Despertar con los tonos cálidos del amanecer acariciando sus párpados se había convertido en una rutina tan familiar que casi no reparaba en ello. La luz filtrada a través de las cortinas de seda de su habitación teñía el ambiente con matices de naranja y rosa, creando una atmósfera serena que contrastaba con el caos y la miseria de su vida anterior. Aun con los ojos entrecerrados, Iván podía percibir la opulencia de la habitación: el aroma tenue de la madera pulida de los muebles tallados con motivos de lobos rugientes, los tapices de seda bordados con escenas de batallas legendarias que colgaban de las paredes, y el leve crujir del fuego extinguiéndose en la chimenea de mármol negro. Se incorporó con lentitud, parpadeando varias veces para despejarse del letargo del sueño, sus pequeños dedos aferrándose a las mantas bordadas con hilos dorados que representaban el emblema de su casa.
Llevaba cinco años en este mundo, cinco años de estabilidad y comodidad que jamás había imaginado posibles en su existencia pasada. A diferencia de la miseria de su vida anterior, donde su cama había sido un catre desvencijado en una habitación húmeda y sin ventanas, rodeado de ratas y el hedor constante de la podredumbre, ahora dormía en un lecho suave, con sábanas de lino fino que se sentían como una caricia contra su piel. No era solo el cambio en su entorno lo que le fascinaba, sino el inmenso mundo en el que había renacido. A lo largo de los años, había absorbido conocimiento como una esponja, escuchando los chismes de los sirvientes en los pasillos, leyendo pergaminos y libros una vez que aprendió a descifrar el nuevo idioma —un lenguaje rico en sonidos guturales y vocablos antiguos que evocaban poder y tradición—, y observando con atención a los adultos a su alrededor, desde los guardias estoicos hasta los consejeros astutos que visitaban a su madre.
Este mundo era vasto, incomparable con la diminuta esfera que había conocido antes, o al menos eso suponía basándose en los mapas y relatos que había estudiado. Su ducado, el Ducado de Zusian, se extendía por territorios tan grandes que superaban en más de diez veces el país más extenso de su planeta anterior. Las llanuras fértiles eran tan vastas que los campos de cultivo parecían extenderse hasta el horizonte, produciendo granos dorados, vegetales robustos y hierbas medicinales que alimentaban a millones de personas sin temor a la escasez. Enormes rebaños de animales pastoreaban por todos lados, brindando carne jugosa, lana espesa para tejidos resistentes, leche cremosa para quesos y mantequillas, y cuero durable para armaduras y botas. En los densos y extensos bosques, donde los árboles centenarios elevaban sus imponentes copas hacia el cielo, habitaban criaturas salvajes como ciervos, lobos, osos colosales y otras criaturas, pero también se extraía madera rica para construir fortalezas y barcos. Más al noroeste y oeste en su mayoría, la titánica cadena montañosa de Karador dominaba el paisaje con sus picos cubiertos de nieve perpetua, protegiendo en sus entrañas reservas de minerales y metales preciosos que eran la fuente de la inagotable riqueza de la región. Minas de oro reluciente, plata pura y gemas preciosas como zafiros azules y rubíes sangrientos atraían a comerciantes, herreros y artesanos de todos los rincones del continente, convirtiendo al ducado en un epicentro de comercio y poder. Grandes ríos serpenteaban conectando todo el ducado, facilitando el transporte de mercancías y tropas, aunque lamentablemente no tenían una salida directa al mar, lo que obligaba a alianzas con territorios costeros para el comercio marítimo.
Las ciudades de Zusian eran imponentes, con una arquitectura que Iván asociaba vagamente a estilos barrocos de su mundo anterior, aunque aquí no conocía los términos exactos; era un diseño grandioso, con edificios que se alzaban majestuosos adornados con cúpulas ornamentadas, torres espirales y fachadas esculpidas con relieves de lobos y guerreros. Los enormes castillos de piedra negra, reforzados con murallas impenetrables y torres de vigilancia que perforaban el cielo, demostraban la esencia bélica de la cultura, pues en este mundo la guerra no era solo un peligro ocasional, sino un estilo de vida arraigado en la supervivencia y la expansión. La religión predominante adoraba a los dioses antiguos conocidos como Notrofh, entidades que exigían tributos de sangre y sacrificios en su honor para asegurar victorias y fertilidad. Las estatuas de estos dioses decoraban cada templo y plaza, representándolos con formas imponentes: rostros severos tallados en piedra negra, ojos huecos que parecían juzgar a los mortales, y cuerpos musculosos envueltos en armaduras etéreas. Desde los tres dioses primordiales —Kradun, Dios de la Guerra y del Acero, líder del panteón con su martillo forjado en las estrellas; Aegri, Diosa de la Tierra y la Fertilidad, representada con curvas abundantes y coronada de espigas; y Thalys, Dios de la Sombra y el Viento, una figura esbelta envuelta en niebla— hasta los menores como Zorvyn, Dios de la Tormenta con truenos en sus manos; Vaelith, Diosa de las Llamas Eternas y esposa de Kradun, con cabellos de fuego; Oras, Dios de los Océanos y hermano de Thalys, dominando olas turbulentas; Tenira, Diosa de la Caza con arco y flechas de hueso; Yorth, Dios de la Sabiduría con un libro eterno; Halthor, Dios de la Muerte y Juez de las Almas, con una balanza de platino; y Belsara, Diosa del Destino y Tejedora de Hilos, hilando el futuro en telares invisibles. Había miles de templos y catedrales dedicados a ellos, atendidos por sacerdotes negros vestidos con túnicas oscuras bordadas en rojo sangre, que realizaban rituales sangrientos para apaciguar a las deidades. Cada familia noble en el continente tenía su propia Catedral Negra, exclusiva y grandiosa, como la de los Erenford: un enorme edificio a las afueras del castillo, en la capital del ducado, la ciudad de Vardenholme, con torres puntiagudas que perforaban el cielo y altares donde se ofrendaban corazones aún latiendo.
Mientras Iván repasaba mentalmente todo lo que había aprendido en estos años —desde las rutas comerciales que cruzaban los ríos hasta las leyendas de dioses que castigaban a los débiles—, un sonido familiar interrumpió sus pensamientos. La puerta de la habitación se abrió suavemente, dejando entrar una ráfaga de aire fresco que agitó las cortinas con delicadeza. Una figura esbelta y elegante se deslizó hacia el interior con la gracia de alguien acostumbrado a moverse en un entorno refinado. Era Elara, una de sus tres niñeras y cuidadoras personales, quien había estado a su lado desde sus primeros días en este mundo.
—Buenos días, Ivy —saludó con una voz suave y melodiosa, su sonrisa iluminando el rostro como si el solo hecho de verlo fuera la mejor parte de su día. Se acercó a la cama con pasos ligeros y se inclinó sobre él con ternura, envolviéndolo en un abrazo cálido que disipó cualquier vestigio de sueño restante.
Iván no respondió de inmediato. Durante los primeros años de su nueva vida, le había resultado extraño recibir muestras de afecto tan sinceras. En su pasado, nadie lo había abrazado con tanto cariño, ni le había hablado con dulzura; solo golpes, órdenes y traiciones. Pero ahora, en este mundo, era diferente, y con gusto sus pequeños brazos se enredaron torpemente alrededor de Elara, devolviéndole el abrazo con la misma calidez que recibía.
—Buenos días, Elara —murmuró con voz aún espesa por el sueño.
Ella se separó lo justo para mirarlo a los ojos, su mano acariciando con delicadeza los mechones desordenados de su cabello. Iván giró la cabeza y vio a Elara, con una sonrisa luminosa que parecía iluminar toda la estancia. Su cabello rojo como un incendio caía en cascada sobre sus hombros, contrastando con la suavidad de su piel pálida y el profundo verde de sus ojos, que lo miraban con una dulzura que le resultaba desconcertante. Vestía un elegante vestido de tonos esmeralda, ajustado en la cintura y adornado con bordados dorados, que resaltaban su figura de curvas generosas. Se movía con una gracia natural, cada paso medido con una elegancia que parecía innata, como si el mundo entero estuviera hecho para girar a su alrededor.
Iván sintió una oleada de calidez en su pecho cuando ella se acercó, inclinándose un poco más para quedar a su altura.
—¿Dormiste bien, Ivy? —preguntó con la misma dulzura de siempre, inclinándose un poco más para quedar a su altura.
Él asintió lentamente, frotándose los ojos con el dorso de la mano antes de responder con voz pastosa.
—Sí… dormí bien.
