Ficool

Chapter 3 - Organización y lugar idílico

—Tenemos menos de tres horas antes de que se haga de noche —dijo Oscar, mirando el cielo que ya empezaba a teñirse de naranja—. Si quieren dormir sin cagarse de frío o que los piquen bichos, más les vale armar sus refugios ya.

Nadie respondió de inmediato. Algunos se miraron entre sí, otros bufaron, otros apenas asintieron. Oscar no esperó reacción.

—Háganle como quieran —soltó al final, encogiéndose de hombros.

Se giró, recogió su hacha y mochila, y caminó hacia su propio refugio improvisado. El que había armado la tarde anterior no estaba mal, pero quedaba demasiado cerca de los demás. El ruido, los llantos y las discusiones le habían taladrado la cabeza toda la noche. Así que decidió moverlo un poco más lejos, hacia un punto del bosque donde los árboles eran más altos y el terreno estaba cubierto de hojas secas.

Desarmó lo que tenía sin mucha ceremonia. Troncos, ramas, hojas de palmera, todo lo volvió a juntar y empezó de nuevo. Le tomó casi una hora levantar la estructura: apoyó los troncos contra un árbol grueso, amarró la lona verde entre dos troncos rectos, la tensó bien para que hiciera de techo inclinado, y reforzó un costado con ramas gruesas. El suelo lo cubrió con hojas secas y una manta extendida, apenas suficiente para no dormir sobre la tierra húmeda.

Se apartó un paso y lo observó. No era bonito, pero era sólido. Más que nada, era suyo.

Oscar se dejó caer adentro, estirando las piernas. El refugio olía a madera fresca y polvo. Afuera, los sonidos del grupo apenas se escuchaban: risas nerviosas, voces discutiendo, alguien llorando bajito. Esa distancia lo relajaba.

Sacó su botella de agua, dio un trago y apoyó la cabeza contra el tronco.

—Así está mejor —murmuró.

Varios minutos después

Oscar ya se había tirado dentro de su refugio, medio dormitando, cuando escuchó pasos en la hojarasca. Se incorporó de golpe, mano en el hacha.

—¿Quién anda?

La lona se movió un poco y apareció la japonesa. La misma que había estado más activa durante el día. Llevaba una mochilita rota abrazada al pecho y lo miraba con cara seria.

—¿Qué quieres? —preguntó Oscar, algo desconfiado.

Ella dudó un segundo y dijo con un acento fuerte:

—Puedo… estar aquí… ¿un rato?

Oscar arqueó la ceja.

—¿Aquí? ¿Y tus amigas?

La chica bajó la mirada, murmurando en japonés:

—ケンカした (me peleé con ellas).

—「疲れてる?」 (¿Estás cansado?)

—(Sí, un poco) —respondió Oscar en japonés, con una pronunciación sorprendentemente buena.

Ella lo miró, arqueando una ceja.

—「本当に上手だね。発音も。」 (Hablas muy bien… hasta la pronunciación.)

—(Bueno… pensaba ir a estudiar allá, así que le eché ganas.) —contestó Oscar encogiéndose de hombros.

Ella sonrió apenas, como si le sorprendiera que ese “chico amargado” tuviera algo más bajo la manga.

—“Yo… español… poquito…” —dijo ella con esfuerzo, marcando cada sílaba despacio.

Oscar soltó una risa breve, seca.

—“Mejor que nada. Tranquila, yo entiendo japonés, tú me entiendes lo que puedas en español, y ya está.”

Abrió la bandeja con un chasquido del aluminio. Pasta reseca con una salsa que apenas tenía color. Le tendió la otra.

—“Toma. No es un festín, pero llena.”

Ella lo recibió con cuidado.

—「ありがとう。」 (Gracias.)

Comieron en silencio un rato, escuchando el mar de fondo. La playa estaba oscura, apenas iluminada por la luna y la fogata. A lo lejos, se escuchaban algunas voces de los otros sobrevivientes, aunque difusas, como si fueran de otro mundo.

La chica lo miró de reojo.

—「皆、私に怒ってる。友達…もう違う。」 (Todas… están enojadas conmigo. Ya no son amigas.)

Oscar tragó un bocado, luego se limpió la boca con el dorso de la mano.

—(Pasa. La gente se quiebra distinto en estas situaciones. Se dicen cosas que no siempre se sienten de verdad.)

Ella frunció el ceño, pensativa, bajando la mirada. Oscar le dio otro mordisco a la pasta insípida.

—(Mira, no soy consejero ni nada, pero… si quieres quedarte aquí, quédate. Nadie va a molestarte. Yo no jodo a nadie.)

