligencia que no pertenecía a un infante. Era la forma en que sus ojos los observaban, como si entendieran más de lo que deberían, como si tras aquel pequeño y frágil cuerpo se ocultara algo insondable, un genio dormido listo para despertar y conquistar.

—Rápido, vistámoslo antes de que tome frío —dijo otra de las mujeres, rompiendo el hechizo momentáneo que las había atrapado, su voz práctica pero teñida de reverencia.

Con manos hábiles, secaron su piel con paños suaves y envolvieron su diminuto cuerpo en telas bordadas con hilos de oro y plata, ropajes dignos de un heredero noble: un trajecito minúsculo con el emblema de los Erenford, un lobo dorado sobre fondo negro con detalles escarlatas. Lo alzaron con cuidado, y una vez que estuvo listo, lo llevaron de vuelta a los brazos de su madre, quien lo recibió con la misma devoción con la que un peregrino recibiría la bendición de un dios, sus ojos llenos de promesas no dichas.

El niño respiró hondo y se acurrucó contra su pecho, sintiendo el latido constante de su corazón. La mujer cerró los ojos y apoyó la mejilla contra la cabeza de su hijo, permitiéndose por fin un momento de paz en medio de la tormenta de su vida noble pero precaria. Fuera de la habitación, en los pasillos del castillo el viento aullaba como un presagio.

El mundo podía esperar. Por ahora, solo existían ellos dos.

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