Elara dejó escapar una risita mientras se sentaba a su lado en la cama, envolviéndolo en un nuevo abrazo. Iván sintió el calor de su cuerpo, el roce de su piel contra la suya y el leve aroma floral que siempre la acompañaba. La calidez de su contacto era algo que le gustaba. A veces le avergonzaba admitirlo, pero sus abrazos le gustaban porque, además de ser una chica hermosa, sus pechos enormes —más grandes que su cabeza— eran suaves y cómodos, como almohadas vivientes que lo envolvían en una comodidad prohibida para su mente madura atrapada en un cuerpo infantil. Era un placer egoísta, uno que no confesaría, pero que saboreaba en silencio.
—Es hora del desayuno —anunció ella finalmente, soltándolo con suavidad antes de ponerse de pie.
Elara retiró con cuidado las mantas que cubrían su pequeño cuerpo, revelando la fina tela del camisón de dormir que apenas le llegaba a las rodillas. Iván dejó que ella lo guiara fuera de la cama, sus pies descalzos tocando la alfombra mullida que cubría el suelo de piedra. Su niñera lo tomó de la mano y lo condujo a la cámara de baño contigua, donde una bañera de mármol negro con vetas de oro ya estaba preparada con agua tibia y perfumada. El vapor flotaba en el aire, creando una bruma ligera que hacía que la habitación pareciera un santuario etéreo.
Sin decir una palabra, Elara comenzó a desvestirlo con movimientos cuidadosos y eficientes, sin la más mínima incomodidad en su expresión. Iván, por su parte, se mantuvo quieto, dejando que ella hiciera su trabajo. No era la primera vez que lo bañaba, ni sería la última. Su vida como noble traía consigo ciertas comodidades, entre ellas el hecho de que siempre había alguien dispuesto a atender cada una de sus necesidades, permitiéndole disfrutar de un lujo que en su vida pasada habría sido impensable.
El agua caliente envolvió la piel de Iván en cuanto su pequeño cuerpo fue sumergido en la bañera, provocándole un suspiro involuntario de alivio. La calidez líquida contrastaba con el aire fresco de la habitación, enviando un escalofrío placentero por su columna. Durante un momento, cerró los ojos y simplemente se dejó llevar por la sensación. Era una experiencia reconfortante y cómoda, un ritual diario que borraba cualquier rastro de la noche y lo preparaba para el día.
Elara, arrodillada junto a la bañera, lo observó con paciencia y una sonrisa sutil, comprendiendo sin palabras el efecto tranquilizador que tenía el baño en su pequeño señor. Con una esponja impregnada de jabón perfumado, comenzó a frotar suavemente su piel con movimientos lentos y meticulosos. El aroma del jabón era una mezcla de lavanda y miel, dulce y relajante. Iván notó cómo el agua se llenaba de espuma y pequeñas burbujas, algunas flotando y otras estallando con un sonido leve y satisfactorio.
Elara trabajaba con una precisión casi ritualista, cada roce de la esponja era una caricia, cada movimiento una muestra de cuidado. Su tacto era suave pero firme, asegurándose de limpiar cada centímetro de su piel sin lastimarlo. Iván no pudo evitar estremecerse ligeramente cuando la esponja pasó por su cuello y sus costillas, zonas donde aún no se acostumbraba a ser tocado, ya que para su vergüenza, su pequeño cuerpo era muy cosquilloso.
—¿Te hago cosquillas? —preguntó Elara con una sonrisa juguetona, notando su leve estremecimiento.
Iván parpadeó y asintió con una pequeña sonrisa.
—Un poco —murmuró, desviando la mirada.
Elara rió con suavidad, y con una ternura infinita, mojó sus manos en el agua y masajeó su cabello con delicadeza, asegurándose de que el jabón líquido hiciera espuma entre sus mechones rubios platinados. Sus dedos se deslizaban por su cuero cabelludo con destreza, en un ritmo que casi inducía al sueño. Iván cerró los ojos sin darse cuenta, disfrutando de la sensación. Era extraño cómo un gesto tan simple podía ser tan reconfortante, un recordatorio de que en esta vida, el placer no era un lujo robado, sino un derecho.
Cuando terminó, Elara tomó un pequeño cubo de plata y, con cuidado, vertió agua sobre su cabeza para enjuagarlo. Iván sintió el líquido tibio correr por su rostro y deslizarse por su espalda, llevándose consigo la espuma y cualquier rastro de suciedad. La sensación de limpieza era revitalizante, como si se deshiciera de algo más que solo el polvo y el sudor —quizás de los ecos lejanos de su pasado miserable.
Elara se aseguró de que el agua no entrara en sus ojos, inclinando su cabeza con suavidad y usando su mano libre como escudo. Luego, con la misma paciencia, tomó una toalla y comenzó a secarle el cabello con movimientos firmes pero cuidadosos.
—Ya casi terminamos, mi lindo Ivy —susurró, su voz un arrullo cálido que lo envolvía como una manta en una noche fría.
Una vez que estuvo completamente limpio, Elara lo sacó de la bañera con delicadeza y lo envolvió en una toalla gruesa y mullida. La tela suave absorbió el exceso de agua, atrapando su calor corporal y protegiéndolo del frío. Iván no pudo evitar acurrucarse un poco, disfrutando de la sensación reconfortante.
Con movimientos meticulosos, Elara frotó su piel hasta dejarla completamente seca, sin apresurarse ni un solo instante. Luego, con una sonrisa cariñosa, lo llevó a un gran diván cercano donde lo sentó y empezó a ayudarlo a vestirse. Las ropas de Iván eran de una calidad exquisita, nada parecido a lo que alguna vez tuvo en su vida anterior. La túnica de seda era ligera, con bordados dorados que resaltaban contra el rojo y el negro del tejido, los colores de su casa. Los pantalones eran de lino fino, cómodos y bien ajustados, y las botas, hechas de cuero suave, se sentían como una segunda piel.
Elara se arrodilló frente a él y comenzó a peinar su cabello con un cepillo de madera con cerdas naturales. Cada pasada lo dejaba más liso, más sedoso, reflejando la luz con un brillo etéreo. Iván observó su reflejo en el gran espejo de cuerpo completo que había en la habitación. Su piel pálida contrastaba con la intensidad de sus ojos azul zafiro, herencia de su madre, los cuales parecían brillar bajo la luz del sol que se filtraba por la ventana. Su cabello ligeramente largo, de un rubio platinado —a veces más blanco que dorado—, caía en delicadas hebras sobre su frente y sus mejillas. Era un rostro hermoso, casi irreal, una belleza etérea que parecía sacada de un sueño, y más para un niño de cinco años.
Elara sonrió al notar su expresión.
—Eres muy guapo, Ivy —susurró, dejando el cepillo a un lado y pasando sus dedos entre su cabello, arreglando los últimos mechones rebeldes con una ternura infinita.
Iván sintió sus mejillas calentarse ligeramente ante el halago.
—Gracias, Elara —murmuró, su voz apenas un susurro cargado de una emoción que no terminaba de comprender.
Elara le dedicó una mirada cálida, una que parecía envolverlo en un abrazo invisible.
—Siempre te voy a cuidar y amar, Ivy. Te amo mucho, sabes. No porque sea mi deber o mi trabajo, sino porque te quiero con todo mi corazón.
No era una simple promesa vacía. Sus palabras estaban llenas de verdad, de un amor genuino y sincero que Iván aún estaba aprendiendo a aceptar del todo. Estaba feliz… feliz y satisfecho. Su vida era buena, un paraíso egoísta que no quería perder. Pero en el fondo, una voz susurraba: "¿Cuánto durará?"
Después de que Elara lo ayudara a arreglarse, juntos se dirigieron al comedor principal del castillo para disfrutar del desayuno. Mientras caminaban por los pasillos de piedra pulida, la luz matutina se filtraba a través de los altos ventanales, proyectando destellos dorados sobre los muros y el suelo de mármol. El aroma del pan recién horneado y la mantequilla derretida flotaba en el aire, mezclándose con la dulzura de las frutas en conserva y el perfume amaderado de la leña ardiendo en las chimeneas. Iván respiró profundamente, saboreando la calidez reconfortante de la mañana. Su estómago emitió un leve gruñido de anticipación, al igual que el de Elara, quien soltó una risa suave mientras le revolvía el cabello con cariño.
—Alguien tiene hambre —dijo con una sonrisa divertida.
—Tú también —replicó Iván con tono burlón, señalando su vientre.
Elara negó con la cabeza, pero no pudo ocultar la diversión en sus ojos. Juntos continuaron su camino por los corredores del castillo, donde sirvientes iban y venían, ocupados con sus tareas matutinas. Algunos inclinaban la cabeza al verlos pasar, mientras otros ofrecían sonrisas respetuosas. Iván estaba acostumbrado a aquellos gestos, pero aún así, la sensación de ser observado con tanta reverencia le resultaba un poco asfixiante, aunque secretamente la disfrutaba —era poder, incluso en forma sutil.