La japonesa lo miró fijamente un instante y luego asintió.

—「ここにいる。」 (Me quedaré aquí.)

—(Está bien.)

Oscar se recostó un poco contra una roca, con los brazos cruzados. Ella acomodó su manta a un lado, no demasiado cerca, pero lo suficiente como para sentirse segura.

Antes de cerrar los ojos, Oscar pensó en voz baja:

—(Mi abuelo estaría orgulloso… “a una dama se le respeta”, decía. Aún en esta situación, esas cosas no cambian.)

19 de abril del 2026

Hora:6:20 am

El sol apenas empezaba a pintar el horizonte de naranja. La brisa marina arrastraba olor a sal y humedad, y el fuego de la noche anterior ya era solo un montón de brasas apagadas.

Oscar se desperezó, con los ojos rojos por no haber dormido bien. A un lado, la japonesa todavía dormía envuelta en la manta. Se levantó en silencio, recogió su chaqueta y salió a buscar ramas al borde del bosque.

“Si quiero comer algo de verdad… necesito un arco decente.”

Encontró una rama larga y curva, algo flexible, que probó doblándola con ambas manos. La golpeó un par de veces contra el suelo para comprobar su resistencia.

—“Ésta aguanta.”

Con la navaja empezó a limpiarla de pequeñas ramas, lijándola a su manera con piedras hasta que quedó lisa. Después, rebuscó entre la maleta donde había sacado sogas la noche anterior y cortó un tramo.

Se sentó frente al refugio y, con paciencia, ató los extremos. La cuerda se tensó con un “clac” grave. Probó doblarlo: funcionaba. Tosco, pero un arco al fin.

—「上手いね…」 (Qué bien lo haces…)

La voz de la japonesa lo sobresaltó. Estaba despierta, sentada en la manta, observando.

—(Bah… nada del otro mundo) —contestó Oscar encogiéndose de hombros.

Ella se levantó y se acercó a verlo trabajar.

—「矢も作る?」 (¿También vas a hacer flechas?)

—(Claro. Sin flechas, esto es un palo bonito.) —bufó.

Tomó un manojo de ramas rectas que había recogido. Las cortó del mismo largo, afilando una punta con paciencia. Usó restos de plástico quemado y cinta de maletas para improvisar plumas en el otro extremo. Crudo, pero útil.

Ella lo miraba atenta, a ratos con curiosidad, a ratos con esa seriedad que la caracterizaba.

—“¿Aprendiste solo?” —preguntó en español torpe.

—“No, mi abuelo me enseñó algunas cosas… y lo demás, videos antes del vuelo.”

Ella sonrió apenas, como guardándose el comentario.

Cuando terminó, Oscar tenía un arco tosco y cinco flechas. Se levantó, probó tensar una, apuntó a un tronco y soltó. La flecha se clavó de lado, mal alineada, pero entró.

Oscar sonrió con una chispa de orgullo.

—“Sirve.”

La japonesa asintió.

—「生き残れるかもね」 (Quizá sí sobrevivamos…)

Oscar la miró de reojo, serio pero con un gesto leve de complicidad.

—(Sobrevivir no… vivir. Que es distinto.)

El sol ya estaba arriba cuando Oscar y la japonesa regresaron al campamento improvisado donde los demás habían pasado la noche. Algunos se veían peor que él: ojeras, ropa arrugada, caras largas. Había un murmullo general de que no podían quedarse siempre en la playa.

El mexicano, un tipo flaco de barba rala, levantó la voz:

—“Miren, la playa está bien para empezar, pero no podemos quedarnos aquí. Necesitamos movernos, buscar un lugar más claro, algo plano donde podamos armar refugios de verdad.”

El afroamericano, alto y de voz grave, asintió:

—“Exacto. Aquí estamos expuestos, y si llueve nos jodemos todos. Hay que explorar tierra adentro.”

Oscar, que se mantenía un poco atrás con los brazos cruzados, soltó con calma:

—“Ese era el plan desde el principio… yo ya lo dije ayer. Solo que parecía que nadie escuchaba.”

El mexicano lo miró, medio incómodo.

—“Pues… entonces estamos de acuerdo, ¿no? Mejor movernos en grupo y buscar un buen sitio.”

Oscar se encogió de hombros.

—“Sí, pero no cualquier lado. Necesitamos un claro, algo plano. Si levantamos chozas en cuesta o entre ramas, se nos viene abajo a la primera tormenta. Y ojo con el agua, tenemos que estar cerca de un arroyo o algo.”

