El sol del mediodía abrasaba la llanura de Karveth con un resplandor implacable, tiñendo el horizonte de un oro incandescente que hacía parpadear incluso a los ojos más curtidos. La tierra, seca y agrietada tras semanas sin lluvia, temblaba con cada paso de la colosal marcha que avanzaba hacia su destino, un rumor sordo que resonaba como el latido de un gigante despertando de un sueño milenario.
Ya habían pasado diez días desde que la duquesa Alba pronunció su juramento de venganza en la sala del trono, un juramento sellado no con palabras, sino con la sangre de los traidores que ahora se alzaban, empalados, en las afueras de la ciudad de Vardenholme. Sus cuerpos, dispuestos en hileras interminables a lo largo del camino principal, formaban una muralla grotesca de carne putrefacta y hueso expuesto, una advertencia silenciosa que gritaba a cualquiera que osara desafiar el dominio de la Casa Erenford. Los estandartes de la casa, con el lobo dorado sobre un fondo negro, ondeaban en lo alto, sus colmillos carmesíes brillando bajo el sol como si aún estuvieran húmedos de sangre fresca.
El hedor a podredumbre impregnaba el aire, un miasma denso que se mezclaba con la brisa cálida y cargaba cada inspiración con un recordatorio de la muerte. Cuervos y buitres revoloteaban entre los cadáveres, sus graznidos ásperos acompañados por el zumbido incesante de las moscas, una sinfonía macabra que apenas era ahogada por el retumbar distante de los tambores de guerra. Algunos carroñeros, más audaces, desgarraban jirones de carne reseca, mientras otros, criaturas nocturnas que raramente se aventuraban bajo el sol, emergían de las sombras de los matorrales, atraídas por el festín. Un lobo solitario, con el pelaje grisáceo manchado de polvo, observaba desde la distancia, sus ojos brillando con un hambre que no era solo física.
El sonido de los cuernos de batalla rasgó el aire como un rugido ancestral, un lamento grave que parecía surgir de las entrañas mismas de Aeloria. Era la señal de la llegada del verdadero terror, un anuncio que helaba la sangre y hacía temblar la tierra. Tres legiones de hierro, cada una compuesta por 398,000 legionarios, avanzaban con una precisión sobrehumana, sus pasos resonando en perfecta sincronía sobre el suelo endurecido. El ejército era una masa impenetrable de acero y disciplina, una marea de escudos relucientes y armas astadas tan afiladas que destellaban bajo el sol como un océano de cuchillas. Las armaduras reflejaban la luz en destellos cegadores, mientras los yelmos grabados ocultaban rostros endurecidos por años de guerra. Cada legionario llevaba el emblema del lobo dorado en el pecho, un recordatorio de su juramento inquebrantable a la Casa Erenford.
En el corazón del ejército, montado sobre un corcel de guerra de pelaje negro como la medianoche, cabalgaba la figura que encarnaba el horror y la gloria de Zusian: el general Thornflic Bladewing. Su armadura era una obra maestra, una amalgama de acero ennegrecido y rubíes incrustados que formaban siluetas de lobos carmesíes rugiendo en su peto. Las placas, desgastadas por incontables batallas, parecían absorber la luz en lugar de reflejarla, y las cicatrices en el metal contaban historias de enemigos destrozados y ciudades reducidas a cenizas. Su larga melena negra ondeaba al viento como una bandera de fatalidad, y sus ojos, ardientes como brasas en un rostro curtido por el sol y la sangre, perforaban a cualquiera que osara cruzarse con su mirada. Thornflic no era solo un hombre; era una fuerza de la naturaleza, un huracán de violencia contenida que solo esperaba la orden para desatarse.
Tras él, quinientos Desolladores Carmesíes, su guardia personal, avanzaban como un ejército de espectros surgidos de las pesadillas de los dioses. Montaban corceles de guerra enormes, sus bardas metálicas decoradas con runas grabadas a fuego y calaveras de enemigos vencidos, cada una un trofeo de masacres pasadas. Sus armaduras, forjadas con placas negras y ribetes carmesíes que parecían sangrar bajo el sol, eran un espectáculo aterrador, diseñadas no solo para proteger, sino para intimidar. Los yelmos, sin aberturas visibles, daban la impresión de que no había humanidad en su interior, solo entidades de muerte atrapadas en una carcasa de acero. Sus hachas, con filos dentados como sierras, estaban teñidas de escarlata, como si la sangre de sus víctimas nunca se secara por completo. Cada paso de sus monturas resonaba con un peso que hacía temblar el suelo, y su presencia convertía el aire en algo denso, casi irrespirable.