Cuando cruzaron las enormes puertas de roble labrado que daban acceso al comedor principal, un mundo de luz y esplendor los envolvió. Las grandes lámparas de araña de oro colgaban del techo abovedado, brillando con la intensidad de cientos de velas. Los muros estaban adornados con tapices finamente bordados que narraban gestas heroicas y conquistas de tiempos pasados. En el centro de la estancia se extendía una imponente mesa de madera de ébano, cubierta con un mantel de lino bordado en hilo dorado. Sobre ella se disponían fuentes rebosantes de manjares: panes de costra crujiente, frutas frescas y confitadas, jarras de leche y miel, embutidos finos y huevos preparados de distintas maneras.
El sonido del tintineo de la loza se mezclaba con el murmullo de las conversaciones y el eco de risas suaves que flotaban en el aire como notas de una sinfonía matutina. El gran salón del castillo se hallaba impregnado de una calidez vibrante, bañada en la luz dorada que se filtraba a través de los altos ventanales, proyectando sombras alargadas sobre las losas de mármol.
Iván avanzó con pasos medidos, sintiendo la textura aterciopelada de la alfombra bajo sus botas, su mirada recorriendo el esplendor del salón hasta detenerse en la figura de su madre, la duquesa Alba, quien se hallaba sentada en la cabecera de la mesa. Su mera presencia dominaba la estancia con una elegancia natural e inquebrantable. Vestida con un opulento terciopelo azul oscuro, cuyo tejido reflejaba la luz como las aguas profundas de un lago en la penumbra, cada pliegue de su atuendo estaba cuidadosamente dispuesto, realzando su porte distinguido. Un collar de perlas adornaba su esbelto cuello, y sus cabellos, de un bello azabache brillante, estaban recogidos en un elaborado peinado que dejaba caer algunos mechones sueltos, enmarcando su rostro con una suavidad casi etérea.
Sus ojos, de un azul zafiro intenso, se alzaron en cuanto Iván apareció en el umbral. Una leve sonrisa, tierna y maternal, suavizó sus rasgos afilados, envolviéndolo en un mudo abrazo de bienvenida. No hizo falta palabra alguna. Aquella mirada contenía el amor inquebrantable de una madre, un sentimiento imperecedero que fluía con la misma certeza con la que el sol ascendía cada mañana.
Junto a su madre, las otras dos mujeres que formaban parte de su mundo se encontraban también presentes, irradiando una calidez que le resultaba tan familiar como reconfortante. Eran Mira y Amelia, sus niñeras, figuras que habían estado casi desde el inicio de su vida en ese mundo, cuidándolo con una devoción que rayaba en lo maternal.
Mira, de pie con la gracia de un cisne, poseía una presencia casi etérea, como si hubiera sido arrancada de los cuentos de hadas y depositada en este mundo. Su cabello negro azabache fluía en suaves ondas hasta la mitad de su espalda, atrapando la luz con un fulgor profundo, como el cielo nocturno tachonado de estrellas. Su vestido, de un púrpura oscuro con finos bordados plateados, se ceñía a su silueta con refinada modestia, sus mangas largas y fluidas deslizándose con cada movimiento, como si la seda misma respirara con ella. Sus ojos, oscuros y enigmáticos, eran pozos de sabiduría silenciosa, y su sonrisa, serena y gentil, evocaba el sosiego de una noche sin viento.
Amelia, en cambio, resplandecía con un magnetismo que contrastaba con la calma de Mira. Su cabello dorado caía en cascadas onduladas por su espalda, capturando la luz y proyectando reflejos de miel líquida con cada pequeño movimiento. Sus ojos esmeralda, vivaces y amables, parecían contener en su profundidad los secretos de un bosque encantado. Su vestido verde, ceñido en la cintura y adornado con delicadas hojas bordadas, la hacía parecer un espíritu de la naturaleza. Su presencia transmitía una calidez innata, una sensación de hogar que envolvía a Iván en un abrazo invisible.
Cuando finalmente llegó a la mesa, su madre se levantó con natural elegancia y lo recibió con un abrazo que lo envolvió por completo. Un abrazo de madre, cálido y sincero, lleno de ternura y afecto. Sus brazos lo rodearon con firmeza, y por un instante, Iván cerró los ojos, dejándose llevar por la seguridad que aquel simple contacto le brindaba. Era un momento de paz en un mundo que sabía podía ser cruel, un recordatorio de que, por ahora, estaba protegido.
—Buenos días, mi querido Iván —susurró con voz aterciopelada, sus labios rozando su frente con ternura—. ¿Cómo dormiste, querido?
Iván, aún sintiendo el calor de aquel contacto, le dirigió una pequeña sonrisa.
—Buenos días, mami. Dormí bien —respondió con un tono tranquilo, casi somnoliento, aunque en sus ojos azules brillaba la anticipación por el desayuno y la compañía de su madre.
Lady Alba tomó su mano con suavidad, guiándolo hasta la mesa, donde un festín estaba dispuesto ante ellos. Los sirvientes, moviéndose con destreza y precisión, colocaban con delicadeza los platos llenos de manjares: hogazas de pan recién horneado, aún humeantes y con la corteza crujiente; tazones de gachas espolvoreadas con frutos secos y bañadas en miel dorada; finas rodajas de jamón curado acompañadas por huevos cocidos a la perfección; y una bandeja repleta de frutas de los huertos privados del castillo, manzanas de un rojo vibrante, uvas dulces y maduras, peras doradas y fresas tan jugosas que parecían estallar con solo tocarlas. El aroma era embriagador, una combinación de especias, dulces y la calidez de la comida recién hecha que envolvía la sala en un aura acogedora.
Junto a ellos, las tres niñeras de Iván observaban con dulzura la escena. Sus manos, hábiles y delicadas, fueron las primeras en acercarse al plato de Iván, sirviéndole con un gesto casi instintivo, como si hubieran hecho aquello toda su vida.
—Come despacio, mi niño, el desayuno está caliente —Amelia susurró con dulzura mientras le ofrecía un trozo de pan untado con mantequilla y mermelada de fresa.
Iván tomó el pan de las manos de Amelia, asintiendo sin apartar la mirada de su madre, quien, con un elegante movimiento, llevó una taza de sidra caliente a sus labios. Su porte no cambiaba, incluso en los momentos más cotidianos. Siempre era la representación de la nobleza y la gracia. Durante el desayuno, conversaron sobre trivialidades: el clima soleado que prometía un día perfecto para lecciones al aire libre, los rumores de una caravana de comerciantes llegando de las montañas con gemas raras, y las anécdotas de los sirvientes sobre un lobo avistado cerca de los muros, un presagio de buena caza según las leyendas. Iván escuchaba, contribuyendo con preguntas inocentes que ocultaban su curiosidad madura, como "¿Por qué los lobos son nuestro emblema, mami?" Alba respondía con paciencia, explicando que los Erenford eran depredadores, no presas, y que algún día él lideraría la manada.
Lady Alba, tras asegurarse de que su hijo estaba bien atendido, volvió su atención a sus responsabilidades. Besó la frente de Iván con la misma ternura de siempre y se puso de pie con la delicadeza de quien estaba acostumbrada a moverse en un mundo de reglas no escritas y etiquetas invisibles.
—Debo atender algunos asuntos del castillo. Sé un buen niño y escucha a tus niñeras —dijo, acariciándole suavemente el cabello antes de retirarse con la elegancia de una diosa.
Con la partida de lady Alba, el ambiente se tornó más relajado. Amelia, con su paciencia infinita, le preparó otro bocado especial. Con movimientos cuidadosos, untó una rebanada de pan con la cantidad justa de mantequilla y mermelada, asegurándose de que cada bocado fuera perfecto. Iván, aunque perfectamente capaz de hacerlo por sí mismo, dejó que ella lo atendiera. Había algo reconfortante en aquel gesto, una demostración silenciosa de amor y devoción que alimentaba su egoísmo interno: quería ser mimado, quería que el mundo girara alrededor de él.
El desayuno continuó entre conversaciones amenas y pequeños gestos de afecto de las tres mujeres que cuidaban de Iván. Cada una, a su manera, se aseguraba de que el joven heredero se sintiera cómodo, mimado y querido. Amelia, con su ternura habitual, se encargaba de limpiar con delicadeza los pequeños rastros de mermelada que quedaban en la comisura de sus labios, mientras Elara vigilaba atentamente que no faltara nada en la mesa. Mira, siempre la más expresiva, no dudaba en acariciar su cabello de vez en cuando, disfrutando del tacto de sus hebras sedosas entre sus dedos. Iván, por su parte, respondía con sonrisas y comentarios juguetones, como preguntar a Mira sobre sus historias favoritas o a Amelia sobre las frutas más dulces del ducado.