El afroamericano lo observó con atención, como evaluándolo.

—“Hablas como si ya supieras lo que buscas.”

Oscar sostuvo la mirada, serio.

—“No se trata de saber, se trata de usar la cabeza. Si quieres sobrevivir, piensa como si esto fuera para siempre, no solo un campamento de scouts.”

El grupo quedó en silencio unos segundos. Nadie quería admitirlo, pero el chico tenía razón.

Una de las chicas del fondo murmuró:

—“Entonces… ¿hoy salimos a explorar?”

El mexicano se adelantó, más animado.

—“Sí. Partimos después de comer lo que quede de las bandejas. Dejamos algunas cosas aquí para volver si es necesario, pero el objetivo es encontrar un sitio mejor antes de que anochezca.”

Oscar se giró hacia su refugio improvisado, el que había armado aparte.

—“Entonces ya váyanse alistando. Yo voy a terminar algo y los alcanzo.”

La marcha era pausada. El bosque, saturado de fragancia a tierra mojada y musgo, se desperezaba al compás de un sol tímido que apenas se filtraba entre las copas. Marcus abría el camino, con Chuy y Rafael justo detrás. Yo me mantenía unos pasos más atrás, sintiendo la presencia constante de la japonesa a mi lado. El resto del grupo —las otras japonesas, la coreana, el español y el gringo— seguían a su aire, dispersos pero atentos.

—“Miren eso,” —la voz de Rafael cortó el silencio, señalando un bulto asomando entre unas raíces retorcidas.

Me acerqué. Era una maleta semienterrada. Con un tirón prudente, logré abrirla. Dentro: barras energéticas, dos refrescos, algunas pilas y un puñado de vendas. Una provisión sin misterio, pero bienvenida. Tomé lo esencial para mi mochila, dejando que el resto del grupo se sirviera.

La japonesa a mi lado observaba, asintiendo en silencio mientras yo organizaba el botín. Dejé la maleta a un lado; había más cajas visibles entre los troncos, restos de un impacto o de sobrevivientes anteriores.

Avanzamos pocos metros y dimos con otro hallazgo: una caja de plástico oculta bajo hojas húmedas. La destapé: cuerdas, un encendedor, unas latas de comida y un par de analgésicos. Todo se fue acomodando con orden en nuestras mochilas.

—“Esto nos va a servir,” —murmuré, más una confirmación personal que una frase para el grupo.

—“Sí, al menos la comida deja de ser una preocupación inmediata,” —replicó Rafael, destapando uno de los refrescos que había guardado.

El grupo se movía con una eficiencia tranquila. Marcus siempre iba adelante, revisando la seguridad de la ruta; Chuy, su sombra protectora; yo, cubriendo la retaguardia; y Rafael, documentando los hallazgos. Las japonesas despejaban las ramas caídas, la coreana examinaba el suelo con minucia y el español se adelantaba de vez en cuando, impulsado por una curiosidad nerviosa.

Media hora después, llegamos a un pequeño claro: tierra firme, algo de hierba, cercado por árboles imponentes. Aquí el premio era mayor: varias cajas de plástico y maletas regadas. Más cuerdas, barras, refrescos, pilas, vendajes, pequeños utensilios. Nada extraordinario, pero sí muy práctico.

—“Este lugar es bueno,” —dijo Marcus, apoyando las manos en sus rodillas para descansar.

—“Y tenemos con qué pasar el día sin problemas,” —añadí, señalando la pila de provisiones.

Me quedé viendo el claro mientras los demás discutían qué hacer. Ellos hablaban de chozas en el suelo, de amontonar ramas y hojas. Yo ya lo tenía claro: mi refugio iba a estar arriba, donde nadie me pudiera sorprender dormido.

Saqué el hacha táctica de la mochila. El mango negro mate brillaba apenas bajo el sol. Pesaba lo justo, equilibrada, como si estuviera hecha para mi mano.

Me acerqué a un árbol recto, de buen grosor, y levanté el hacha. El primer golpe fue seco, casi limpio, como si el filo hubiera nacido para morder madera. Un crujido profundo se extendió por el tronco. Di otro golpe, y otro, cada vez más preciso, siguiendo un ritmo que sonaba como martilleo de un herrero.

El árbol tembló y cayó con un estruendo que sacudió el suelo. Pájaros negros salieron volando en bandada. Me quedé un segundo respirando, observando la obra: un tronco perfecto, listo para usarse.

