Ficool

Chapter 2 - Capítulo 1

[Eiren]

El sonido de los gallos me despertó, como cada mañana. Abrí los ojos y por un momento me quedé observando el techo de madera de la habitación. Las vigas crujían suavemente con el viento, y el olor a pan recién hecho llegaba desde la cocina.

Un año había pasado desde que abrí los ojos por primera vez en este hogar, desde que Liana y Roderic me encontraron medio muerto a la orilla del río. No recordaba nada de lo que fui antes, pero sí recordaba el calor de esas manos que me sacaron del agua. Desde entonces, había aprendido lo que significaba vivir como un hombre sencillo, en un pueblo lleno de gente buena, trabajadora, que no me hacía preguntas incómodas.

—¡Eiren! —la voz de Liana me sacó de mis pensamientos—. ¡Levántate ya, el desayuno no va a esperar por ti!

Sonreí. Liana nunca dejaba de llenarme de atenciones, como si temiera que me esfumara si no me cuidaba lo suficiente.

Me vestí rápido con las ropas ásperas de lino y salí al comedor. Allí estaban todos:

Roderic, con su espalda ancha como un roble, masticando en silencio pan y queso; Joren, mi hermano mayor, ya con los brazos cruzados y una sonrisa de superioridad; Alenya, que parecía estar inventando una pregunta nueva cada vez que respiraba; y Miriel, que al verme entrar sonrió tímidamente, como si yo fuera alguien especial y no un simple muchacho sin pasado.

—Buenos días —dije, tomando asiento.

—Buenos días, dormilón —me replicó Joren, riendo—. Ya pensábamos que ibas a quedarte en cama todo el día.

—Es más que comprensible —Liana intervino antes de que pudiera responder—. Eiren aún se está recuperando. No todos pueden sobrevivir a un río embravecido y a las heridas que traía. —Me puso una mano en el hombro con ternura excesiva.

—Madre, eso fue hace un año —me quejé, aunque no pude evitar sonreír.

—Y no me importa. Siempre serás mi niño rescatado —dijo ella, pellizcándome la mejilla como si fuera un crío de cinco años.

Todos rieron, menos Miriel, que me miraba con los ojos muy abiertos, como si estuviera de acuerdo con su madre.

—¿Sabes, hermano? —dijo la pequeña, en voz baja—. A veces pienso que caíste del cielo.

—O que te enviaron los espíritus —agregó Alenya con una sonrisa traviesa—. Nadie más se mueve como tú cuando trabajamos en el campo.

Me encogí de hombros. Había intentado explicarles mil veces que no sabía por qué mis reflejos eran tan rápidos, o por qué mi cuerpo parecía recordar cosas que mi mente no. Ellos lo tomaban como algo especial, casi mágico, pero para mí era otra incógnita de mi pasado borrado.

—Lo que sí sé —dijo Joren, golpeando la mesa con el puño— es que hoy vamos a ver quién corta más leña. ¿Verdad, Eiren?

—¿Otra vez con tus competencias tontas? —protestó Alenya—. No todo es fuerza.

—Claro que sí —replicó Joren, inflando el pecho—. Y este mocoso cree que puede ganarme.

—No creo nada —le respondí con calma—. Solo hago lo que hay que hacer.

Roderic levantó la mirada por primera vez, sus ojos serenos como el agua de un pozo.

—Con tal de que ambos terminen el trabajo, que compitan si quieren. La leña no se corta sola.

Las carcajadas llenaron la mesa. El desayuno transcurrió entre bromas, preguntas interminables de Alenya "¿Eiren, crees que las estrellas son fuegos mágicos o soles lejanos?", comentarios tímidos de Miriel y el silencio sólido de Roderic.

Cuando salimos al patio, el pueblo ya estaba vivo: niños corriendo por las calles de tierra, mujeres cargando cestos de pan, hombres saludándose con palmadas en la espalda. El aire olía a humo de chimeneas y a tierra húmeda tras la lluvia nocturna.

Era un lugar sencillo, pero rebosante de vida.

—¡Vamos, hermano! —gritó Joren, entregándome un hacha.

