Ficool

Chapter 4 - IV (Ver. Final)

El primer rayo del alba se filtraba a través de los ventanales empañados del castillo, proyectando largos haces de luz dorada que cortaban la penumbra como cuchillas etéreas. La habitación, envuelta en una quietud casi opresiva, aún conservaba el eco sutil de la noche anterior: un leve aroma a humo y hierro que se adhería a las cortinas de terciopelo carmesí, recordatorios invisibles de la carnicería que había teñido los pasillos.

Iván abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la tenue claridad que se deslizaba sobre su rostro. Durante un instante fugaz, la calidez de los brazos de su madre alrededor de su pequeño cuerpo le hizo olvidar los horrores que habían irrumpido en su mundo. Su pecho subía y bajaba con una respiración tranquila, ajena a la tormenta de pensamientos que se arremolinaban en la mente de su hijo, un torbellino de imágenes sangrientas y gritos ahogados que se repetían como un ciclo interminable.

El niño permaneció inmóvil, hundiendo el rostro en la suavidad del cuello de su madre, aspirando su aroma familiar —una mezcla sutil de lavanda marchita—. Buscaba consuelo en aquella cercanía que lo hacía sentir a salvo, un refugio temporal en un mundo que acababa de revelar su verdadero rostro cruel. Pero incluso en aquel momento de aparente tranquilidad, una sombra persistía en su interior, como una grieta en un muro que amenaza con derrumbarse.

—No te preocupes, mi querido Iván —susurró la mujer con dulzura, su voz acariciando el aire como una melodía suave y quebradiza, teñida de un agotamiento que no podía disimular por completo. Sus dedos largos y finos se deslizaron por el cabello del niño, peinando cada mechón con ternura, como si con aquel gesto pudiera borrar las cicatrices invisibles que la noche anterior había dejado en su alma, en la de ambos. Cada caricia era un intento desesperado de reconstruir la inocencia perdida, de tejer un escudo contra el mundo que acababa de mostrar sus fauces.

El niño cerró los ojos, dejándose arrullar por su voz, pero su mente no encontraba paz. En su vida anterior, como Álex, había conocido la traición, el dolor y la pérdida, pero aquello había sido un caos callejero, impersonal y efímero. Aquí, en esta nueva existencia, el ataque había sido deliberado, una puñalada al corazón de su linaje. ¿Quiénes eran los verdaderos culpables? ¿Por qué ahora, cuando todo parecía perfecto? Preguntas que se clavaban como espinas, alimentando una rabia sorda que crecía en su pecho.

—Tu madre siempre te protegerá —continuó ella, su tono ahora más firme, como si pronunciara un voto ante los dioses Notrofh. Era un juramento hecho de acero y fuego, no una mera promesa maternal. En su voz resonaba el eco de generaciones de Erenford, guerreros que habían forjado su legado en batallas sangrientas y alianzas rotas. Iván sintió un escalofrío: sabía que aquellas palabras no eran solo para él, sino un recordatorio para ella misma, una armadura contra el dolor que amenazaba con quebrarla.

El tiempo transcurrió con lentitud mientras madre e hijo compartían un instante de paz frágil, un respiro en medio de la tormenta. Afuera, el castillo despertaba lentamente, pero dentro de aquella habitación, el mundo se reducía a la calidez de un abrazo y el latido constante de un corazón que aún latía con fuerza, aunque marcado por la pérdida. Iván se permitió, por un momento, imaginar que nada había cambiado: las risas en los jardines, las lecciones con sus niñeras, la seguridad de un futuro noble y mimado. Pero la realidad se filtraba como la luz del alba, implacable.

Finalmente, Iván se separó con cierta reticencia, sintiendo el vacío inmediato que dejaba la ausencia de su calor. Tras un baño con agua perfumada —un ritual que ahora parecía un lujo amargo, con sirvientes silenciosos y ojos bajos que evitaban cualquier mención del dia anterior—, se vistió con una túnica negra adornada con bordados dorados, un reflejo del atuendo que su madre llevaba. La tela se sentía pesada sobre su piel, un recordatorio de la solemnidad del momento, como si el peso del luto se hubiera tejido en cada hilo. Aquella no era una mañana cualquiera.

Caminaron juntos por los pasillos del castillo, sus pasos resonando sobre las frías baldosas de piedra como un tambor de guerra sutil. Había algo en el aire, algo más que la quietud propia del amanecer: un silencio cargado de tensión, de expectación, como si el castillo mismo contuviera la respiración. El bullicio usual de los sirvientes preparando el día —el clangor de ollas en las cocinas, los murmullos de los guardias conversando en las esquinas— había sido reemplazado por un silencio sepulcral, roto solo por el ocasional eco de un sollozo ahogado o el roce de escobas limpiando rastros invisibles de sangre. Iván notó las manchas recientes en las paredes, lavadas a medias, y el leve olor a vinagre que intentaba disimular el hedor metálico persistente.