Uno tras otro, fui derribando árboles medianos. Los acomodé, corté secciones como si siguiera un plano invisible que solo yo podía ver. Con cada estaca que afilaba y enterraba en la tierra, la forma de mi refugio iba apareciendo.

Cuando aseguré los troncos alrededor del árbol central, amarrándolos con cuerdas y nudos firmes, empecé a levantar la base. El esfuerzo era brutal, pero cada movimiento parecía tener sentido, como si el bosque mismo me estuviera dando permiso de moldearlo.

Trepé con ayuda de una cuerda, arrastrando los troncos como si fueran piezas de un rompecabezas. El sudor me caía por la frente, los brazos me ardían, pero cuando encajé la cuarta viga y me senté sobre ella, el aire sopló entre las ramas como un aplauso.

Ya no era solo un montón de madera. Era una plataforma sólida, una promesa de refugio, un hogar elevado sobre el suelo hostil.

Escuché pasos suaves detrás de mí. La japonesa se quedó parada, mirando hacia arriba con los ojos muy abiertos.

—「Sugoi…」 —susurró, casi sin aire.

Me reí por lo bajo, limpiándome el sudor del cuello.

—“¿Qué? Solo es madera.”

Ella negó con la cabeza, en su español torpe:

—“No… es casa. Yo quiero… quedarme aquí. Contigo.”

La miré un momento. Apenas era un esqueleto de refugio, pero visto desde sus ojos, parecía mucho más. Algo estable. Algo seguro.

Suspiré. (Genial, ni lo termino y ya tengo inquilina.)

—“Está bien. Pero aquí no hay turistas. Si te quedas, trabajas igual que yo.”

Ella asintió rápido, con una sonrisa pequeña.

—“Trabajo. Yo ayudo.”

Se agachó enseguida a recoger ramas y empezó a limpiarlas con un cuchillo. Como si ya hubiera decidido que ese árbol era su casa también.

Dejé la mochila al pie del árbol y subí otra vez a la plataforma con el hacha táctica colgando del cinturón. Cada tronco que encajaba parecía cobrar vida bajo mis manos: uno mal puesto y crujía, uno bien colocado y el piso se sentía sólido, casi mágico en su equilibrio.

Abajo, Yumi ya estaba moviéndose entre las cosas de la mochila. Sacaba ramas secas, pedazos de tela y una lata abierta de atún. Sus manos eran pequeñas pero ágiles, y cada movimiento estaba pensado, como si estuviera siguiendo un ritual que solo ella conocía. Murmuraba en japonés mientras apilaba las ramitas:

—火があれば…あったかい… (Si tenemos fuego… será cálido…)

A los pocos intentos, el chisporroteo de las piedras encendió un hilo de humo. Yumi lo observó como si fuera un triunfo épico y luego, sonriendo, gritó:

—¡Fuego!

Desde la altura, la vi acomodar la lata sobre las brasas y partir unas barras energéticas para calentarlas. Cada acción parecía calculada, pero con una gracia natural que hacía que todo se viera simple, aunque no lo fuera.

Me asomé desde arriba.

—¿Eso es seguro? —pregunté.

Ella levantó la vista, sonriendo con suavidad y diciendo con un acento torpe:

—Anata… comer ya.

Me quedé en silencio un instante, arqueando una ceja.

—¿Anata? ¿Qué se supone que significa eso?

Ella bajó la vista y murmuró medio riendo:

—En mi país… esposa llama así a su… husband.

Solté una carcajada seca.

—O sea que ya me casaste sin preguntarme.

Ella sonrió apenas, como si esa broma la divirtiera más de lo que esperaba, y murmuró en japonés, casi para sí:

—バカ… (Baka, tonto.)

El aroma del fuego se mezclaba con la madera quemada, y la brisa fresca del claro rozaba nuestras caras. Me senté un momento sobre la plataforma, dejando que el sudor se secara y disfrutando del pequeño espectáculo: Yumi concentrada en el fuego, controlando cada chispa, y yo arriba, terminando de asegurar los troncos que formarían el piso de mi refugio.

—Si sigues así, me voy a acostumbrar a que siempre me hables así —dije, medio bromeando mientras ajustaba un tronco.

Ella alzó la cabeza y me miró de reojo, apenas sonriendo.

—Anata… no quejar. Comer primero. Después hablamos.

Suspiré y asentí, dejando que ese momento simple se sintiera más grande de lo que era. Mientras yo terminaba de levantar la base, ella se encargaba del fuego y la comida, haciendo que el claro dejara de ser un lugar desordenado lleno de cajas y troncos, y empezara a parecer un hogar improvisado, pero sólido.

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