[Eiren]
El sol apenas asomaba cuando Liana ya estaba tocando la puerta de mi cuarto.
—¡Arriba, dormilón! —canturreó con esa voz empalagosa que usaba siempre conmigo—. El campo no espera.
Me revolví en la cama, murmurando algo que ni yo entendí.
—Ya voy…
El suelo estaba frío bajo mis pies. Abrí la ventana y respiré hondo: la bruma todavía cubría los campos, y el canto de los gallos se mezclaba con las voces de algunos vecinos que ya iban camino a sus labores. A lo lejos, sobre la calle principal, se veían siluetas de soldados y aventureros, sus armaduras brillando con el primer rayo de sol.
Me vestí rápido y bajé. La mesa ya estaba llena: pan recién horneado, queso curado y un poco de miel. Liana me recibió con un beso en la frente.
—Tienes que comer bien, Eiren. El campo te pedirá fuerzas hoy.
Joren ya estaba sentado, devorando su desayuno.
—Más te vale mantener el ritmo —me dijo con una sonrisa competitiva—. No pienso dejar que me ganes otra vez cargando sacos.
—No tienes por qué preocuparte —respondí, mordiendo el pan—. Hoy te daré ventaja.
—¡Ja! —rió, aunque sus ojos brillaban como si aceptara el reto sin palabras.
Alenya entró corriendo, casi tropezando con la silla.
—¿Ya vieron? —preguntó mientras se servía leche—. Hay más soldados que ayer. Y uno tenía un halcón enorme en el hombro.
—¿Un halcón? —repitió Miriel, que bajaba aún medio dormida—. ¿De verdad?
—Sí, y parecía mirarme a los ojos. —Alenya se rió, como si fuera una anécdota graciosa, aunque todos sabíamos que lo contaba con un toque de nerviosismo.
Roderic se levantó, serio, y tomó su azadón.
—Basta de cháchara. Tenemos trabajo.
Terminamos de comer rápido. Afuera, el aire era fresco, casi frío, pero el cielo empezaba a abrirse con un azul claro. El camino hacia los campos estaba lleno de saludos: vecinos con carretas, niños corriendo, mujeres llevando cántaros de agua. Y entre todo eso, los soldados y aventureros eran un recordatorio incómodo, como manchas de hierro y cuero en medio de un cuadro tranquilo.
Al llegar a nuestro terreno, Joren me lanzó un saco de semillas.
—A ver si tus brazos recuerdan lo que es trabajar, eh.
Lo cargué sin problemas y se lo devolví con una sonrisa.
—Recuerdan mejor que los tuyos.
—¿Quieres apostar? —respondió, levantando el azadón con una mano.
—¡Ni lo piensen! —intervino Liana, con las manos en la cintura—. Si se rompen la espalda por jugar a ver quién es más fuerte, no me vengan a llorar después.
—Sí, madre… —dijimos casi al unísono, lo que provocó que Alenya soltara una carcajada.
Comenzamos el trabajo. El suelo estaba húmedo por la lluvia de hace unos días, lo que hacía más fácil removerlo. Roderic marcaba el ritmo con sus golpes firmes de azadón, Joren y yo lo seguíamos, y detrás venían Liana y las chicas con las semillas. El aire se llenaba de risas, comentarios y el sonido constante de la tierra volteándose.
A ratos, mi mente divagaba. El campo me resultaba extraño, familiar y ajeno al mismo tiempo. Era como si mis manos supieran qué hacer, pero mi mente se preguntara constantemente por qué aquello me parecía tan… improvisado. ¿Era realmente esta mi vida? ¿O solo un refugio al que había llegado por accidente?
Joren interrumpió mis pensamientos.
—Te ves distraído.
—¿Eh?
—Llevas un rato mirando al horizonte como si esperaras algo. —Sonrió, pero luego su expresión se volvió más seria—. ¿Estás pensando en lo de anoche?
Me encogí de hombros.
—Supongo. Es raro tener tantos soldados y aventureros cerca. Da la sensación de que algo se avecina.
—Bah —rió, aunque no con tanta convicción como de costumbre—. Incluso si vienen bestias, no llegarán hasta aquí. Y si llegan, ya veremos quién aguanta más de pie.
—No digas tonterías —gruñó Roderic, sin dejar de trabajar—. Un campesino no es rival para una ola. Ni siquiera un aventurero de rango bajo lo es.
El silencio cayó por un momento, y todos seguimos con nuestro trabajo, cada golpe de azadón más pesado que el anterior.
Después de un rato, Miriel se acercó a mí con un cuenco de agua.
—¿Quieres beber?
Tomé un sorbo y le sonreí.
—Gracias.
—Tú… —dijo, bajando la voz como si guardara un secreto—. ¿Crees que de verdad vendrán bestias?
Me agaché un poco para quedar a su altura.
—No lo sé. Pero pase lo que pase, estaré aquí contigo.