Ascendieron por las escaleras de mármol negro pulido, cada peldaño una ascensión hacia lo inevitable. Iván sentía el pulso acelerado, no de miedo, sino de una curiosidad mórbida: ¿qué vendría ahora? ¿Cómo se vengaría su madre?

Las puertas del gran comedor se abrieron con un chirrido leve, revelando un ambiente aún más denso que en los pasillos. Las largas mesas de roble estaban ocupadas por gente de alto rango, pero la usual algarabía de la mañana —risas contenidas, discusiones sobre cosechas o administrativas— había desaparecido por completo. Nadie reía, nadie hablaba en voz alta. Solo murmullos discretos y miradas furtivas, como si incluso las palabras fueran un lujo en aquel ambiente de luto y sospecha. Iván tomó asiento junto a su madre en la mesa principal, pero apenas probó bocado. La comida frente a él —frutas frescas cortadas en pequeños trozos perfectos, pan recién horneado con una fina capa de mantequilla derretida que aún humeaba, y una jarra de leche tibia infusionada con miel y canela— parecía carecer de sabor en su boca, como si el trauma de la noche anterior hubiera entumecido sus sentidos.

La tensión en el comedor pesaba como una manta sofocante, impregnada de un silencio que hablaba más que cualquier grito. Iván sintió cómo un escalofrío recorría su espalda, no por el frío, tampoco era miedo. No, el miedo era una emoción demasiado frágil para describir lo que sentía en ese momento. Era más bien la certeza de que el mundo que conocía se estaba desmoronando lentamente a su alrededor.

Sus ojos recorrieron el salón, observando los rostros de los presentes con una agudeza que no correspondía a su edad. Los sirvientes mantenían la mirada baja, moviéndose con una cautela poco usual, casi como si temieran hacer el más mínimo ruido que pudiera despertar la ira latente de su madre. Algunos terratenientes evitaban cruzar miradas con él, fingiendo interés en sus platos vacíos, mientras que otros lo observaban de reojo con un brillo de inquietud en los ojos, como si buscaran en su rostro infantil las huellas de la masacre. Algo había cambiado desde la noche anterior.

El aire en el comedor se sentía espeso, cargado de una anticipación incómoda que hacía que cada bocado pareciera un esfuerzo. Los cubiertos chocaban con los platos de porcelana con un sonido apagado, casi discreto, como si incluso el acto de comer fuera una interrupción inaceptable en aquel silencio reverencial. Iván captó fragmentos de conversaciones susurradas: un consejero mencionando "traidores en las sombras", otro especulando sobre alianzas rotas con territorios fronterizos. Era un tapiz de intrigas que se tejía a su alrededor.

Después del desayuno, que se extendió en un ritual silencioso y tenso, junto a su madre ascendieron por las escaleras de mármol negro pulido hacia la sala del trono. Cada paso que daban resonaba con una quietud calculada, el eco prolongándose en el aire como un murmullo lejano de advertencia. Había algo en el aire, algo más que la quietud propia del amanecer: un silencio cargado de tensión, de expectación, como si el castillo mismo contuviera la respiración ante lo que estaba por venir. Iván notó las marcas recientes en las paredes —arañazos de espadas, salpicaduras de sangre lavadas a medias con vinagre y agua—, y el leve olor a humo que persistía.

La sala del trono del Ducado de Zusian se alzaba como un santuario donde la historia se entretejía con el presente en cada piedra y ornamento. Las puertas dobles, hechas de un roble tan antiguo que parecía casi petrificado, se abrieron con un crujido profundo, revelando la inmensidad del salón. El techo, abovedado y colosal, estaba decorado con frescos que representaban antiguas batallas, escenas de conquistas y victorias grabadas con trazos de oro y carmesí que capturaban la luz del sol naciente como fuego vivo. La luz filtrada a través de los vitrales coloreados arrojaba un resplandor rojizo y azul sobre los suelos de mármol negro con vetas plateadas, como si la propia historia del ducado se filtrara en cada rincón de la estancia, tiñendo el aire con un aura de inevitabilidad.

Las paredes estaban cubiertas con tapices de un grosor lujoso, bordados con hilos de oro y plata que narraban las gestas de los Erenford: lobos dorados devorando a sus enemigos, batallas donde ríos de sangre corrían como tributos a los dioses. En los laterales, balcones elevados permitían que los miembros más importantes del ducado observaran las ceremonias con una vista privilegiada, sus rostros semiocultos en las sombras, escrutando cada movimiento como halcones acechando presas. Desde esos balcones, ojos invisibles evaluaban lealtades, midiendo cada gesto que pudiera revelar una verdad oculta o una traición latente. Los ventanales altos, incrustados con vidrio de colores vibrantes que narraban leyendas de héroes Erenford, proyectaban sombras y reflejos de rojo sangre y ámbar sobre los suelos de mármol pulido, tiñendo el ambiente con un aura de inevitabilidad sangrienta.