Me coloqué frente al tronco y lo observé. Sentía la madera como si hablara conmigo, como si supiera exactamente dónde debía golpear para partirla en dos. Levanté el hacha, respiré… y en un solo movimiento, limpio y certero, la hoja se hundió. El tronco se abrió como si fuese mantequilla.

Joren silbó.

—Siempre igual… Ni siquiera sudas.

—No es mi culpa —respondí, secándome la frente—. Solo es práctica.

—Práctica, dice —se burló Alenya desde la cerca—. Ni los hombres más fuertes del pueblo cortan así.

Miriel se acercó despacio y me entregó una jarra de agua. Sus ojos brillaban como si me estuviera viendo hacer magia.

—Eres increíble, Eiren.

Me quedé callado, incómodo. No me gustaba que me miraran así, como si yo fuera alguien que ni yo mismo conocía.

—No soy increíble —susurré, bebiendo un sorbo—. Solo tengo suerte.

—Mentiroso —me replicó Alenya, riendo.

Joren me dio un manotazo en la espalda.

—Suerte o no, hoy no te dejaré ganar.

Y así pasó la mañana, entre risas, competencia y el crujido de la leña. Durante un instante, olvidé las preguntas que siempre me perseguían, ese vacío en mi memoria que me arrancaba noches de sueño. Por un momento, fui solo un joven campesino en un pueblo tranquilo, rodeado de gente que me amaba como a un hermano o un hijo.

Pero en lo profundo de mí, en ese silencio que se escondía entre cada golpe del hacha, había algo más. Una sombra que aguardaba.

Y aunque no recordara mi pasado, sabía que algún día esa sombra vendría a reclamarme.

Cuando el sol ya estaba alto, los gritos y bullicio de la calle principal nos distrajeron del trabajo. Dejamos las hachas apoyadas en los troncos y caminamos hacia la cerca para ver qué ocurría.

Una caravana avanzaba lentamente, levantando polvo con sus ruedas de madera y el trote de bestias de carga: enormes alces domesticados, de cornamentas plateadas y ojos inteligentes. Tras ellos, seguían caballos montados por hombres y mujeres armados.

Algunos llevaban armaduras ligeras y capas de viaje: aventureros, sin duda. Otros, en cambio, marchaban con disciplina, con el mismo emblema bordado en el pecho: el sol partido en tres llamas. Reconocí aquel símbolo sin saber cómo; pertenecía a una Casa noble de la región.

Sentí un escalofrío. No en la piel, sino en algo más profundo, algo invisible. El aire vibraba. Era como un murmullo, una corriente subterránea que fluía en todas direcciones.

Maná.

Así lo llamaban. No sabía por qué yo podía sentirlo, pero era como distinguir el calor del fuego sin necesidad de tocarlo. Para mí, el maná era como un río oculto bajo la tierra y el cielo, un flujo que todo lo atraviesa: la savia de los árboles, el aliento de las bestias, la voluntad de los hombres. No todos podían percibirlo. En realidad, muy pocos lo hacían.

—¿Lo sientes también? —preguntó Alenya, mirándome fijamente, como si hubiera notado mi incomodidad.

Negué con la cabeza. No podía decirles que sí, que esa corriente estaba allí, que los soldados y aventureros que pasaban por la calle parecían antorchas encendidas, cada una ardiendo con intensidad distinta.

Callé. Observé. Aprendí.

Desde niño —o desde que tengo memoria, que es lo mismo en mi caso— he escuchado los rumores en el pueblo. No hay taberna, no hay mercado, donde no se hable de los rangos mágicos, de las órdenes militares, de los grandes reinos que gobiernan estas tierras.

La magia, dicen, nació con los Primeros Hechiceros. Hombres y mujeres comunes, unos plebeyos, que escucharon las voces del maná y las transformó en fuego, hielo y relámpago. A partir de ellos, sus descendientes comenzaron a transmitir esa chispa en la sangre. Con el tiempo, esas familias se hicieron poderosas, se elevaron sobre los demás y fundaron lo que hoy conocemos como nobleza.

Claro que no todos los linajes sobrevivieron intactos. Hubo guerras, traiciones, exilios. Sangre noble derramada en campos de batalla, hijos ilegítimos que se mezclaron con plebeyos, casas enteras borradas de la historia. Por eso, aunque se dice que la magia es herencia de la nobleza, no es raro que de cuando en cuando aparezca un plebeyo con afinidad al maná.