Cuando la comida llegó a su fin, las niñeras le permitieron descansar un momento antes de empezar con sus lecciones diarias. Iván se recostó en el regazo de Amelia, quien lo abrazó con dulzura mientras Mira tarareaba una melodía suave y reconfortante. Elara, por su parte, aprovechó la pausa para repasar mentalmente el itinerario del día. Sabía que, después del estudio, Iván debía ejercitar su cuerpo y acostumbrarse al movimiento, tal como correspondía a un niño de su posición. En ese breve intermedio, Iván reflexionó en silencio: esta vida era perfecta, pero su pasado le recordaba que la perfección era frágil. Debía prepararse, volverse fuerte, para no perderlo todo.
El descanso no duró mucho. Cuando el sol comenzó a elevarse en el cielo, bañando el castillo con su resplandor dorado, llegó el momento de desplazarse a la sala de estudios. Iván, aunque a veces encontraba tediosas las lecciones, comprendía su importancia. Se incorporó con calma, permitiendo que Amelia arreglara los pliegues de su atuendo antes de partir.
Al salir de la estancia, se encontraron con la presencia inquebrantable de los veinte guardias que siempre lo escoltaban. Estos hombres, miembros de la renombrada Legión de las Sombras, representaban parte de la Guardia de élite de la Casa Erenford. Sus figuras imponentes y su disciplina impecable hacían que cualquiera que los viera comprendiera, de inmediato, que no se trataba de simples soldados. Su presencia era una advertencia y una promesa: nadie tocaría a Iván sin pagar un precio altísimo.
Las armaduras de los legionarios eran obras maestras de la forja, diseñadas no solo para proteger, sino para infundir terror en los enemigos. Cada placa era de acero negro templado, forjado en las profundidades de las minas de Karador con aleaciones secretas que las hacía resistentes a flechas y hojas comunes. Las piezas se ensamblaban con precisión milimétrica: hombreras curvadas como garras de lobo, con púas afiladas que sobresalían para desviar golpes y herir al atacante; petos gruesos grabados con el emblema del lobo dorado en relieve, rodeado de detalles carmesíes que simulaban gotas de sangre; grebas y brazales reforzados con remaches de acero negro, que cubrían desde los hombros hasta los tobillos sin restringir el movimiento. Las armaduras eran completas, cubriendo todo el cuerpo en un caparazón impenetrable, con juntas flexibles en las articulaciones para permitir agilidad en el combate. Los yelmos eran lo más intimidante: visores cerrados con ranuras estrechas que ocultaban los ojos, coronados por crestas de acero en forma de fauces abiertas de donde un penacho negro ondeaba, y cuellos altos que protegían la garganta. Capas negras colgaban de sus hombros, bordadas con el lobo dorado y flecos carmesíes que ondeaban como banderas de muerte. Cada legionario portaba una alabarda larga con hoja curva y afilada, en el cinto una espada ancha con runas grabadas que brillaban tenuemente en la oscuridad, armas forjadas para cortar carne y hueso con facilidad. No eran solo armaduras; eran símbolos de poder, teñidas de la sangre de innumerables batallas, con abolladuras y marcas que contaban historias de victorias sangrientas.
La Legión de las Sombras no era simplemente un cuerpo de guardaespaldas. Eran guerreros entrenados en el arte de la guerra desde que se unían —no necesariamente desde niños, sino seleccionados entre hombres leales, fuertes, talentosos y habilidosos de cualquier edad, probados en pruebas de fuego que incluían combates a muerte simulados, marchas interminables por montañas heladas y juramentos de sangre ante los dioses—. Leales hasta la médula, dispuestos a dar su vida sin vacilación. Su número era reducido, apenas cinco mil entre toda la Casa Erenford, pero cada uno valía literalmente doscientos soldados ordinarios de cualquier parte. Eran la última línea de defensa, la sombra que acechaba a los enemigos antes de que siquiera pudieran alzar la espada. Iván los observaba con una mezcla de admiración y cálculo.
Mientras avanzaban por los pasillos de piedra oscura, el sonido de sus botas resonaba con una cadencia imponente. Iván, aunque acostumbrado a su compañía, no podía evitar sentirse seguro bajo su vigilancia. Cada uno de ellos estaba observando con atención, evaluando cualquier posible amenaza, por más improbable que pareciera dentro de los muros del castillo.
Finalmente, llegaron a la sala de estudios, una habitación espaciosa con paredes recubiertas de estanterías repletas de libros. La luz del sol se filtraba a través de los altos ventanales, iluminando los antiguos pergaminos y los mapas desplegados sobre la gran mesa de roble en el centro. El aroma a papel viejo, tinta y madera barnizada impregnaba el aire, creando una atmósfera de conocimiento y concentración.
Las niñeras se encargaron de acomodar a Iván en su asiento. Elara tomó un libro de historia y lo abrió con cuidado, pasando las páginas con la paciencia de quien ha hecho esto muchas veces antes. Su voz, serena y clara, comenzó a narrar los relatos de reyes caídos, batallas épicas y conquistas que habían dado forma al mundo. Iván escuchaba con atención, fascinado por la crudeza de algunas narraciones y lo exagerado de otras. Mira, mientras tanto, se dedicaba a enseñarle poesía y literatura, asegurándose de que no solo entendiera las palabras, sino también su belleza y significado oculto. Su tono melodioso hacía que incluso los versos más sombríos parecieran armoniosos. Por su parte, Amelia se encargaba de su caligrafía. Se inclinó sobre él, guiando su mano con la suya para asegurarse de que cada letra fuera perfecta. Su proximidad era cálida y reconfortante, pero también transmitía una sensación de disciplina. Sabía que Iván debía aprender a escribir con elegancia y precisión, pues un noble debía poseer tanto destreza con las armas como con la pluma.
El tiempo transcurrió con una calma hipnótica. Las horas pasaron entre relatos de antiguas dinastías, prácticas de escritura y análisis de mapas que delineaban el mundo conocido, desde su continente Aurolia —un enorme continente fragmentado en territorios independientes, manteniendo títulos según el tamaño de sus dominios, con baronias, vizcondados, condados, marqueseados, ducados, reinos y imperios en constante tensión— hasta otros continentes como Yuxiang al sureste un territorio fragmentado en dinastías rivales donde cada territorio se proclamaba gobernante legítimo de una tercera parte del continente, con tribus nómadas y densas selvas al sur; las islas Yamashiro, un archipiélago al este con islas fragmentadas en miles de clanes de Tenshin; Arzhad al sur de Aurolia con geografía desértica y costumbres unificadas por la fe, aunque con batallas internas por poder; y Norvadia al norte, el continente más salvaje y brutal, donde solo el más fuerte gobernaba sin importar linaje, hogar de guerreros feroces y sanguinarios. Estos eran los principales que le estaban haciendo aprender y expandiendo su visión del mundo.
La historia de ese mundo era larga, y su memoria, aunque fragmentada, estaba tejida de epopeyas. Había un tiempo en que no existían más que ciudades-estado, cada una un pequeño mundo cerrado, hasta que fueron esclavizadas por imperios antiguos y por razas ahora extintas o relegadas. Elfos del norte, orcos de las estepas centrales con hachas brutales, ogros montañosos que aplastaban fortalezas, naga del sur, vampiros que gobernaban con puño de seda y colmillo de hierro, hombres-bestia que bajaban con la niebla como hordas salvajes. Las razas antiguas subyugaron a los hombres durante siglos, esclavizándolos en minas y campos. Pero los héroes —reales o mitológicos— se alzaron, expulsando a los invasores en un crisol de guerras que destruyeron continentes enteros, dejando ruinas y cicatrices en la tierra.
Tras la expulsión de los señores oscuros, los humanos volvieron a fragmentarse, como era su costumbre: pequeños reinos, tribus salvajes, caudillos sin ley. Pero con el tiempo, surgieron casas nobles que impusieron orden, que consolidaron el poder y fundaron grandes reinos. Bandera tras bandera, vasallaje tras vasallaje, las tierras se estabilizaron. Y fue entonces, cuando aún todo parecía tambalearse, que surgió Arkhos, llamado El Unificado.