El aire estaba impregnado con el aroma de la madera pulida y el incienso quemado en los braseros dorados que rodeaban la estancia, un humo sutil que ascendía en espirales, llevando plegarias silenciosas a los dioses Notrofh. La chimenea, una estructura maciza de piedra negra tallada con relieves de fauces abiertas, tenía un fuego bajo pero constante, su resplandor oscilante proyectando sombras danzantes en los muros, como si las almas de los ancestros observaran desde las tinieblas.

Y allí, en el centro de todo, estaba el trono, esculpido en madera roja escarlata y ébano, adornado con placas de oro y gemas engarzadas en patrones de intrincada belleza, cada centímetro de su superficie irradiaba autoridad absoluta. Su respaldo alto estaba labrado con patrones en espiral que parecían moverse bajo la luz, entrelazándose en un diseño hipnótico que evocaba las venas de un lobo vivo. En los reposabrazos, dos cabezas de lobo talladas en obsidiana observaban con ojos de rubí, eran vacíos, sus fauces entreabiertas como si fueran a emitir un gruñido en cualquier momento, recordando a todo el que se acercara que el poder de los Erenford no era benevolente, sino depredador.

Iván observó cómo su madre tomaba asiento en el trono con la elegancia innata de una soberana, su vestido, un elaborado conjunto de negro profundo con bordados dorados que serpenteaban como venas de fuego, resaltaba su piel pálida y sus rasgos afilados, cada pliegue cayendo en perfecta armonía, como si incluso la tela misma entendiera que debía obedecer su voluntad. Sus manos, de dedos largos y delicados, descansaban con una calma engañosa sobre los reposabrazos del trono, la única joya en ellas era un anillo con el sello de los Erenford, símbolo absoluto del linaje que representaba y su autoridad incuestionable. Sus ojos, afilados como dagas bien forjadas, recorrieron la sala con una frialdad serena, sin necesidad de moverse para hacerse sentir, evaluando a cada presente como si midiera su lealtad en una balanza invisible.

Los soldados de la Legión de las Sombras permanecían en posición, con sus imponentes armaduras negras reflejando la luz de la mañana. Aunque mantenían sus rostros impasibles bajo los yelmos crestados, la rigidez de sus mandíbulas y la tensión en sus músculos delataban que estaban más alerta de lo normal, sus manos aferradas a las alabardas como si esperaran un ataque en cualquier instante. Lo que había sucedido la noche anterior había cambiado la atmósfera del ducado, había sembrado una semilla de incertidumbre que ahora germinaba en cada mirada, en cada silencio, y todos estaban esperando ver cómo florecería —o cómo sería arrancada de raíz.

Iván estaba sentado en su silla junto al trono, sus manos pequeñas descansaban sobre el regazo, pero la tensión en sus hombros delataba que su cuerpo estaba lejos de estar relajado. Su madre con la misma elegancia con la que siempre se movía, se puso de pie. Su vestido se deslizó suavemente contra el suelo de piedra, se acercó a él con calma y, sin decir una palabra, se inclinó ligeramente para dejar un beso en su frente. Sus labios eran cálidos, pero la sensación fue fugaz, como una chispa que se extingue demasiado rápido en la oscuridad, dejando un vacío que Iván sintió como una premonición.

—Bien, Iván, en estos momentos debo adoptar un papel distinto, y quiero que aprendas de mí —su voz era suave, pero su tono estaba impregnado de un peso inquebrantable. Sus ojos, de un tono azules se clavaron en los suyos con una intensidad que lo hizo sentir expuesto, como si pudiera leer sus pensamientos más ocultos—. Eres joven, querido mío, pero es hora de que comprendas cómo es nuestro mundo. ¿Lo entiendes, cariño?

La mirada de la duquesa Alba era profunda, sus ojos buscando en él una señal de entendimiento, Iván tragó saliva, sintiendo el nudo en su garganta, pero no vaciló. Había vivido una vida llena de peligro y maltratos, donde la debilidad equivalía a la muerte. Sabía que estas palabras de su madre no eran una simple lección de etiqueta noble.

—Sí, mamá —respondió con voz firme.

Ella pasó los dedos por su cabello, acariciándolo con ternura, aunque en su mirada había algo más allá del afecto maternal: una chispa de orgullo mezclado con preocupación, como si viera en él no solo a su hijo, sino al futuro heredero de ese territorio. Luego, se enderezó, adoptando una postura firme y digna, con la barbilla elevada y los hombros rectos, transformándose ante sus ojos en la duquesa regente, no en la madre protectora. Iván, consciente de su papel, trató de imitarla: respiró hondo y se obligó a sentarse con la misma dignidad que ella, aunque su corazón aún latía con la inquietud de lo que estaba por venir.