Desde una plataforma elevada en la llanura de Karveth, afueras de la capital, un terreno sagrado donde las legiones de Zusian se reunían antes de desatar el caos, Iván contemplaba la llegada de las fuerzas con una mezcla de fascinación y ansiedad que le apretaba el pecho. Frente a este espectáculo de poder militar, sentía una mezcla de admiración por la disciplina y un escalofrío ante la magnitud de la destrucción que estaba por desatarse. A su lado, su madre, la duquesa Alba, permanecía firme, su porte el de una soberana indiscutible, una reina de acero envuelta en seda. Vestía un atuendo azul profundo con bordados dorados que serpenteaban como ríos de oro líquido, la tela ceñida a su figura con una gracia implacable que no necesitaba joyas ostentosas para proclamar su autoridad. Su rostro, pálido y afilado, estaba sereno, pero sus ojos zafiros destellaban con una determinación que hacía que incluso los generales más curtidos bajaran la mirada.
A su alrededor, la Legión de las Sombras esperaba en un silencio sepulcral, sus figuras inmóviles como estatuas de obsidiana. Sus caballos, entrenados para soportar el caos de la batalla, permanecían quietos, solo el leve movimiento de sus colas traicionando su energía contenida. Los jinetes, envueltos en capas negras que absorbían la luz, parecían más sombras que hombres, sus rostros ocultos tras visores oscuros que no revelaban nada. Eran la guardia más letal del ducado, asesinos de élite cuya mera mención hacía temblar a conspiradores y enemigos por igual. Cada uno de ellos había jurado su vida a la Casa Erenford, y su lealtad era tan inquebrantable como el acero de sus alabardas, que descansaban en sus manos con una calma engañosa.
El suelo tembló con más fuerza cuando Thornflic Bladewing llegó al punto de reunión, su corcel relinchando con un resoplido grave que expelía vapor por las fosas nasales, como si la bestia misma estuviera ansiosa por la sangre. Un leve tirón de las riendas bastó para que el animal se detuviera, demostrando el control absoluto que su jinete ejercía, no solo sobre su montura, sino sobre el campo entero. Thornflic desmontó con un movimiento fluido, sus botas de acero golpeando la tierra con un sonido que resonó como un martillo en un yunque. Cada paso suyo era una declaración de poder, una advertencia de que la muerte caminaba entre los vivos.
Los Desolladores Carmesíes se detuvieron tras él, formando un semicírculo perfecto, sus hachas descansando sobre los hombros como trofeos de batallas pasadas. El aire se volvió pesado con su presencia, una tensión que apretaba el pecho como una cuerda de arco a punto de romperse. Incluso los legionarios de las Sombras, entrenados para no mostrar emoción, parecían más rígidos, sus manos apretando las empuñaduras de sus armas con una cautela instintiva. Thornflic avanzó hacia la plataforma elevada donde lo esperaban la duquesa y su hijo, su armadura resonando con un sonido metálico que parecía un himno fúnebre. Las inscripciones de rubíes en su peto brillaban como sangre fresca, y las cicatrices en su rostro —una red de cortes antiguos que narraban historias de violentas batallas— parecían más profundas bajo la luz implacable del sol.
Iván, desde su posición en la plataforma, no podía apartar los ojos del general. Había oído los rumores, los susurros en los pasillos del castillo sobre "La Espada del Verdugo", "El Carnicero de Zarev" y, el más temido, "El Genocida de los Thaekarnos". Pero verlo en persona era otra cosa. Había algo inhumano en su presencia, como si la guerra misma hubiera tomado forma humana y caminara entre ellos. Sus ojos se encontraron por un instante, y aunque Iván sabía que era solo un niño a los ojos del mundo, sintió que Thornflic lo veía no como un heredero vulnerable, sino como algo más: un futuro señor de la guerra, un lobo joven que aún debía afilar sus colmillos.
Thornflic se detuvo frente a la duquesa Alba e Iván, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto. No era un hombre dado a reverencias exageradas, y no necesitaba serlo; su lealtad era un hecho forjado en sangre, no en gestos vacíos. Su capa oscura se agitó con la brisa, revelando el forro carmesí que parecía sangrar bajo el sol.
—Su Gracia… mi lord —dijo, su voz grave como el rugido de un volcán dormido, cada palabra cargada con una certeza que no admitía dudas—. Vine tan pronto como fui llamado. Juro por la sangre que he derramado y la que aún derramaré que esta ofensa no quedará sin castigo. Cada traidor, cada enemigo que haya osado alzarse contra la Casa Erenford pagará con su carne, su sangre y su última exhalación. Rivenrock será un cementerio antes de que el sol se ponga en su último día.