Arkhos Zirak, rey del Reino de Elyndar y cabeza de la antigua Casa Zirak, se embarcó en una cruzada de conquista que parecía imposible. Pero en apenas tres décadas, conquistó todo el continente de Aurolia. Desde las costas ásperas del norte hasta las playas con arena escarlata del sur, desde las montañas brumosas del este hasta los pantanos de niebla del oeste. Así nació el Imperio de Eldanthir, un coloso político, cultural y militar que mantuvo unido el continente por dos siglos. Fue un imperio de ley, pero también de control férreo, de vigilancia, de represión, donde los dioses Notrofh eran adorados en templos masivos y las casas nobles juraban lealtad absoluta.
La caída de Eldanthir fue tan épica como su ascenso. Una crisis de sucesión tras la muerte del Emperador Teryon II derivó en una guerra civil devastadora. Aquello fue el inicio de las llamadas Guerras de Fragmentación, un siglo de caos donde cada provincia quiso ser su propio imperio, donde hermanos luchaban contra hermanos, y las alianzas se hacían y rompían con la misma facilidad que una copa de vino al caer. El Imperio se resquebrajó en pedazos, dando lugar a los ducados, reinos y principados actuales, con títulos basados en el tamaño y poder de los territorios, en un sistema de vasallaje complejo similar a un mosaico de lealtades frágiles. Aurolia se convirtió en un tablero de ajedrez donde casas como los Erenford prosperaban mediante astucia y fuerza, siempre al borde de la guerra.
Afuera, el sol avanzaba lentamente por el cielo, pero dentro del castillo, el tiempo parecía detenerse en la quietud de la educación. Iván absorbía todo con suma atencion.
Cuando las lecciones llegaron a su fin, las niñeras decidieron que era momento de un descanso, y nada resultaba más apropiado que un cuento antes del anochecer. Iván, todavía sumergido en las complejidades de los números y la historia, aceptó sin protestar cuando Elara, con su habitual dulzura, lo tomó en brazos y lo acomodó sobre su regazo. Sus manos suaves recorrieron su cabello con lentitud, despejándolo de su frente mientras le brindaba una calidez reconfortante.
Mira, cuya voz poseía una cualidad envolvente, comenzó la narración con un tono pausado y melodioso. Sus palabras flotaban en la habitación, tejiendo una historia de valentía y tragedia, de promesas rotas y destinos sellados por la sangre. Amelia, por su parte, se colocó frente a ellos y con movimientos hábiles desplegó un pequeño teatro de títeres, representando cada escena con precisión y expresividad, asegurándose de que Iván no solo escuchara la historia, sino que la viera cobrar vida ante sus ojos expectantes.
—Érase una vez —empezó Mira, su voz acunando la atención de Iván, sumiéndolo en la narrativa con cada sílaba pronunciada—, cuando nuestro gran reino aún era joven y las almas valientes vagaban por la tierra, vivía un joven noble llamado Aldric Erenford...
Los títeres cobraron movimiento bajo las manos de Amelia, mostrando a un joven de cabello platinado y mirada determinada.
—Aldric descendía de una línea de guerreros que habían defendido estas tierras con acero y sangre. Su padre, su abuelo y los ancestros antes de ellos habían derramado sangre en la conquista de estas tierras, labrando con sus sacrificios la seguridad que hoy gozamos. Él ansiaba continuar con el legado, pero aún no había probado su temple en batalla —continuó Mira, permitiendo que la historia se expandiera, su voz adoptando un tono solemne.
Las palabras parecían envolver el aire de la habitación, mientras la tenue luz de los candelabros parpadeaba contra las paredes de piedra, proyectando sombras alargadas que se movían con las figuras de los títeres. Iván, con la cabeza apoyada en el regazo de Elara, observaba la historia desarrollarse, su pequeño rostro reflejando una concentración profunda, absorbiendo cada detalle como si fuera más que un simple relato.
—Una noche, durante un banquete en el gran salón del castillo, los guerreros que acompañaban a su padre contaron sobre la amenaza que se cernía sobre los poblados de las montañas: una tribu de hechiceras, mujeres marcadas por la oscuridad, que descendían en las noches para robar niños de sus camas y ofrecerlos a entidades más antiguas que el tiempo mismo.
Amelia elevó dos títeres vestidos con harapos oscuros, representando a las hechiceras, sus movimientos torcidos y susurros apenas audibles lograban darle una cualidad inquietante a la narración. Iván sintió un leve escalofrío recorrer su espalda, pero no apartó la mirada —no era miedo, sino interés por la historia.
—Las aldeas estaban aterrorizadas —prosiguió Mira—. Cada luna llena, un nuevo niño desaparecía. Los rastros conducían a las montañas, pero aquellos que se aventuraban demasiado cerca no regresaban jamás.
Elara sintió el cuerpo de Iván tensarse ligeramente, y sin dejar de acariciar su cabello, susurró con suavidad:
—No temas, mi pequeño señor. La historia aún no ha terminado.
Iván no respondió; no era miedo, era interés por la historia, pero su respiración se mantuvo estable, atento a cada palabra.
—Aldric, al escuchar estos relatos, sintió que la sangre de sus ancestros ardía en sus venas. Deseaba enfrentarse a la amenaza, demostrar su valía, probar que era digno del apellido que llevaba. Rogó a su padre que lo dejara unirse a la expedición, y el rey, tras observar la determinación en los ojos de su hijo, le concedió el derecho de empuñar la espada en aquella campaña.
El sonido de la tela deslizándose entre los dedos de Amelia resonó apenas en la habitación cuando movió a los títeres para representar a un grupo de guerreros, montados en sus caballos, adentrándose en un bosque cuyas sombras parecían cobrar vida bajo la tenue iluminación de la sala.
—La marcha no fue fácil —continuó Mira, su tono adquiriendo un matiz más sombrío—. La nieve cubría los caminos, los lobos aullaban en la distancia y la misma montaña parecía conspirar contra ellos. Cada paso era un reto, pero la voluntad de Aldric permaneció firme. Con cada noche que pasaba, sus manos temblaban menos al sujetar la empuñadura de su espada. La anticipación crecía en su pecho, el ansia de enfrentar lo desconocido.
Iván se hundió más en el regazo de Elara, sus pequeñas manos apretadas sobre la tela de su vestido.
—Finalmente, después de semanas de viaje, llegaron a la boca de un desfiladero envuelto en neblina. Más allá, entre las grietas de las montañas, yacía el refugio de las hechiceras. El aire olía a ceniza y a muerte. Las voces de los guerreros descendieron a susurros. El miedo, aun entre los más valientes, era palpable.
Las llamas de los candelabros titilaron, proyectando sombras inquietas que se mezclaban con las figuras de los títeres. Amelia hizo que las hechiceras se deslizaran entre las rocas, moviéndose con sigilo, apenas perceptibles en la penumbra.
—Y entonces…
Mira interrumpió su narración de golpe, su voz quebrándose en un murmullo apenas audible cuando un ruido extraño resonó más allá de la puerta de la habitación. Fue un sonido sordo y violento, como el golpe de algo pesado contra la madera, seguido de un crujido prolongado y el eco de pasos apresurados en los pasillos. No eran los pasos uniformes de la guardia, no eran los movimientos disciplinados a los que estaban acostumbradas.
Las tres niñeras se tensaron al instante, un escalofrío recorrió sus espaldas cuando la realidad del peligro se hizo evidente. Amelia, con una rapidez letal, deslizó su mano bajo su falda y extrajo una daga fina y afilada que brilló tenuemente con la luz de las velas. Elara, sin perder un segundo, aferró a Iván contra su pecho, protegiéndolo instintivamente con su propio cuerpo. Mira, más cercana a Amelia, se movió con una agilidad casi felina, sacando su propia daga con dedos firmes, sus ojos clavados en la puerta que vibraba con cada golpe.
Ninguna de ellas avanzó. Permanecieron juntas, retrocediendo poco a poco, como animales acorralados en una madriguera, cada músculo de sus cuerpos preparado para la inminente amenaza. Los sonidos más allá de la habitación se intensificaron. Gritos. El chirrido del metal cortando el aire. Un jadeo ahogado seguido de un estruendo sordo, el sonido de un cuerpo desplomándose. El olor a hierro comenzaba a filtrarse por las rendijas de la puerta.
Entonces, de forma abrupta, la madera cedió.
Un legionario de las Sombras irrumpió en la habitación con la violencia de una tormenta, cubierto de sangre, su armadura ennegrecida mostrando múltiples cortes y abolladuras. Respiraba con dificultad, cada bocanada de aire era un esfuerzo titánico. Sus ojos, inyectados en sangre, recorrieron la habitación hasta posarse en el niño que Elara protegía.
Se quitó el yelmo con una mano temblorosa, revelando un rostro marcado por el desgaste de la batalla. El sudor resbalaba por su frente, mezclándose con la sangre ajena que manchaba su piel. Sus labios temblaron antes de formar palabras entrecortadas:
—Llévense… al heredero… ahora… —Su voz era un eco agonizante, pero la urgencia en su tono no admitía réplica—. Protéjanlo.