Entonces, la voz de su madre se alzó, firme y clara.

—El ducado de Zusian no es un hogar para los débiles. No lo ha sido, ni lo será jamás.

Las palabras resonaron en la sala como un trueno distante, no había suavidad en su tono, ni espacio para la compasión; era una afirmación, un hecho innegable, una ley escrita en sangre sobre los cimientos de la casa Erenford. Los presentes mantuvieron el silencio mientras la duquesa Alba continuaba, con su mirada recorriendo la multitud con un filo en la mirada, evaluando cada rostro como si buscara grietas en su lealtad.

—El día de hoy nos encontramos aquí por los sucesos de la noche anterior, pero antes de proceder con castigos y condenas, quiero expresar mi profundo agradecimiento a la Legión de las Sombras por su inquebrantable lealtad y su rápida acción. También debo honrar el sacrificio de los ocho valientes hombres que perdieron la vida, así como reconocer a los veintitrés heridos que defendieron con valentía a mi hijo y al legítimo duque de Zusian.

Un leve murmullo recorrió la sala, una corriente de aprobación silenciosa. Los veintitrés heridos fueron llamados al frente, cada uno de ellos portando vendas en diversas partes del cuerpo, algunos con cortes aún visibles en sus rostros que supuraban levemente bajo las gasas, otros con el peso del dolor reflejado en sus posturas encorvadas, cojeando o apoyándose en bastones improvisados. Pero ninguno de ellos mostró debilidad; caminaron con la misma disciplina con la que lo harían en el campo de batalla, sin un solo titubeo, sin una sola mirada de más, sus ojos fijos en la duquesa como si su presencia les infundiera una fuerza sobrenatural. Iván los observó, notando las cicatrices frescas, las armaduras abolladas que aún llevaban puestas como trofeos de supervivencia, y sintió un respeto genuino.

Los rayos de sol que entraban por los grandes ventanales iluminaban las placas de oro y las armaduras nuevas que les fueron entregadas en un gesto de gratitud y reconocimiento, cada pieza grabada con el lobo dorado como símbolo de honor eterno. Algunos de los consejeros y líderes presentes aplaudieron con respeto, un aplauso medido que resonó en la sala como un tributo, pero el gesto se detuvo abruptamente cuando la duquesa alzó la mano, reclamando silencio una vez más, su expresión endureciéndose como el acero.

—Los muertos serán honrados con piras que iluminen el cielo esta noche, sus nombres grabados en las murallas del castillo para que generaciones futuras sepan de su sacrificio —decretó, su voz resonando con una solemnidad que hacía eco en las columnas—. Los vivos serán recompensados con tierras, oro y títulos que reflejen su lealtad. Pero lo que ocurrió anoche no quedará sin consecuencias. Esta traición no será olvidada, ni perdonada.

Su tono se endureció, y una sombra pareció descender sobre la sala, como si el sol mismo se ocultara ante su ira. Entonces las puertas del salón se abrieron con solemnidad, y en ese momento, Elara, Mira y Amelia entraron. Su presencia era como un bálsamo en medio de la tensión que llenaba el aire. Habían estado ausentes toda la mañana, quizás recuperándose de las heridas emocionales del ataque o preparando su testimonio, pero su llegada a la sala del trono era un alivio para Iván, quien sintió un nudo en el pecho al verlas. Las tres niñeras vestían ropas modestas en tonos oscuros con delicados detalles plateados, sus rostros pálidos pero resueltos, marcados por ojeras que hablaban de una noche sin sueño.

La mirada severa de su madre se suavizó al verlas, un indicio de la profunda conexión que compartían, un vínculo forjado en la adversidad.

—Pero los verdaderos héroes del día de ayer fueron Elara, Mira y Amelia —anunció la duquesa, su voz elevándose con un tono de gratitud genuina que cortaba el silencio como una luz en la oscuridad.

Las palabras de la duquesa resonaron en la sala, y las tres mujeres se levantaron con un brillo de orgullo y emoción en sus ojos, aunque sus manos temblaban ligeramente. Iván sintió el calor de su mirada buscando la suya, repleta de afecto y preocupación.

—Elara, Mira y Amelia, el ducado de Zusian y yo les debemos una deuda incalculable. Pidan lo que deseen, y se les concederá —continuó la duquesa, su tono invitando a la honestidad.

Amelia dio un paso adelante, inclinando la cabeza con respeto, su voz temblando apenas pero manteniéndose firme, como si hubiera ensayado aquellas palabras en la oscuridad de la noche.

—Su Gracia… —comenzó, su voz teñida de emoción contenida—. Anoche, las tres hablamos sobre nuestros deseos, y llegamos a un acuerdo sobre lo que realmente anhelamos, no por ambición, sino por el lazo que nos une a Iván.

Elara tomó la palabra con una serenidad similar, su cabello rojo cayendo en ondas que capturaban la luz, sus ojos verdes brillando con determinación.