Sus palabras eran un juramento forjado en hierro y fuego, una sentencia que ya se había dictado en su mente. No había clemencia en su tono, ni un atisbo de duda. Para Thornflic, la guerra no era solo una batalla de ejércitos; era un ajuste de cuentas, una danza de muerte en la que él era el verdugo supremo, y cada enemigo, un sacrificio a los dioses Notrofh.
La duquesa Alba, majestuosa en su vestido azul y dorado, asintió con la solemnidad de quien pronuncia una ejecución. Sus ojos, fríos y calculadores, brillaban con una satisfacción contenida, como si ya pudiera visualizar las llamas consumiendo las fortalezas de Rivenrock.
—Se lo agradezco, general —respondió, su voz suave pero firme, como el filo de una daga envainada que espera el momento de cortar—. Su determinación es un faro en estos tiempos oscuros. La traición ha manchado nuestro hogar, pero no permitiremos que sus perpetradores vivan para regodearse en su osadía. Póngase a mi lado y al de mi hijo. Hoy, el destino de esos malnacidos se sella con nuestras palabras… y mañana, con nuestras espadas.
Thornflic asintió con gravedad, su rostro marcado por la determinación de un hombre que había vivido más batallas de las que podía contar. Ascendió los escalones de la plataforma, sus botas resonando contra la madera con un peso que parecía hacer temblar la tierra misma. Los Desolladores Carmesíes lo siguieron, manteniendo su formación impecable, sus armaduras proyectando sombras que parecían devorar la luz. Los legionarios de las Sombras, aunque leales hasta la muerte, observaban a los Desolladores con una cautela instintiva, como si reconocieran en ellos una amenaza que no podían ignorar. La tensión entre ambos grupos era palpable, un choque silencioso de poderes letales, pero no había hostilidad abierta; solo el reconocimiento mutuo de su capacidad para destruir.
En la llamura donde los ejercitos se formaban era un hervidero de actividad contenida. Más allá de la plataforma, los soldados preparaban sus armas, revisando el filo de sus armas, revisando las cuerdas de los arcos y ajustando las correas de las armaduras. Los herreros improvisados, instalados en carpas a lo largo del perímetro, golpeaban el acero con martillos, el clangor resonando como un himno a la guerra. Los caballos relinchaban inquietos, pateando el suelo polvoriento, mientras los oficiales gritaban órdenes en la distancia, los estandartes de las legiones ondeaban al lobo dorado.
A su lado, Elara, Mira y Amelia permanecían en silencio, sus rostros parcialmente ocultos bajo capas ligeras que las protegían del sol abrasador. Desde el incidente en el castillo, las tres niñeras habían sido ascendidas a damas de la corte, pero su devoción a Iván no había cambiado. Elara, con su cabello rojo trenzado y sus ojos verdes alerta, observaba el ejército con una mezcla de orgullo y preocupación, su mano descansando instintivamente cerca de él. Mira, de mirada suave pero penetrante, parecía perdida en sus pensamientos. Amelia mantenía una postura rígida, sus ojos siguiendo cada movimiento de Thornflic como si intentara descifrar si era un aliado o una amenaza. Iván las miró de reojo, sintiendo un calor en el pecho de gratitud.
La duquesa Alba dio un paso al frente, su figura recortada contra el cielo como una estatua de mármol negro. Con un movimiento de su mano, una sutil corriente de magia amplificó su voz, haciendo que resonara como un trueno sobre los hombres reunidos, alcanzando hasta el último soldado en las filas más lejanas.
—¡Soldados de las Legiones de Hierro! —declaró, su tono cortante como una guadaña, cargado con una autoridad que hacía temblar el aire—. Hoy nos reunimos en medio de la furia y el deseo de venganza. El vizcondado de Rivenrock, esa plaga miserable, ha osado levantar su mano contra nuestro ducado. Han intentado asesinar a mi hijo, Iván, el heredero de Zusian, el futuro de nuestra casa. Han profanado nuestro hogar, han escupido sobre el legado de Kenneth el Lobo Sangriento, mi amado esposo, nuestro valeroso duque, que cayó hace seis años defendiendo estas tierras con cada gota de su sangre.
Su voz se quebró por un instante, no por debilidad, sino por un rencor tan profundo que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Los soldados, miles de rostros endurecidos por la guerra, escuchaban con los puños apretados, sus ojos brillando con un odio que alimentaba el fuego de sus corazones.
