Ficool

Chapter 2 - primer contacto

Abrí los ojos y lo primero que sentí fue un dolor punzante en la espalda y un zumbido ensordecedor en los oídos. El mundo giraba un poco, la luz del sol entraba entre los restos del avión y un olor a metal y sangre llenaba mis pulmones.

—Joder… ¿qué mierda pasó? —murmuré, mi voz temblando un poco.

Me incorporé a duras penas. Mis manos temblaban y sentí que el corazón me golpeaba en el pecho. Todo a mi alrededor era un caos absoluto: restos del fuselaje esparcidos por un claro enorme de 200 metros, maletas rotas, asientos arrancados, vidrios por todos lados.

Gritos. Lamentos. Gemidos. Sangre por doquier. La cabeza me daba vueltas y un pequeño ataque de pánico me hizo tropezar con un asiento arrancado. Sentí que me faltaba el aire, como si el mundo entero se estuviera cayendo encima.

—Calma… respira, cabrón… —me dije, tratando de no gritar como un imbécil.

Conté a los sobrevivientes que podía ver. De los cientos de pasajeros que debían estar en la sección central, solo unos 25 seguían vivos, moviéndose como zombis, sangrando, llorando o simplemente paralizados por el shock. La chica que estaba a mi lado antes… no la veía. Un nudo se formó en mi estómago.

—Mierda… mierda… mierda —susurré, respirando agitadamente—. Esto… esto es un puto desastre.

Respiré hondo otra vez, aunque me costaba. Tenía que moverme. No podía quedarme ahí tirado entre cadáveres y restos de avión. Lo primero: buscar algo útil, algo que me diera una mínima chance de sobrevivir.

Me acerqué a la sección más grande del fuselaje que había sobrevivido al choque. Cada paso era un riesgo: metal retorcido que podía cortarme, vidrios afilados, cuerpos esparcidos. Mis manos temblaban, pero empecé a revisar los compartimentos arrancados y maletas abiertas.

—Vamos… algo… cualquier mierda que sirva —murmuré mientras pateaba suavemente un asiento volcado, revisando debajo.

Mi mente gritaba “no puedo creer que esto me esté pasando”, pero algo dentro de mí también decía: si quieres sobrevivir, deja de cagarte y ponte a buscar.

Me arrastré hasta la sección más grande del fuselaje, evitando vidrios, metal torcido y restos de cuerpos. Entre maletas destrozadas y compartimentos todavía cerrados, algo llamó mi atención: un kit de supervivencia.

—Vamos a ver qué mierda hay aquí —murmuré mientras lo abría con cuidado.

Dentro había lo esencial:

Hacha, que me ajusté al cinturón inmediatamente.

Alcohol y un kit básico de primeros auxilios, que decidí guardar para mí. Egoísta, sí, pero necesitaba algo mío primero.

Comida de avión y barras energéticas.

Refrescos y agua embotellada.

Herramientas básicas: alicates y cuchillo multiusos.

Un encendedor pequeño.

Ropa y trapos que podrían servir para improvisar vendajes o refugio.

Metí todo en la mochila X que encontré entre los restos. Cada objeto era un respiro en medio del caos, una pequeña línea de vida.

—Vale… al menos tengo algo con qué sobrevivir hoy —murmuré, respirando hondo. Todavía nervioso, pero un poco más tranquilo.

Conté a los sobrevivientes: tres japonesas, dos gringos, un español, un brasileño, una coreana y un mexicano. Algunos lloraban, otros estaban congelados, mirando el desastre sin moverse.

Pero no todos se quedaron quietos. El mexicano y el brasileño empezaron a moverse rápido, recogiendo restos, buscando cosas útiles, organizando un poco el caos. No eran héroes, solo imbéciles prácticos. Eso me dio un mínimo de confianza: si tenía que toparme con alguien, probablemente ellos serían los que sabían reaccionar.

Una de las chicas japonesas también se levantó y se puso a ayudar. Sus amigas la retrasaban, llorando y gritando, pero ella avanzaba, intentando mover cosas, improvisar algo de orden en el desastre. Me fijé en ella un segundo; no podía acercarme todavía. No era momento de socializar.

—Vale… mejor me largo —murmuré, respirando hondo.

No quería quedarme cerca del fuselaje. En un par de días, los cuerpos empezarían a descomponerse, el olor sería insoportable y podrían aparecer enfermedades. No era plan quedarse allí.