—Aunque pueda sonar como una petición simple y humilde de tres plebeyas, lo único que verdaderamente deseamos es permanecer cerca de nuestro joven señor. Incluso si es solo hasta que ya no necesite de nuestros servicios, simplemente queremos formar parte de su vida, velar por él como lo hemos hecho hasta ahora.

Mira, con su voz suave como una brisa nocturna, añadió:

—Hemos visto crecer a Iván, hemos compartido sus risas y ahora sus lágrimas. No pedimos títulos ni riquezas; solo la oportunidad de seguir a su lado, protegiéndolo de las sombras que acechan en este mundo.

Las tres se arrodillaron ante la duquesa y ante Iván, con la cabeza inclinada en un gesto de profundo respeto, sus hombros temblando ligeramente por la emoción del momento.

Su madre guardó silencio por un momento, sus ojos recorriendo con afecto cada una de las figuras ante ella, midiendo la sinceridad en sus posturas, en sus voces. Con gracia y gentileza, se levantó de su asiento y se acercó a ellas, ofreciéndoles una sonrisa amable que reflejaba su reconocimiento y aprecio.

—Elara, Mira y Amelia —dijo la duquesa Alba, pronunciando cada nombre con un tono de solemne agradecimiento, y con un gesto sutil de su mano enguantada, hizo una señal a los sirvientes apostados cerca de los muros del gran salón. Estos reaccionaron al instante, moviéndose con precisión y sin titubeos, trayendo consigo cojines de terciopelo rojo adornados con filigranas doradas.

Avanzaron portando aquellos cojines, sobre los cuales reposaban colgantes de oro puro, incrustados con rubíes que brillaban bajo la luz de la habitacion como gotas de sangre coagulada. Cada colgante tenía el escudo de la casa Erenford grabado con minucioso detalle, la heráldica del linaje que gobernaba Zusian desde tiempos inmemoriales, un símbolo de lealtad absoluta pero también de posesión irrevocable.

La duquesa tomó con delicadeza uno de los colgantes y avanzó hacia las tres mujeres, que permanecían de rodillas con la cabeza inclinada en señal de respeto absoluto. Su expresión, antes severa, se suavizó apenas, revelando un atisbo de la mujer detrás de la regente.

—Aprecio profundamente su devoción hacia mi hijo —dijo, su voz resonando con calidez medida, una calidez que no mitigaba la frialdad con la que gobernaba. Con movimientos fluidos y elegantes, colocó los colgantes alrededor de los cuellos de Elara, Mira y Amelia, como si les estuviera confiriendo algo más que un simple adorno: un lazo eterno, una marca que las elevaba pero también las ataba.

Elara sintió el peso del metal contra su piel y reprimió el impulso de tocarlo, sabiendo que significaba más que oro y gemas: era una promesa de protección, pero también un juramento de servicio perpetuo. Mira inclinó la cabeza, sus ojos brillando con lágrimas contenidas, mientras Amelia, con su cabello dorado cayendo como una cascada de luz, susurró un "gracias" apenas audible.

—Como madre y duquesa regente de Zusian, acepto su petición —continuó la duquesa, dejando que su mirada recorriera el salón antes de regresar a ellas, asegurándose de que todos los presentes entendieran la magnitud del gesto—. Y como muestra de mi gratitud, les aseguro que serán tratadas y cuidadas como nobles de la más alta estirpe. Recibirán tierras en las fronteras fértiles del ducado, títulos de damas de la corte y la protección eterna de la casa Erenford. Pero recuerden: su lealtad es ahora inquebrantable, y cualquier traición será castigada con la misma severidad que hoy verán.

Elara, Mira y Amelia inclinaron la cabeza en un gesto de aceptación. Sus rostros permanecieron impasibles, pero en sus ojos había una mezcla de orgullo y algo más profundo, algo que solo Iván pudo percibir: una devoción silenciosa y absoluta que trascendía el deber.

Cuando la duquesa volvió a tomar asiento en el trono, el aire pareció cambiar. Lo que antes era solemnidad se tornó en algo más denso, más frío sofocando cualquier atisbo de calidez. Un escalofrío recorrió la espalda de muchos de los presentes cuando la voz de la duquesa resonó de nuevo, ahora vacía de calidez.

—Que pasen.

Las puertas del salón se abrieron con un rechinido pesado, el sonido de la madera y el metal resonando como un presagio funesto que hacía eco en las columnas. Desde el umbral, emergieron diez figuras vestidas de negro, sus presencias proyectando largas sombras que parecían devorar la luz del salón, como si trajeran consigo la esencia misma de la oscuridad.

Los torturadores del Ducado.