¿Eso significa que tienen respeto, poder, influencia? No. La realidad es cruel: los plebeyos con maná siguen siendo plebeyos. No importa qué chispa posean en la sangre. Sin un apellido noble que respalde su poder, jamás tendrán un asiento en las cortes ni un lugar en los registros de los grandes magos. A lo mucho, pueden aspirar a servir como auxiliares en órdenes mágicas o ser reclutados por ejércitos como herramientas útiles.

He escuchado a mercaderes y viajeros hablar de ellos. No basta con sentirlo, dicen. El maná debe cultivarse, moldearse dentro del cuerpo y del espíritu. Así, se distinguen los rangos, desde los más débiles, capaces de encender apenas una chispa, hasta los Maestros Arcanos, que pueden hacer temblar ciudades enteras.

—Iniciados, Adeptos, Virtuosos, Maestros, Arcanos… —susurré para mí mismo, recordando los nombres que una vez escuché en una taberna.

Quizá me equivoque, pero esas palabras parecían encajar en mí como si ya las conociera desde antes de perder la memoria.

La nobleza no reina solo por la magia. No. Sus tronos se sostienen también con acero. Los reinos mantienen ejércitos permanentes, disciplinados hasta la médula. La infantería campesina, entrenada para resistir. Las caballerías pesadas, que arrasan con muros y hombres por igual. Y por encima de ellos, están las Órdenes: cuerpos especializados que sirven directamente a los reyes o a las casas más influyentes.

He oído nombres que me ponen la piel de gallina:

• La Guardia de las Cadenas Rojas, maestros del combate en formación cerrada.

• Los Vigías del Alba, exploradores que nunca duermen y recorren los bosques como lobos.

• La Llama Silente, magos de batalla que invocan fuego sin pronunciar palabra.

• La Orden del Acero Pálido, caballeros que juran no retirarse jamás, aunque su carne sea deshecha.

Y aún más secretos son los cuerpos ocultos, las sombras que sirven a los nobles en misiones donde la gloria no importa, solo el silencio.

El mundo es vasto y cruel. Lo sé, aunque jamás lo he visto más allá de este pueblo. Algo en mis huesos me lo grita. Algo en mi sangre lo recuerda.

Los aventureros siguieron avanzando, mezclándose con los soldados. La gente del pueblo los observaba con respeto y cierta distancia. Algunos niños corrían tras las bestias de carga, maravillados. Las mujeres murmuraban entre sí, admirando las capas y espadas.

Y yo… yo no podía dejar de sentir el maná ardiendo a su alrededor.

Me llevé una mano al pecho, respirando hondo. No sabía qué significaba eso, pero en mi interior, como un eco distante, escuché un pensamiento que no era mío:

"Tú también eres de los que arden."

La caravana se detuvo en la plaza central. Los aventureros comenzaron a desmontar, los soldados se agruparon con disciplina, y enseguida el aire del pueblo se llenó de expectación. No todos los días llegaba gente así hasta nuestra aldea.

Me quedé mirando, como hipnotizado. No solo eran sus armas, sus ropas o sus insignias. Era lo que llevaban dentro: la llama del maná, viva y ardiente, que hacía que el aire vibrara a su paso.

Y entonces, mientras los observaba, recordé lo que siempre se dice en las conversaciones entre campesinos que sueñan con un futuro más grande que sus campos de trigo:

Las academias.

En este mundo, no basta con tener hambre de gloria. Hay un camino marcado para quienes quieren convertirse en soldados de élite, en magos respetados, en caballeros o aventureros reconocidos. Todo empieza en las academias.

El ingreso comienza temprano: a los quince años. Desde esa edad y hasta cumplir veinticinco, cualquiera que sueñe con forjar un destino más allá del arado puede presentarse.

Diez años de margen, una ventana donde se decide el futuro de muchos jóvenes.

Algunos entran al primer intento, otros lo intentan una y otra vez hasta que se les acaba el tiempo. Otros simplemente no lo intentan, porque saben que la vida de academia no es para todos.