Avancé hacia los árboles, manteniendo el hacha al cinturón y la mochila con lo que pude rescatar. El ruido de los sobrevivientes se fue haciendo más tenue a medida que me alejaba, aunque veía cómo el mexicano y el brasileño seguían moviéndose, organizando lo que podían.

Mientras caminaba, el zumbido de mis oídos empezó a disminuir un poco y empecé a notar un sonido constante: agua. Me abrí paso entre la vegetación hasta que apareció ante mí una playa pequeña, olas golpeando la orilla, arena mojada.

—Bueno…—, respirando hondo. el olor a tierras mojada siempre me gustó

Me detuve un momento, mirando la playa. Podría ser un buen lugar para organizarme

Respiré hondo y me hablé en voz baja:

—Muy bien, pa’… ponte verga. Primero fuego.

Busqué ramas secas y palitos cerca de la orilla. Corté un poco de madera más gruesa con el hacha y junté trapos y papel de las maletas como yesca. Un chispazo del encendedor sobre el papel y trapos, y la llama saltó. Ramitas finas, luego ramas más gruesas, y en minutos ya tenía un fuego estable, con piedras alrededor para que no se esparciera.

Con el fuego prendido, vi un árbol caído a un lado. Perfecto. Lo corté en secciones grandes con el hacha y lo arrastré un poco hacia la playa. Usando ramas largas y las hojas de palmera, empecé a improvisar un refugio más grande: una base de troncos, techo de ramas y hojas que colgaban por los lados. No era bonito, pero me daría sombra, algo de privacidad y protección contra la brisa y lluvia ligera.

El refugio quedó sólido para un primer día. Me senté junto al fuego, observando la playa y el bosque que la bordeaba. No había tiempo para pensar demasiado,

Después de unos minutos sabía que no podía depender de la comida del avión

Oscar estaba agachado, con el pantalón arremangado hasta las rodillas, tallando una rama con el filo del hacha para improvisar una lanza. Tenía los pies llenos de arena y todavía le temblaban las manos de tanto rato aguantando la respiración después del putazo del avión. Escuchó pasos detrás, voces mezcladas, distintas lenguas.

Se giró y vio venir al grupo: tres morras japonesas que hablaban entre ellas en su idioma, una coreana que parecía más tranquila, un brasileño moreno alto que arrastraba una maleta rota, un gringo con cara de mamón que ni sudaba, y otro —más grande, negro, con pinta de que podía partir cocos a mano limpia— que cargaba un pedazo de ala como si nada. Detrás venía otro cabrón con acento parecido al suyo; al escucharlo, Oscar supo que era mexicano.

El primero que habló fue el brasileño, esforzándose con un español roto:

—¿Tú… también… sobreviviente?

Oscar soltó una risilla corta, medio incrédula.

—Pues… no parece que esté muerto, ¿no? —contestó mientras alzaba la lanza.

El mexicano, flaco, con cara de igual estar hasta la madre, soltó:

—No mames, cabrón, pensé que era el único que hablaba español aquí.

Oscar arqueó la ceja, sorprendido.

—¿De dónde?

—Sonora. ¿Tú?

—Veracruz —respondió Oscar, y por primera vez desde el choque, se le alivianó tantito el pecho.

Las japonesas los miraban raro, cuchicheando entre ellas. Una de ellas, la más alta, sacó una pequeña navaja de bolsillo y se agachó cerca del fuego improvisado. Sin decir mucho, empezó a atar ramas y palos, montando un trípode donde colgar lo que fuera que pescaran.

El brasileño señaló el agua y luego a la lanza de Oscar.

—Pescar… ¿sí? Yo ayudar.

Oscar se levantó, se quitó la camisa empapada y los zapatos.

—Pues a ver si sale algo, porque si no… nos vamos a morir de hambre bien rápido.

El mexicano lo imitó, remangándose igual.

—Chingue su madre, vamos.

Ambos entraron al agua fría mientras las japonesas los miraban y cuchicheaban entre risas nerviosas. La coreana, más apartada, empezó a juntar hojas grandes y palmas secas, seguramente pensando en algún refugio.

Después de un rato de intentos torpes, Oscar logró ensartar un pez mediano y lo levantó con una sonrisa de alivio.

—¡Ya chingamos! —gritó, y el mexicano lo siguió con otro pez pequeño.