Eran altos, imponentes, cada uno con una complexión robusta y una postura firme que exudaba una autoridad siniestra. Sus túnicas negras caían hasta sus tobillos, reforzadas con placas de acero ennegrecido que crujían ligeramente con cada paso, como el susurro de cadenas en una mazmorra. Sus rostros estaban ocultos tras capuchas gruesas, de las cuales solo se asomaban sus ojos, vacíos de emoción, huecos como si miraran más allá de la carne y el hueso, evaluando almas en lugar de cuerpos. En sus cinturones colgaban instrumentos de tortura: garfios de hierro curvados como garras de bestias, dagas de filo irregular diseñadas para desgarrar en lugar de cortar limpiamente, látigos de cuero trenzado endurecido por la sangre de incontables condenados, tenazas con puntas al rojo vivo que aún humeaban ligeramente, y viales de venenos que prometían agonías prolongadas.

Uno de ellos, el que caminaba al frente, llevaba en sus manos un grueso libro encuadernado en piel oscura —piel humana, según los rumores que circulaban en los pasillos del castillo—. Se detuvo en medio de la sala y lo abrió con un movimiento lento y deliberado. Sus dedos, largos y nudosos, recorrían las páginas con una precisión casi inhumana antes de levantar la vista hacia la duquesa, su voz ronca y áspera, como el crujir de ramas secas en un bosque muerto.

—Los prisioneros han sido traídos, su gracia —dijo Arthur, el líder de los torturadores, su tono desprovisto de cualquier emoción, como si recitara una lista de provisiones en lugar de destinos humanos.

Detrás de él, las figuras encapuchadas de los torturadores empujaban y arrastraban a los condenados como si fueran simple ganado al matadero, sus cadenas tintineando con un sonido lúgubre que evocaba los lamentos de los condenados. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, algunos apenas reconocibles bajo la costra de sangre seca y la suciedad que cubría sus cuerpos, se tambaleaban o caían de rodillas, jadeantes y temblorosos, sus rostros reflejando una combinación de terror y resignación, sabiendo que la piedad era un lujo inexistente en aquel salón.

—Duquesa, aquí están todos los involucrados en el atentado contra el joven señor, así como los asesinos sobrevivientes —continuó Arthur, con una calma que solo acentuaba lo inquietante de la situación, su voz un ronroneo bajo que hacía eco en los huesos de los presentes. Pero antes de que el hombre continuara hablando se escucho un grito.

—¡Su gracia porfavor! —el grito desesperado rasgó el aire cuando una de las sirvientas, con el vestido desgarrado y el rostro cubierto de hematomas que se extendían como mapas de dolor, intentó hablar. Sus ojos, hinchados por el llanto y la fatiga, reflejaban desesperación pura, como si en un último acto de rebeldía buscara misericordia.

Pero Arthur se movió con la precisión de una guillotina. Su mano, grande y callosa, se estrelló contra la mejilla de la mujer con un golpe seco que resonó en la sala como un látigo, enviándola al suelo en un montón de tela y carne. Ella se desplomó, escupiendo sangre y un diente roto que rodó por el mármol como un dado de destino funesto.

—Silencio —ordenó el líder de los torturadores, su voz apenas un murmullo, pero con la certeza de que sería obedecido, respaldada por años de inflicción de dolor que hacía innecesarias las amenazas.

La sirvienta gimió, pero no volvió a abrir la boca, su cuerpo temblando en el suelo como una hoja en la tormenta.

—Continuando donde lo dejé —prosiguió Arthur, ignorando la escena con la indiferencia de un carnicero ante la agonía de un cerdo, como si el golpe fuera solo un detalle trivial en su rutina—. Los involucrados confesaron que el vizconde Edric Ravenwood del vizcondado de Rivenrock sobornó a estos ochenta traidores, liderados por la ama de llaves, quienes fueron responsables de distraer a los guardias que custodiaban una de las salidas secretas y permitir el paso de los veinte mil asesinos de la Neblina, así como de los mercenarios y asesinos a sueldo contratados para la masacre.

El nombre de la organización cayó como una maldición sobre la sala: los Asesinos de la Neblina.

Una orden de despiadados verdugos, nacidos y moldeados en la bruma de las tierras de más allá de los mares del sur, donde la niebla eterna ocultaba sus entrenamientos en islas remotas plagadas de ruinas antiguas. Eran asesinos sin rostro, sombras que acechaban a su victima antes de matar con precisión quirúrgica, usando venenos extraídos de criaturas marinas y dagas forjadas en metales de alta calidad. No tenían lealtades, no seguían ideales. Solo respondían al oro y al contrato de sangre que sellaba su misión, un ritual donde juraban ante Thalys, dios de la sombra, entregar almas a cambio de poder. Sus víctimas jamás los veían venir. Para cuando la niebla los envolvía, ya era demasiado tarde, sus gargantas cortadas o sus corazones detenidos por toxinas invisibles. Sus víctimas eran reyes, mercaderes y nobles.