Las niñeras no dudaron. La orden fue recibida como un mandato absoluto. Amelia fue la primera en reaccionar, empujando a Mira hacia la salida mientras Elara aseguraba a Iván entre sus brazos. El niño, incapaz de comprender el horror que los envolvía, solo pudo ver cómo el legionario se colocaba el yelmo de nuevo, enderezándose como si su propio cuerpo destrozado ya no le perteneciera. Se preparaba para luchar, para morir si era necesario.
El estruendo al otro lado de la puerta se volvió ensordecedor. Golpes salvajes sacudieron los goznes, y un rugido de guerra hizo vibrar las paredes de piedra. El castillo entero estaba sumido en un caos despiadado, en un pandemónium de acero y sangre.
Elara apretó a Iván contra su pecho, sintiendo el ritmo frenético de su corazón contra su propia piel. Salieron de la habitación en una estampida de desesperación.
Los pasillos del castillo eran un laberinto de sombras alargadas por las lamparas parpadeantes. El suelo de mármol, antes pulcro e impecable, ahora estaba manchado con huellas de sangre y barro, los cuerpos de los caídos esparcidos en ángulos antinaturales. Algunos guardias yacían con gargantas abiertas, ojos vidriosos fijos en el techo; otros, sirvientes inocentes atrapados en el fuego cruzado, con flechas clavadas en el pecho. El aire estaba espeso con el olor a humo y carne quemada, ya que tapices ardían en las paredes, enviando chispas que iluminaban el horror.
El rugido de la batalla los perseguía. El choque del acero, el silbido de las flechas cortando el aire, los alaridos desgarradores de hombres encontrando su final. Iván, apretado contra Elara, sentía cada grito como una puñalada, recordando su muerte pasada: el cuchillo en el abdomen, la sangre caliente. "No otra vez", pensó, el pánico mezclándose con rabia. No perdería esta vida de lujo por traidores.
Amelia iba al frente, su daga desenvainada, Mira iba detrás de ella, una daga en cada mano, girando la cabeza en todas direcciones como un animal acorralado.
Elara, con Iván aferrado a su pecho, corría con todas sus fuerzas, su respiración entrecortada y su pecho ardiendo por el esfuerzo. El peso del niño no era lo que la agotaba, sino el miedo aplastante, la certeza de que en cualquier momento, el filo de una espada podría alcanzarlos.
El sonido de pasos acelerados los alcanzó desde un corredor lateral. Amelia giró sobre sus talones, lista para atacar, pero se detuvo cuando una figura emergió de la penumbra.
Era otro legionario, aunque su estado no era mejor que el del anterior. Su brazo izquierdo colgaba inerte, una herida profunda teñía de rojo su armadura.
—No hay tiempo, la fortaleza está comprometida —jadeó, su mirada recorriendo el grupo—. Lleven al heredero a los pasadizos subterráneos.
Mira asintió con la urgencia de alguien que sabe que cada segundo cuenta.
Siguieron al legionario a través de los oscuros pasillos del castillo, sus pasos resonando sobre el mármol frío, mezclándose con el eco lejano de gritos desgarradores y el choque ensordecedor del acero contra el acero. Las antorchas en las paredes titilaban con violencia, proyectando sombras distorsionadas que parecían retorcerse como espectros danzantes en la penumbra. El aire estaba impregnado de un hedor metálico, el inconfundible aroma de la sangre derramada, de la carne quemada por las llamas que devoraban las cortinas y alfombras del castillo. En un pasillo, pasaron por un grupo de sirvientes muertos, acuchillados mientras huían, y Elara cubrió los ojos de Iván para ahorrarle la vista.
Iván sintió el miedo hundirse en su estómago como una garra helada. Se aferró con fuerza a la tela del vestido de Elara, sus pequeños dedos crispándose en la seda manchada de polvo y sudor. No comprendía del todo la magnitud del desastre, pero su instinto le gritaba que la muerte estaba cerca, acechando en cada rincón, en cada sombra que se alargaba con las llamas. "¿Quiénes son? ¿Por qué ahora?", se preguntaba, su mente racing con posibilidades: rivales nobles, traidores internos, o peor, una invasión de las razas antiguas que aún merodeaban en las fronteras.
El legionario se movía con urgencia, girando en los corredores con precisión, con la seguridad de alguien que conocía cada pasaje del castillo. A pesar de la pesada armadura que llevaba encima, su cuerpo se movía con agilidad, su respiración acelerada, su mano aferrando con fiereza la empuñadura de su alabarda ensangrentada. De vez en cuando, lanzaba una mirada rápida sobre su hombro, asegurándose de que las mujeres y el niño seguían tras él, sin disminuir su paso.
Detrás de ellos, el rugido de la batalla se intensificaba. Gritos de agonía se elevaban en el aire, algunos apagándose de forma abrupta, seguidos por el ruido sordo de cuerpos desplomándose contra el suelo de piedra. El sonido de los incendios consumiendo los tapices reales formaba un fondo constante de crepitantes lamentos. En un momento, una flecha pasó zumbando cerca, clavándose en la pared, y el legionario gruñó: "¡Abajo!", empujándolos a un rincón hasta que el peligro pasara.
—Más rápido! —gruñó el legionario, sin detenerse.
Elara, con Iván fuertemente sujeto contra su pecho, apenas podía seguir el ritmo. Sus piernas temblaban por el esfuerzo, pero no aflojaba su agarre. Amelia iba a su lado, su daga sujeta con fuerza, sus ojos recorriendo cada esquina con la vigilancia de un animal acorralado. Mira, la más ágil de las tres, se mantenía justo detrás del legionario, su mano apoyada en la empuñadura de su daga.
Entonces, un rugido ensordecedor resonó por los pasillos, un sonido gutural y aberrante que heló la sangre de todos. Algo inhumano. Algo que no pertenecía a este mundo —un gruñido profundo, como el de un ogro o un hombre-bestia, eco de las razas antiguas que Iván había estudiado.
El legionario se detuvo en seco, con los ojos muy abiertos, y giró bruscamente sobre sus talones.
—Corran —susurró, su voz apenas audible sobre el estruendo de la batalla.
Y sin darles tiempo a reaccionar, se lanzó de vuelta al corredor del que habían venido, alabarda en alto, gritando un desafío: "¡Por los Erenford!" El choque de metal y un rugido respondieron, seguido de un grito cortado.
Elara ahogó un grito. Amelia la agarró del brazo y la empujó hacia adelante.
—Nos están dando tiempo! ¡Corre!
Los pasillos se alargaban como laberintos interminables, cada puerta cerrada se sentía como una oportunidad perdida de salvación. Las pisadas de las niñeras resonaban con fuerza contra la piedra, sus jadeos se mezclaban con los lejanos clamores de muerte. Iván sollozaba en silencio contra el hombro de Elara, su pequeño cuerpo temblando con cada sacudida del movimiento.
Finalmente, las escaleras que descendían a los pasadizos subterráneos aparecieron ante ellas, una grieta oscura en la pared de piedra. Sin detenerse a pensar, se precipitaron dentro.
El aire en los pasadizos subterráneos era denso y húmedo, saturado con el hedor rancio del moho y la tierra vieja. La piedra fría de las paredes, cubierta de una capa viscosa de musgo, se sentía pegajosa al tacto, como si rezumara el mismo miedo de quienes antes habían buscado refugio en aquellas profundidades. El suelo, irregular y traicionero, parecía acechar cada paso, esperando el más mínimo descuido para hacerles caer. Solo una antorcha solitaria luchaba contra la penumbra, su llama parpadeante proyectando sombras deformes que bailaban con una malevolencia silenciosa sobre los muros agrietados.
Los gritos en la superficie se habían vuelto un murmullo lejano, pero no por ello menos aterrador. La conciencia de lo que ocurría más arriba pesaba sobre ellos como una losa, sofocante y asfixiante. Iván se aferraba con manos temblorosas a la tela del vestido de Elara, su pequeño cuerpo vibrando con cada espasmo de miedo. No podía ver su rostro, pero sentía cómo su agarre se endurecía, como si con solo sostenerse de ella pudiera anclarse a la frágil seguridad que aún les quedaba.