Las pruebas varían: resistencia, disciplina, talento marcial, y sobre todo, sensibilidad al maná. Para los que nacen sin esa chispa, la mayoría de las veces queda solo el camino de las armas y la obediencia. Para los que sí la tienen, el horizonte se abre un poco más.

Pero incluso con talento, las conexiones importan tanto como el esfuerzo.

Las academias se dividen en niveles. En las ciudades principales, se hallan las comunes, donde se forman soldados rasos, exploradores, arqueros, auxiliares de batalla. Son lugares accesibles, aunque duros; cualquiera con determinación puede llegar a entrar.

Luego están las academias especializadas:

• La Forja de Hierro, famosa por entrenar a los mejores lanceros del continente.

• El Cónclave de Estrellas, donde los magos estudian las artes mágicas.

•La Espira del Alba, conocida por moldear a los capitanes que después lideran ejércitos.

Y más arriba, casi inaccesibles, están las Grandes Academias de Prestigio, templos de disciplina y poder. Allí se forman los nombres que luego serán recordados en las canciones: magos capaces de invocar tormentas, caballeros que comandan ejércitos enteros, estrategas que inclinan el rumbo de las guerras.

Pero esas son pocas. Muy pocas. Y no basta con tener talento. Se necesita oro, influencias, un apellido que abra las puertas. Para un plebeyo, entrar en una de ellas es casi un milagro.

Lo sé, porque lo he visto en los ojos de mis hermanos y de mis amigos del pueblo:

Ese dilema de qué hacer con su vida.

Entrar a una academia común, intentar destacar, arriesgarse a fracasar.

O quedarse en el pueblo, arar la tierra como lo hicieron sus padres.

—Míralos —susurró Joren, a mi lado, mientras observaba a los soldados de la caravana—. Apostaría a que todos pasaron por academias.

—Seguro que sí —respondí.

—Yo lo he pensado —continuó él, con los brazos cruzados—. Presentarme, entrenar, convertirme en caballero. Pero… —hizo una pausa, mirando a Roderic, que cargaba un saco de grano en el mercado—. No sé si podría dejar a padre y a madre.

Alenya se rió con burla.

—Por lo que yo veo, no durarías ni un mes. Te expulsarían por cabezón.

—¡Cállate! —replicó él, dándole un empujón.

Miriel, en cambio, miraba con los ojos muy abiertos a las mujeres de la caravana. Una de ellas llevaba una lanza con adornos azules y la capa de un grupo de aventureros reconocidos.

—Yo quisiera… —susurró—. Yo quisiera ser como ellas. Fuerte, valiente, recorrer el mundo.

—No digas tonterías, Miriel —la reprendió Joren, aunque sin dureza—. No dejaría que mi hermana pequeña se vaya a una academia.

—¿Y por qué no? —respondí, sin pensarlo.

Él me miró de reojo.

—¿También piensas en eso, Eiren? ¿En presentarte?

No supe qué contestar. No tenía recuerdos, no tenía apellido, no tenía siquiera un pasado que me respaldara. ¿Qué derecho tenía yo de soñar con algo así? Y aun así, en lo profundo de mi pecho, algo ardía. Una certeza: si pisara una de esas academias, no sería un don nadie. Sería alguien más.

Pero ¿quién?

Callé. Miré a los soldados de la caravana, erguidos, orgullosos, con sus insignias bordadas al sol.

El pueblo entero se había congregado en la plaza. Los niños corrían entre los carros, las mujeres ofrecían agua y pan a los viajeros, y los hombres observaban con esa mezcla de admiración y desconfianza que siempre despierta la gente armada.

Yo me mantenía al margen, junto a mis hermanos. No quería llamar la atención. Pero entonces ocurrió.

Una de las aventureras —una mujer alta, con una lanza adornada por cintas azules— se detuvo. Sus ojos recorrieron a la multitud, indiferentes… hasta que se posaron en mí.

No sé por qué, pero sentí un latigazo en el pecho, como si el maná dentro de mí hubiera reaccionado a su mirada.

Ella frunció el ceño. Dio un paso hacia adelante.

—¿Tú? —su voz era firme, cortante.

Me quedé helado.

—¿Yo…? —alcancé a responder.

Se acercó, hasta quedar a pocos pasos. Sus ojos parecían atravesarme.

—Tu maná… es fuerte.