—Los sobrevivientes de esta organización confesaron que fueron contratados por despecho —Arthur dejó que la palabra flotara en el aire como una sentencia—. Despecho porque fue rechazado por usted, Duquesa, en su propuesta de matrimonio, un rechazo que hirió su orgullo y alimentó su rencor hasta convertirlo en veneno.

El aire pareció volverse irrespirable, un silencio asfixiante que se extendió como una niebla invisible.

Hubo un largo y funesto silencio, roto solo por los lamentos de los prisioneros.

Luego, sin previo aviso, el estruendo del puño de la Duquesa al impactar el trono resonó por toda la sala como el rugido de una tormenta desatada, la madera crujiendo bajo la fuerza de su golpe.

El golpe no solo fue fuerte. Fue brutal, enviando vibraciones que hicieron temblar los candelabros.

—Ese... ese miserable e insignificante vizconde de Rivenrock… —su voz era un siseo venenoso, cada palabra empapada en un odio inconmensurable, como si escupiera ácido—. ¡Ese pedazo de mierda inútil, escoria despreciable, alimaña carroñera, gusano carroñero con ínfulas de grandeza, un cobarde que se esconde detrás de asesinos porque no tiene el coraje de enfrentarme cara a cara!

Su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas, su mirada se había oscurecido con un brillo asesino que hacía palidecer a los presentes, como si el fuego primordial ardiera en sus venas.

—Venganza… —susurró, y la palabra fue como un filo deslizándose lentamente por un cuello indefenso, suave pero implacable, prometiendo una muerte segura—. Juro venganza ante los dioses, ante Kradun y Halthor, que no descansaré hasta que Rivenrock sea borrado del mapa, hasta que cada casa o castillo sea echo polvo y cada alma que lo sirva sea un recuerdo olvidado.

Su mirada, era un océano embravecido que ocultaba horrores insondables en sus profundidades, prometiendo no solo muerte, sino sufrimiento prolongado. Ya no era la duquesa de mirada ecuánime y sonrisa amable y educada, no. Ahora era la encarnación de la ira misma, un fuego devorador al que no le bastaba consumir solo a aquellos que la habían traicionado, sino que ansiaba arrasar con sus raíces, con sus familias, con sus tierras, con todo lo que alguna vez les dio un propósito en la vida, dejando atrás solo cenizas y silencio.

—Torturen y violen a esas escorias hasta su patética muerte y lancen sus restos a los perros o a los cerdos, no me importa un carajo lo que pase con sus cuerpos —ordenó, su voz un látigo que cortaba el aire, sin un atisbo de remordimiento, como si decretara el destino de insectos en lugar de seres humanos.

El salón entero pareció encogerse ante la sentencia, como si las propias paredes sintieran la crudeza de aquellas palabras, un mandato que evocaba las antiguas tradiciones de los Erenford, donde la traición se pagaba con humillación absoluta antes de la muerte. Las gargantas de los prisioneros se desgarraron en alaridos de terror, súplicas ahogadas en llantos, promesas desesperadas de fidelidad, de arrepentimiento, de cualquier cosa que pudiera cambiar su destino —un mercenario ofreciendo nombres de contactos, una sirvienta jurando lealtad eterna si se le perdonaba—. Pero no había salvación; sus voces se perdían en el eco de la sala, ignoradas como el zumbido de moscas.

—Será como ordena, mi señora —respondió Arthur, su voz un eco grave que sellaba el destino de los condenados.

Los guardias arrastraron a los prisioneros fuera de la sala. Algunos luchaban, forcejeaban con las fuerzas que aún les quedaban, como animales acorralados dispuestos a morir mordiendo, arañando a sus captores con uñas rotas o escupiendo maldiciones que prometían venganza desde el más allá. Otros, en cambio, no se resistieron; simplemente cayeron de rodillas, temblando, sus mentes ya quebradas por el destino que les aguardaba, sus rostros pálidos como la muerte misma. El sonido de las cadenas arrastrándose se extendió como un lamento, acompañado por sollozos y ruegos que se apagaban a medida que las puertas de la gran sala se cerraban tras ellos, dejando tras de sí un silencio sepulcral, roto solo por el crepitar del fuego.

Un vacío ominoso que solo fue roto por la siguiente orden, pronunciada con la misma frialdad con la que un dios podría dictar el destino de un mundo entero, su voz ahora calmada pero cargada de una determinación glacial.

—Llamen al general Thornflic Bladewing y a su legión, y que también convoquen a otras dos legiones de hierro cercanas. Además, que las cinco legiones que custodian las fronteras donde está Rivenrock se preparen para la guerra. Quiero que el general y las tres legiones se reúnan con la legión que ya está afuera de la ciudad de Vardenholme —decretó, su tono un mandato irrevocable, como si estuviera tejiendo el destino con hilos de hierro.