Las preguntas se amontonaban en su mente, hirviendo con una furia impotente. "No otra vez. No otra vez. Todo había estado bien. Todo había sido perfecto". Su nueva vida, su segunda oportunidad, había sido un espejismo cruel, roto en un abrir y cerrar de ojos. La felicidad, la tranquilidad que había experimentado, se desmoronaba como un castillo de arena ante la embestida de una ola imparable. Su cuerpo de niño temblaba de miedo, pero su mente ardía con un fuego diferente. Rabia. Desesperación. No era el llanto indefenso de un niño asustado, sino la frustración contenida de alguien que había probado la luz solo para ser arrojado, una vez más, a la oscuridad.
Elara caminaba con pasos rápidos pero medidos, sus movimientos guiados más por la necesidad que por la urgencia. A su lado, las niñeras mantenían una vigilancia constante, con sus manos crispadas alrededor de las empuñaduras de sus dagas. No eran guerreras, ni estrategas, pero la devoción y el miedo las habían transformado en mujeres dispuestas a matar por el niño al que protegían.
El pasillo se estrechaba conforme avanzaban, las sombras tragándolos por completo. El sonido de sus propios pasos retumbaba en la piedra como un eco hueco, un recordatorio de lo solos que estaban en aquel laberinto de oscuridad y desesperación.
El tiempo se estiraba de forma inhumana. Cada minuto parecía un castigo, una tortura invisible que se filtraba en su sangre y la volvía hielo. Cada sonido más allá de la puerta que habían dejado atrás aceleraba los latidos de su corazón, anunciando peligros invisibles al acecho. Y entonces, un estruendo sacudió los cimientos del castillo.
Un rugido de piedra y metal quebrándose retumbó a lo lejos, acompañado por el grito agonizante de algún desafortunado que no había podido escapar. El suelo vibró bajo sus pies, lanzando pequeñas piedras y polvo desde el techo. Uno de los candiles adheridos a la pared parpadeó, su luz titilante proyectando una danza grotesca de sombras alargadas.
—Sigamos… —susurró Elara con un hilo de voz, pero la determinación en su tono no se rompió.
Con esfuerzo renovado, cruzaron una puerta de madera reforzada con hierro, pesada y chirriante. Elara se detuvo por un segundo, como si evaluara la seguridad del refugio que tenían delante. El interior de la cámara era un espacio reducido, con paredes de piedra desnuda y muebles mínimos. Había un catre en una esquina, un par de barriles vacíos y un baúl cubierto de polvo. Era un escondite más que una salida.
Las niñeras se apresuraron a cerrar la puerta tras ellos, asegurándola con una tranca de metal. Cuando el sonido del cerrojo encajando en su sitio resonó en la habitación, Iván sintió que por fin podía respirar, aunque fuera por un instante. Sus piernas flaquearon y dejó que lo acostaran en el catre con cuidado, aunque su mente seguía atrapada en el caos del exterior.
—Todo estará bien, Ivy… —susurró una de las niñeras, acariciando su cabello con manos aún temblorosas.
Pero él no podía creerlo. No podía aceptar que las palabras dichas entre lágrimas fueran más que un intento desesperado de convencerse a sí mismas. Afuera, el mundo se desmoronaba, y ellos eran solo hojas arrastradas por una tormenta demasiado grande como para ser detenida. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la pesada puerta comenzó a ceder ante la fuerza que la empujaba desde el otro lado. Instintivamente, las niñeras se interpusieron entre la abertura y él, protegiéndolo con sus cuerpos, aunque sus lágrimas no cesaban, su determinación seguía intacta.
El aire era denso y cargado de una humedad pegajosa que se adhería a la piel como una segunda capa, trayendo consigo el hedor agrio del moho y la podredumbre acumulada en las paredes cubiertas de musgo. Las piedras resquebrajadas del suelo traicionaban a cada paso, amenazando con hacerlos tropezar en la penumbra apenas disipada por la llama agonizante de una única antorcha, cuyo titilante resplandor proyectaba sombras deformes en la fría mampostería.
Las tres mujeres se mantenían en un círculo cerrado alrededor del niño, sus cuerpos formando una barrera frágil pero inquebrantable. Aferraban con fuerza las empuñaduras de sus dagas, los nudillos blancos por la presión. A pesar de que sus corazones golpeaban frenéticos en sus pechos y la desesperación oprimía sus gargantas, sus ojos no mostraban más que determinación. No había escapatoria. No había más opciones. Si lo peor llegaba, pelearían hasta la última gota de sangre antes de permitir que una sola mano profanara al pequeño que protegían.
En el suelo, envuelto en los pliegues de una manta gruesa, Iván no podía hacer otra cosa más que aferrarse a los fragmentos de su propia cordura. Su respiración era errática, jadeante, como si su propio cuerpo luchara contra la realidad que lo sofocaba. El terror, frío y afilado como una cuchilla, lo mantenía inmóvil, paralizado en una angustia sin forma ni nombre. No importaban las palabras de consuelo, ni la calidez de las manos que intentaban calmarlo. Sabía que eran mentiras piadosas, un pobre intento de consolarlo a él tanto como a ellas mismas.
Afuera, más allá de la puerta pesada y maciza que era la única separación entre ellos y la calamidad que se cernía sobre la fortaleza, los ecos de la batalla aún resonaban. Gritos ahogados, choque de espadas, el retumbar sordo de cuerpos cayendo al suelo. La muerte danzaba en los pasillos, y cada segundo que pasaba era un juego cruel en el que el destino decidía quién viviría y quién no.
Entonces, el sonido que más temían llegó.
Un crujido profundo y gutural, el gemido de la madera cediendo. La puerta, su única barrera contra lo desconocido, comenzaba a abrirse.
Las niñeras reaccionaron al instante, formando un muro con sus cuerpos. Sus manos temblaban, pero sus ojos ardían con la resolución de quienes ya habían tomado una decisión. Iván sintió un nudo en la garganta, sus pequeños dedos se aferraron a la tela de su manta con tanta fuerza que sus uñas se hundieron en la tela. El tiempo se detuvo en ese instante, un parpadeo eterno donde la certeza de la muerte parecía sellada.
Pero lo que se presentó ante ellos no fue un verdugo ni una sombra asesina.
Era ella.
Su madre irrumpió en la estancia con la gracia imponente de un espectro nacido de la desesperación. Su vestido de fino terciopelo estaba rasgado, las mangas manchadas con la sangre de hombres que probablemente ya no respiraban. Su cabello negro, generalmente pulcro y recogido con precisión, caía en ondas desordenadas sobre su rostro tenso, enmarcando sus ojos salvajes y febriles que recorrían la habitación con urgencia desesperada.
El alivio la golpeó como una ola cuando encontró a su hijo. Sus piernas temblaron, su compostura apenas resistió el embate del miedo que aún se negaba a soltarla.
Iván sintió sus brazos envolverlo antes de poder siquiera reaccionar. Era un agarre firme, casi desesperado, como si quisiera asegurarse de que él realmente estaba allí, de que no era una ilusión de su mente atormentada. El peso de su angustia se hizo evidente cuando sintió las gotas cálidas de sus lágrimas caer sobre su cabeza.
—Gracias a los dioses… —murmuró su madre contra su cabello, su voz rota por la emoción—. Estás a salvo…
Pero incluso en su consuelo, había una verdad ineludible: nadie estaba realmente a salvo. Iván abrazó a su madre, sintiendo su corazón latir con fuerza.
Cuando finalmente se apartó, lo hizo con esfuerzo, obligándose a recuperar la compostura. Se enderezó, dejando atrás la fragilidad momentánea, y dirigió su atención a las tres mujeres que habían protegido a su hijo con sus vidas. Sus ojos recorrieron sus rostros con una mezcla de gratitud y un respeto silencioso.
—Elara, Mira, Amelia… —su voz, aunque aún teñida de emoción, recuperó la firmeza de quien estaba acostumbrada a gobernar—. No hay palabras que puedan expresar lo que han hecho. No han salvado solo al heredero de Erenford. Han salvado a mi hijo.
Las tres mujeres sintieron el peso de esas palabras, un reconocimiento que iba más allá de la formalidad, más allá del deber impuesto por la servidumbre. Lágrimas silenciosas surcaron sus mejillas, pero no de miedo, sino de una profunda emoción.
—No lo hicimos por el linaje —susurró Elara, su voz quebrada—. Lo hicimos porque lo amamos.
—No hubiéramos dudado en dar la vida por él —agregó Mira, con los labios temblorosos.
—Iván no es solo nuestro amo… —la voz de Amelia era apenas un hilo quebradizo—. Es nuestro niño.