Las palabras resonaron en mis oídos, y la gente alrededor comenzó a murmurar. Joren se adelantó de inmediato, poniéndose entre nosotros.

—¿Qué quieres con mi hermano?

La mujer lo ignoró. Me señaló con un dedo enguantado.

—No intentes negarlo. Puedo sentirlo desde aquí. Tu maná arde como una hoguera.

Tragué saliva. No entendía lo que ocurría. Sí, yo siempre había sentido algo extraño, esa corriente invisible que vibraba en el aire. Pero nunca había pensado que… ¿salía de mí?

—Debes estar equivocada —dije, con torpeza—. Yo no… no soy nadie.

Ella entrecerró los ojos, como si tratara de leerme el alma.

—Un plebeyo no irradia así. He visto nobles de sangre antigua con menos fuerza en sus venas que tú.

Las voces en la multitud se volvieron un murmullo creciente.

"¿Un noble?"

"¿Ese muchacho?"

"¡Imposible, si fue rescatado del río!"

Miriel me tomó del brazo con fuerza, temblando.

—Eiren… ¿qué significa eso?

No supe qué decirle.

Roderic apareció entonces, abriéndose paso entre la gente como un muro de carne y determinación. Se plantó frente a la aventurera, con la calma de quien ha enfrentado bestias más grandes que un simple rumor.

—Él es mi hijo —dijo, con voz grave—. Y no hay nada más que hablar.

La mujer lo miró, sorprendida por la firmeza en sus palabras. Luego suspiró, girando la lanza entre sus manos.

—Si lo dices, campesino. —Me miró una vez más, con intensidad—. Pero te daré un consejo, chico: si no aprendes a controlar ese fuego, tarde o temprano alguien más lo hará por ti.

Y se marchó, uniéndose al resto de la caravana.

El bullicio en la plaza continuó, pero ya nada sonaba igual. Yo sentía las miradas clavadas en mí, como si todos quisieran descubrir un secreto que ni yo mismo conocía.

Esa noche, cuando volvimos a casa, Liana no dejó de acariciarme el cabello como si quisiera protegerme de todo. Joren me miraba con desconfianza, como si de pronto yo me hubiera convertido en un rival. Alenya no dejaba de bombardearme con preguntas, y Miriel… Miriel me abrazó fuerte, como si temiera que me arrancaran de su lado.

Yo, en cambio, solo podía pensar en esas palabras:

"Tu maná arde como una hoguera."

No entendía cómo ni por qué, pero en lo más profundo de mí lo sabía: esa mujer no estaba equivocada.

Liana había servido estofado, y la casa estaba llena de ese aroma cálido que siempre lograba borrar las penas del día. Todos estábamos reunidos alrededor de la mesa, en silencio, todavía con las palabras de la aventurera clavadas en la memoria.

De pronto, alguien golpeó la puerta.

TOC. TOC. TOC.

Joren se levantó enseguida, quizá con más brusquedad de la necesaria.

—Yo abro —dijo, y caminó hasta la entrada.

La puerta se abrió, y la silueta de un hombre robusto, de barba oscura y sonrisa amplia, se recortó contra la luz de la luna.

—¡Por todos los dioses! —tronó su voz—. ¡Roderic! ¡Liana! ¡Hace tiempo que no nos vemos!

—¿Garren? —preguntó Joren, sorprendido.

Yo lo había visto un par de veces en el año: un amigo viejo de la familia, alguien que siempre llegaba con historias de viajes, con esa presencia que llenaba cualquier habitación.

Roderic se levantó, serio pero con una chispa de alegría en los ojos.

—Vaya, quién lo diría. —Se acercó y le estrechó el brazo con fuerza—. Ha pasado demasiado.

—¡Y mírate! —Garren lo palmoteó en la espalda—. Sigues tan fuerte como cuando derribaste aquel toro de un solo golpe.

Liana sonrió, inclinándose hacia él.

—Bienvenido, Garren. Qué sorpresa más grata. Pasa, siéntate.

—Eso pensaba hacer. —Se quitó el abrigo de viaje y entró, inclinándose hacia todos nosotros—. Y veo que la familia ha crecido. —Me miró con una ceja arqueada—. Así que tú debes ser Eiren. He oído de ti.