Cuando regresaron, la japonesa de la navaja se inclinó, señaló los pescados y habló en japonés. Oscar la entendió a medias, suficiente para captar la idea.

—Dice que ella sabe limpiarlos —tradujo con su acento raro, trabándose un poco pero entendible.

El resto del grupo se fue arrimando poco a poco, incluso el gringo mamón que no había hecho nada hasta ahora. Se quedaron mirando, como esperando que alguien les dijera qué hacer.

Oscar bufó, se secó con la camisa y murmuró:

—No mamen… ni que fuera su niñera.

El mar golpeaba cerca, rítmico, como recordándoles dónde estaban atrapados. El humo picaba en los ojos y nadie decía nada. Todos masticaban lento, como si tragar fuera un trabajo extra.

Óscar ya se estaba hartando del silencio.

—Bueno… ya comimos. Pero si mañana nos despertamos sin saber qué chingados tenemos, nos va a cargar la verga. Mejor saquemos todo, inventario, lo básico.

El mexicano del norte, el que había estado con él desde la pesca, asintió con la cabeza.

—Tiene razón, wey. Hay que ver con qué contamos.

El brasileño fue el primero en hablar, con ese acento raro, el español atropellado.

—Yo… tengo una botella de agua, galletas, poquitas. Y un mechero… pequeñito.

Sacó el encendedor como si fuera oro. Nadie se rió.

La coreana, más callada, mostró una bolsita de tela arrugada.

—Dos chocolates, medicina para la cabeza… y una navaja. Pequeña.

Las tres japonesas se miraron entre ellas, como buscando quién se animaba a hablar. La mayor, la de dieciocho, se inclinó un poco y dijo en japonés:

—Barras de arroz… y pañuelos.

Óscar entendió lo suficiente para traducir:

—Traen algo de comer y papel. Sirve.

El gringo negro, que ya había mostrado ser más movido, abrió su mochila y tiró varias cosas frente al fuego.

—Un kit de primeros auxilios, no completo pero usable. Un hacha igual que la tuya, bro. Dos botellas de agua.

Todos guardaron silencio un segundo. Era mucho más de lo esperado. Óscar silbó bajo.

—Con eso ya no nos morimos mañana, mínimo.

El otro gringo, el que se la pasaba echado, soltó con tono amargado:

—Tengo una lata de refresco y una bolsa de papas. Ya, ¿contentos?

El español bufó, cansado.

—Hombre, al menos traes algo. Yo solo… una barrita energética. Eso es todo.

El mexicano del norte, medio sonriente, levantó dos encendedores.

—Yo tengo estos dos, todavía con gas. Y esto.

Sacó un cuchillo de cocina mellado, de esos que se doblan si los fuerzas mucho. Igual todos lo miraron con respeto, como si hubiera sacado un machete.

Finalmente, las miradas fueron a Óscar. Él se rascó el cuello, suspiró, y puso lo suyo en el suelo: el hacha, el kit básico de primeros auxilios, tres botellas de agua y varias barras energéticas.

—Lo que alcancé a agarrar entre las maletas. Tampoco es que esté para presumir.

El fuego crujió, y otra vez silencio. El aire olía a sudor, humo y mar. estaba cómodo.

Oscar se levantó del suelo, palmeándose los pantalones para sacarse la arena. Miró a los demás, que seguían sentados alrededor, algunos revisando mochilas, otros todavía tratando de acomodarse. No parecían paralizados, pero sí agotados y tensos.

Oscar: —Bien… no soy nadie para estar mandando ni preocupando de más, pero tenemos que organizarnos. Si queremos pasar la noche sin problemas, necesitamos más refugios, más tiendas improvisadas, lo que sea.

Alzó la muñeca y revisó el reloj. Las agujas marcaban las tres de la tarde.

Oscar: —Tenemos menos de tres horas antes de que empiece a anochecer. Y créanme… no quieren estar a la intemperie cuando caiga la noche en un sitio como este.

El comentario dejó un silencio breve. Nadie estaba en shock, pero el recordatorio del tiempo hizo que todos se miraran entre sí, con un gesto que mezclaba cansancio y resignación. Uno de ellos soltó un resoplido, otro simplemente asintió, y una chica empezó a recoger lo poco que había podido salvar de su mochila.

La tensión estaba ahí, flotando, pero no los frenaba. Sabían que Oscar tenía razón.

More Chapters