—¡Y ahora esos bastardos de Rivenrock creen que pueden desafiar nuestra autoridad! —continuó, su voz elevándose como una marea—. ¿Piensan que pueden atacar a nuestra familia y salir impunes? ¡No habrá perdón para los que osan desafiar a los Erenford! ¡Ni hoy, ni nunca!
Un murmullo de rabia recorrió las filas, un rugido contenido que crecía como el trueno antes de una tormenta. Los soldados golpeaban sus escudos con los pomos de sus espadas, un ritmo que resonaba como los latidos de un corazón colectivo, unificado por la sed de sangre. Alba alzó una mano, silenciando el clamor con un solo gesto, y su voz se volvió más afilada, más letal.
—¡Soldados, dejen que la ira los guíe! Que el fuego de la venganza arda en sus venas y los impulse a la batalla con una furia incontenible. No luchamos por conquista ni por gloria vana. Luchamos por venganza. Luchamos porque han osado manchar nuestro honor, y pagarán con sus vidas, sus tierras y su memoria. Quiero que cada paso que den sea una afrenta contra Rivenrock. Quiero que sus campos se empapen de sangre, que sus fortalezas se derrumben, que sus ciudades sean pasto de las llamas. Que sus gentes lloren hasta que los dioses los abandonen. ¡No dejen piedra sobre piedra, ni vida que no haya implorado su propia muerte!
El silencio que siguió fue absoluto, un vacío que parecía contener el aliento de la tierra misma. Luego, como si la furia contenida se liberara, las legiones rugieron al unísono, un grito visceral que desgarró el cielo:
—¡SANGRE POR SANGRE!
El estruendo era ensordecedor, una ola de ira pura que golpeó el suelo como un terremoto. Los escudos chocaban, las espadas se alzaban al cielo, y los ojos de los soldados brillaban con una promesa de masacre. Los Desolladores Carmesíes, impasibles, observaban desde sus monturas, sus hachas listas para beber sangre. La Legión de las Sombras, aunque silenciosa, compartía la misma furia, sus manos apretando las alabardas con una intensidad que prometía muerte.
Alba levantó su puño al cielo, su figura recortada contra el sol como una diosa de la guerra.
—¡Por los Erenford! ¡Por la venganza! ¡Sangre por sangre!
El rugido de respuesta fue un cataclismo, un eco que resonó en las colinas circundantes y asustó a las aves, que alzaron el vuelo en una nube de plumas negras.
—¡POR LOS ERENFORD! ¡POR LA VENGANZA! ¡SANGRE POR SANGRE!
El general Thornflic, en el centro de la formación, alzó su hacha dentada.
—Por los Erenford. Por el Ducado de Zusian. Por la venganza —declaró, su voz un trueno que encendió aún más el frenesí de las tropas.
Los soldados respondieron con un clamor que hizo temblar la tierra, sus gritos resonando como una maldición. Thornflic giró su caballo, su armadura crujiendo, y señaló hacia el horizonte, donde las tierras de Rivenrock aguardaban, ignorantes de la tormenta que se aproximaba.
—Hijos de Zusian, hoy marchamos hacia el enemigo. No buscamos gloria ni compasión. Nuestra misión es simple: arrancar la vida de todo aquel que ose desafiar nuestro dominio. Sus campos serán cenizas, sus fortalezas polvo y sus cuerpos alimento para los cuervos. ¡A Rivenrock!
Las tropas se pusieron en marcha con un estruendo de pasos sincronizados, el suelo temblando bajo el peso de miles de botas. Los estandartes del lobo dorado ondeaban en la brisa, sus colmillos carmesíes brillando como un presagio de sangre. Los tambores de guerra marcaban el ritmo, cada golpe una sentencia, cada compás un juramento de destrucción. Los herreros cesaron su trabajo, los oficiales gritaron órdenes finales, y los caballos galoparon al frente, levantando nubes de polvo que oscurecían el sol.
Iván, desde la plataforma, observaba el espectáculo con asombro. La guerra era un arte, una danza de poder que lo atraía como una polilla a la llama. Pero también sentía un peso en el pecho, una pregunta que no podía ignorar: ¿qué significaba ser un Erenford en un mundo donde la venganza era la moneda más valiosa? Su madre, a su lado, le dirigió una mirada que no era de consuelo, sino de expectativa.
—Aprende, Iván —susurró, su voz apenas audible sobre el rugido del ejército—. Esto es lo que significa nuestro nombre. Esto es lo que significa el poder.
El viento arrastró el último rugido de las legiones mientras se perdían en la distancia, una marea de acero y furia que avanzaba hacia Rivenrock. La tormenta había comenzado, y no habría piedad para los que esperaban al otro lado del horizonte.