La orden cayó como un martillo sobre la piedra, resonando en la sala y marcando el inicio de lo inevitable. Ya que la mera mención de Thornflic Bladewing bastaba para helar la sangre de aquellos que conocían su historia, un nombre que se susurraba como una maldición, en las cortes como una amenaza velada. El general era conocido por tres apodos que resonaban como ecos de pesadillas: "La Espada del Verdugo", "El Carnicero de Zarev" y "El Genocida de los Thaekarnos".

Cada uno de sus títulos era un eco de los horrores que había sembrado en el continente, un tapiz de atrocidades que lo había convertido en una leyenda viva de terror. Un hombre cuya existencia estaba tallada en la carne de los caídos, cuyos pasos dejaban huellas imborrables de sangre y cenizas, un guerrero que no conocía la piedad ni el remordimiento.

El primer título lo había ganado en la Guerra de los Valles Negros, donde los rebeldes de Zhorst, liderados por un terrateniente con delirios de restauración de un antiguo estatus, fueron aplastados sin piedad. No hubo rendición. No fue términos negociables. Thornflic no era un comandante que aceptara medias victorias; sus tropas arrasaron cada bastión rebelde, cada fortaleza, cada pueblo que hubiese brindado refugio a los traidores, masacraron a todo aquel que los ayudaron, torturandolos y mutilandolos. Y cuando el último de los insurgentes cayó, no se conformó con una simple ejecución. Ordenó apilar los cadáveres en colinas simétricas, creando un paisaje de muerte que se extendía por kilómetros, un monumento macabro que los cuervos evitaban por instinto.

El segundo título lo obtuvo en la caída de Zarev, una ciudad fortificada que, por generaciones, había resistido asedios con muros que se decían inquebrantables y un ejército de élite forjado en mil batallas. Se decía que sus defensas eran obra de los dioses mismos. Thornflic demostró lo contrario. Ocho días. Solo ocho días bastaron para que los muros cayeran bajo un asedio implacable de catapultas que lanzaban no solo piedras, sino cuerpos infectados con plagas para sembrar el pánico. La ciudad quedó a su merced, y no hubo juicio para sus defensores. No hubo piedad. Los hombres fueron empalados en estacas que bordearon las murallas caídas, sus cuerpos expuestos como advertencia para viajeros, mientras las llamas consumían lo que quedaba de la ciudad, dejando solo ruinas humeantes y un silencio eterno.

Pero el tercer título… El tercer título era el que había convertido su nombre en una maldición en boca de nobles y mendigos por igual, un relato que se contaba en susurros alrededor de fogatas para advertir a los ambiciosos.

El Genocidio de los Thaekarnos no fue una batalla. No fue una guerra. Fue un exterminio sistemático, una purga que casi borró un territorio y a todo su pueblo de la faz del continente. Cuando se descubrió que un general thaekiarno había creado la estrategia que asesinó al padre de Iván, Kenneth Erenford, Thornflic no esperó órdenes. Simplemente marchó, impulsado por una lealtad fanática a la casa Erenford. Con su ejército al frente, arrasó cada asentamiento, cada aldea, cada pueblo que portara el estandarte de los Thaekarnos, un pueblo orgulloso conocidos por sus tácticas astutas y soldados duros. No hubo distinciones entre soldados y campesinos, entre nobles y plebeyos, entre ancianos y recién nacidos; todos fueron puestos a la espada, sus hogares quemados hasta los cimientos, sus pozos envenenados con sales que esterilizaron la tierra por décadas.

No quedó mas que ruinas, cenizas y un silencio sepulcral en las tierras donde alguna vez prosperó un pueblo, un vacío que Thornflic dejó como lección: la traición contra los Erenford no se pagaba con muerte, sino con obliteración.

Por eso, cuando la duquesa pronunció su nombre, los presentes sintieron un escalofrío colectivo, un frío que se filtraba en los huesos como el aliento de Halthor, dios de la muerte. Porque no era un llamado a la batalla justa.

Era un llamado a la masacre absoluta, a una venganza que no dejaría piedra sobre piedra en Rivenrock.

Las puertas de la sala se abrieron de nuevo cuando los heraldos salieron apresurados a cumplir con sus órdenes, sus capas ondeando como alas de cuervos. Afuera, en los pasillos de mármol, en las calles de la ciudad, los tambores de guerra comenzarían a resonar en cuestión de horas, un ritmo que se extendería como un pulso siniestro por el ducado. La guerra se cernía sobre Rivenrock como la sombra de una bestia hambrienta, una que no se saciaría hasta devorar hasta el último rincón de su existencia, hasta que el vizconde Edric Ravenwood suplicara por una muerte que no le sería concedida fácilmente.

Y en el trono, con la mirada clavada en el vacío, la duquesa no pensaba en la victoria mera. Pensaba en cómo haría que sufrieran, en cómo cada grito de Rivenrock sería un eco de su propia rabia, un tributo a su hijo y a su linaje.

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