Me tensé un poco, pero asentí.

—Un gusto.

—¡El gusto es mío, muchacho! —rió fuerte—. Si eres hijo de Roderic y Liana, seguro que vales oro.

Se sentó sin esperar invitación y, como si no pudiera aguantar más, sacó una botella de cristal envuelta en cuero.

—¡Miren lo que traigo! —la levantó como un trofeo—. Una joya, directamente regateada con un noble que no sabía cuánto valía su bebida.

Los ojos de Roderic brillaron apenas.

—¿Licor del puerto del Este?

—¡El mismo! —rió Garren—. Lo tuve que pelear como si fuera oro.

—Y seguro lo bebiste como si lo fuera —rió Liana, y enseguida trajo más platos y cubiertos—. No entrarás a mi casa sin probar mi estofado, viejo bribón.

—¡Ah, Liana! —Garren puso una mano en el pecho, exagerando—. Siempre supe que eras demasiado buena para este cascarrabias.

Roderic gruñó, pero se sentó de nuevo, y por un momento el ambiente se llenó de risas y recuerdos.

Pero entonces, entre un sorbo y otro, Garren dejó la botella sobre la mesa y su mirada cambió. Su sonrisa seguía ahí, pero ya no alcanzaba sus ojos.

—Aunque… no solo vengo por nostalgia. —Se acomodó, bajando un poco la voz—. Hay noticias, y no precisamente agradables.

El silencio se hizo de inmediato. Incluso Alenya dejó de cuchichear, y Miriel se apretó contra mi brazo.

Roderic lo miró fijo.

—¿De qué hablas?

Garren suspiró.

—¿Viste la caravana de aventureros y soldados que llegó hoy?

—Claro que sí. Todo el pueblo los vio.

—Pues yo vengo con otro grupo. Llegamos tarde porque nos desviamos hacia el norte. Pero no estamos aquí por casualidad. —Golpeó suavemente la mesa con los nudillos—. Hay rumores de avistamientos. Bestias peligrosas.

Liana frunció el ceño.

—Eso no puede ser. Nadie en este pueblo ha visto bestias en meses. Cinco, para ser exacta.

—No aquí —replicó Garren, serio—. No todavía.

Joren se inclinó hacia adelante, intrigado.

—¿Entonces dónde?

—Esa es la cuestión —respondió Garren—. Nadie lo sabe con certeza. Los informes llegan de distintos caminos, distintos pueblos, pero todo apunta a lo mismo: algo se mueve. Y puede que se trate de una ola.

El silencio pesó como plomo.

—¿Una ola? —murmuró Alenya, los ojos abiertos de par en par—. ¿De bestias?

Garren asintió lentamente.

—Sí. No hay nada confirmado aún. Por eso no se ha dado ninguna alerta oficial. Pero cuando ves moverse a tantos aventureros y soldados a la vez, sabes que no es humo sin fuego.

Miriel susurró, aferrándose a mi brazo:

—¿Y si vienen aquí?

—Tranquila, niña —respondió Garren, con voz más suave—. Nadie dice que vayan a atacar este pueblo. Tal vez cambien de rumbo. Tal vez no sea más que un movimiento aislado. Pero si es una ola… las aldeas en el camino estarán en peligro.

Roderic frunció el ceño, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—¿Y por qué no avisar a todos? ¿Por qué mantenerlo en rumores?

—Porque aún no hay pruebas claras —explicó Garren—. Si se da una alarma sin certeza, se siembra el pánico. Y si resulta falsa, nadie confiará la próxima vez.

Liana suspiró, con preocupación en los ojos.

—Mientras tanto, ¿qué debemos hacer?

Garren bebió otro sorbo, y su mirada recorrió a todos nosotros.

—Estar atentos. Prepararse, aunque sea en silencio. Y rezar para que no tengamos razón.

El silencio regresó. El crepitar del fuego en la chimenea parecía más fuerte que antes, y cada uno de nosotros miraba la mesa sin decir nada.

Yo, en cambio, sentía otra cosa: un hormigueo en el aire, el mismo que había sentido cuando vi a los aventureros en la plaza. Como si, de algún modo, el maná mismo me avisara que algo se acercaba. Algo grande.

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