La madre de Iván las observó en silencio durante un largo instante, como si intentara absorber la profundidad de sus emociones, como si quisiera grabar en su corazón la devoción y el amor inquebrantable que esas mujeres habían demostrado. Luego, con un movimiento lento pero decidido, abrió los brazos y las envolvió a todas en un abrazo firme y protector, incluyendo a su hijo en el centro de aquel gesto. Sus cuerpos temblorosos se aferraron entre sí, buscando calor, buscando alivio en medio de la tragedia que había ensombrecido sus vidas. Las lágrimas de todas se entremezclaron en aquel abrazo silencioso, una despedida a la inocencia arrebatada, un último instante de consuelo antes de que la realidad volviera a imponer su cruel dominio.
Cuando finalmente se separó, la mirada de la Duquesa se posó en su hijo y, por primera vez en lo que parecían siglos de oscuridad y angustia, una sonrisa genuina se dibujó en sus labios. Su voz, aunque aún teñida de cansancio, emanaba un profundo alivio.
—Gracias… de todo corazón —susurró con una gratitud que trascendía las palabras. Sus ojos recorrieron los rostros de las niñeras, reflejando una admiración sincera por su valentía. No eran simples sirvientas; eran protectoras, guardianas de lo más preciado que tenía en este mundo.
Pero el respiro fue efímero. Afuera, la realidad esperaba, brutal y despiadada.
El castillo, que alguna vez había sido un santuario impenetrable, ahora se asemejaba a un campo de batalla devastado. Los pasillos, antes majestuosos y repletos de tapices bordados con historias de gloria, ahora estaban manchados con la sangre de los caídos. Los cuerpos de soldados y traidores yacían esparcidos como muñecos rotos, algunos aún gimiendo en agonía, otros ya entregados al frío abrazo de la muerte. Alba, saliendo de los pasadizos con Iván y las niñeras, presenció la carnicería: un legionario con el pecho abierto, un atacante con la cabeza aplastada contra la pared, charcos de sangre que se extendían como ríos rojos.
Las órdenes no tardaron en llegar. Lady Alba, con su porte digno y su expresión endurecida por la tragedia, tomó el control de la situación sin titubear.
—Quiero cada rincón del castillo purificado —ordenó con firmeza, su voz resonando en los salones que aún olían a hierro y desesperación—. No debe quedar ni una sola gota de esta sangre maldita mancillando nuestro hogar. Quiero las paredes lavadas, los cuerpos retirados, las heridas cerradas.
Los sirvientes se apresuraron a cumplir su mandato. Pronto, el castillo se convirtió en un hervidero de actividad: soldados heridos eran arrastrados a las salas de curación, donde sanadores con hierbas y ungüentos luchaban por salvar vidas; esclavos y prisioneros se encargaban de retirar los cadáveres, apilándolos en carretas para quemarlos en piras fuera de los muros; sacerdotes negros comenzaban a purificar los suelos con incienso y oraciones a Halthor, rociando agua bendita mezclada con sangre de sacrificios para apaciguar a los dioses. El sonido de cepillos raspando la piedra se mezclaba con los gritos de dolor de los moribundos, y el humo de las piras ascendía al cielo como una ofrenda siniestra.
Pero la limpieza no solo era física. La justicia debía ser impuesta, y Alba no era conocida por su misericordia.
Los prisioneros capturados durante el ataque fueron llevados a las mazmorras, encadenados y obligados a arrodillarse en el suelo de piedra húmeda. Eran un grupo variopinto: mercenarios con armaduras manchadas de sangre, asesinos con túnicas oscuras y ojos llenos de odio, y algunos antiguos miembros de la servidumbre que habían traicionado su lealtad por unas pocas monedas o promesas de poder. Alba descendió a las mazmorras personally, su vestido rasgado reemplazado por uno negro como la noche, simbolizando luto y venganza.
—La mitad serán ofrecidos a los dioses —decretó su madre sin una pizca de emoción en su voz—. La otra mitad… hablará, por las buenas o por las malas.
Los torturadores no tardaron en actuar. Los gritos comenzaron poco después, perforando las entrañas del castillo como un lamento infernal. En la sala de torturas, el crepitar del fuego avivaba las sombras mientras los cuerpos desnudos eran sujetados a mesas de hierro. Se oía el siseo del metal al rojo vivo encontrando la piel, marcando símbolos de traición en pechos y espaldas; el crujir de huesos dislocados en poleas que estiraban extremidades hasta romperlas; las súplicas entrecortadas por el dolor insoportable, como uñas arrancadas una a una o dientes extraídos con tenazas. Algunos confesaban rápido, con la esperanza de una muerte piadosa: revelaban nombres de conspiradores, casas rivales que habían financiado el ataque, motivados por envidia al poder de los Erenford o disputas territoriales antiguas. Otros resistían hasta que el sufrimiento quebraba hasta la última fibra de su ser, gritando sobre un "señor" en las sombras que prometía un nuevo orden.
Los dioses fueron honrados con la sangre de los condenados. En el altar sagrado de la Catedral Negra, los sacerdotes negros pronunciaron plegarias mientras los cuerpos eran sacrificados, sus corazones aún latiendo arrancados de sus pechos y ofrecidos en cántaros de oro. El aroma metálico impregnó el aire mientras la divinidad reclamaba su tributo, y Alba observaba, su rostro impasible, asegurándose de que Kradun y Halthor aprobaran la venganza.
Mientras tanto, los muros del castillo se fortalecían. Las órdenes de la duquesa se cumplieron sin demora: una legión de hierro fue convocada para proteger la capital. Eran guerreros curtidos en la guerra, hombres con rostros marcados por cicatrices y miradas vacías que habían visto más muerte de la que cualquier humano debería soportar. Con ellos, la seguridad del castillo se elevó a un nivel impenetrable, con patrullas triples y un toque de queda.
Dentro de la fortaleza, las medidas de seguridad fueron duplicadas. Soldados patrullaban cada pasillo, cada entrada, cada punto débil que pudiera ser explotado por un enemigo oculto. Nadie pasaba sin ser inspeccionado, nadie hablaba sin ser escuchado. Iván, confinado temporalmente a habitaciones seguras, observaba desde una ventana cómo los sirvientes lavaban la sangre de los patios.
En la penumbra de su alcoba, Iván observaba el resplandor de las antorchas reflejado en el vidrio de la ventana. Su mundo había cambiado para siempre. Atrás quedaba la infancia despreocupada, los juegos en los jardines y las noches de cuentos antes de dormir. Ahora, su vida estaba teñida de sangre y fuego, de promesas de venganza y una sombra de muerte que nunca los abandonaría.
La noche se extendía sobre el castillo como un manto de sombras pesadas, sofocando el eco de la reciente masacre. Afuera, el viento ululaba a través de las torres, arrastrando consigo el aroma metálico de la sangre seca y el humo de las antorchas que aún ardían en la muralla. Sin embargo, en el interior de los muros de piedra, el silencio reinaba con un peso inquietante. No era el tipo de calma que traía consuelo, sino aquella que precedía a una tormenta aún mayor.
En la privacidad de sus habitaciones, Iván y su madre encontraron un instante de tregua, una burbuja de calidez en medio del caos que aún palpitaba más allá de las puertas. La mujer, con el rostro endurecido por la tragedia, se sentó en la orilla de la cama y abrió los brazos, invitando a su hijo a refugiarse en su regazo. Sin dudarlo, el niño se dejó caer contra su pecho, hundiendo el rostro en la suavidad de su vestido. El leve aroma a lavanda y cenizas impregnaba su piel, una mezcla de familiaridad y guerra que definía la existencia de ambos.
Los dedos de la duquesa recorrieron lentamente el cabello de Iván, apartando mechones despeinados con una ternura casi instintiva. Su tacto era ligero, pero la tensión en su cuerpo delataba el peso de la carga que llevaba sobre los hombros. A pesar de su firmeza, a pesar de su determinación, seguía siendo madre antes que cualquier otra cosa, y la visión de su hijo en peligro la había consumido con una furia silenciosa. Iván, por su parte, se permitía este momento de vulnerabilidad, sabiendo que pronto debería endurecerse.
—Iván —murmuró con voz baja, acariciando la piel de su frente con la yema de los dedos, como si temiera que, al soltarlo, pudiera desaparecer en la oscuridad.
El niño alzó el rostro, encontrando en los ojos de su madre un fuego inquebrantable, una promesa que ardía con la intensidad de una estrella en su último aliento.
—A partir de este día, nada te hará daño mientras yo viva. Tú eres mi todo, y haré todo lo que esté en mi poder para protegerte y mantenerte a salvo.
Las palabras flotaron en el aire con la solemnidad de un juramento, una sentencia grabada en piedra. No era una simple declaración de amor maternal, era una advertencia para el mundo, una maldición para cualquiera que se atreviera a levantar la mano contra su hijo. Iván asintió, sintiendo un calor en el pecho: usaría ese amor como escudo, hasta poder hacerse lo suficientemente fuerte.