Ella asintió con una sonrisa tímida, y volvió con su madre.
El sol ya estaba más alto y el calor empezaba a hacerse sentir. Tenía las manos cubiertas de tierra y sudor, cuando la voz profunda de Roderic nos llamó:
—¡Joren! ¡Eiren! —alzó la mano, señalándonos con firmeza—. Vengan un momento.
Dejé el azadón clavado en la tierra y Joren soltó un resoplido.
—Seguro quiere que carguemos lo más pesado… —murmuró con media sonrisa.
Lo seguí de cerca, sacudiéndome el sudor de la frente. Pero en cuanto dimos unos pasos, algo me recorrió la espalda.
Era como si alguien me estuviera observando fijamente, desde algún punto que no podía ubicar. El peso de una mirada en la nuca. Me detuve, el corazón dando un salto.
Volteé de inmediato.
El pueblo estaba en calma. Gente caminando con cántaros de agua, niños correteando, un par de soldados conversando en la calle principal. Más allá, campesinos inclinados sobre sus tierras. Nada fuera de lo normal.
Y, sin embargo, la sensación seguía ahí. No era exactamente que me vieran. Era distinto. Como un cosquilleo en las venas, un nerviosismo que no nacía de la mente, sino del cuerpo mismo. Una alerta muda, sin razón aparente.
—¿Qué pasa? —preguntó Joren, deteniéndose un paso adelante.
Sacudí la cabeza, forzando una sonrisa.
—Nada. Solo… creí ver algo.
Él me observó un segundo, luego se encogió de hombros.
—Estás muy distraído hoy, ¿eh?
Lo dejé pasar. No había manera de explicarle lo que sentía. Ni siquiera yo lo entendía.
Llegamos junto a Roderic, que nos esperaba al lado de la carreta. Sus brazos cruzados, la piel curtida por el sol y esa expresión de hombre que no necesitaba hablar mucho para hacerse entender.
—Quiero que suban los costales de trigo —dijo, señalando con el mentón la pila a un costado—. Hay que llevarlos al almacén del pueblo antes de que se haga más tarde.
—¿Ahora mismo? —preguntó Joren.
—En un momento. Faltan dos costales más que traerán las muchachas de la familia Yalen. Cuando los tengan aquí, cargan todo y van directo al almacén.
—Entendido —asentí.
Joren ya estaba acercándose al primer costal, tanteando el peso con una sonrisa confiada.
—Estos se ven fáciles. No será nada.
Yo me acomodé al lado, preparando los brazos. El cosquilleo en mi espalda aún no se había ido del todo, pero lo enterré bajo el trabajo. Después de todo, éramos campesinos. Y en el campo, no había tiempo para darle vueltas a presentimientos extraños.
El tiempo pasó rápido. Joren y yo acomodábamos los primeros costales en la carreta mientras Roderic vigilaba, dándonos indicaciones de vez en cuando. El calor ya apretaba, y el sudor nos corría por la espalda.
De pronto, escuchamos voces femeninas acercándose.
—¡Ya traemos los costales, señor Roderic! —gritó una de las muchachas.
Giré la cabeza y vi a dos chicas delgadas, con trenzas despeinadas, cargando cada una un saco en la espalda. Caminaban con esfuerzo, el paso torpe pero firme. Y detrás de ellas… venía alguien más.
La reconocí de inmediato: la mujer de la lanza.
La misma que había hablado en la plaza la tarde anterior, con esa mirada que parecía atravesar a cualquiera. Su cabello oscuro estaba recogido en una trenza alta, y aunque llevaba una túnica ligera de viaje, se notaba la rigidez de las piezas de cuero reforzado en sus hombros y brazos. La lanza descansaba contra su espalda, asegurada con correas.
Las chicas jadeaban, y ella, con calma, las alcanzó en unos pocos pasos.
—Déjenme ayudar —dijo, y con una facilidad que me dejó perplejo, tomó uno de los costales como si pesara la mitad.
—¡Ah, no hacía falta, señorita! —dijo una de ellas, con las mejillas rojas por el esfuerzo.
—Si tardamos más, el trigo se humedecerá con el calor —replicó la mujer con voz tranquila, sin siquiera perder el aliento—. Mejor que llegue entero al almacén.
Joren soltó una carcajada mientras la veía acercarse.
—Mira eso, Eiren. Hasta nos ahorró trabajo.
Yo solo asentí, observando cómo colocaba el costal en el suelo junto a la carreta. Sus movimientos eran precisos, medidos, como si cargar peso y manejar armas fueran lo mismo para ella.
Roderic le dedicó una inclinación de cabeza.
—Gracias por la ayuda.
—No es nada —respondió ella, con un gesto breve—. Me quedaba de paso.
Las chicas dejaron el segundo costal con un suspiro de alivio.
—Por fin… —dijo una de ellas, limpiándose la frente.
Joren se acercó a ellas con una sonrisa.
—Han hecho un buen trabajo, aunque parecen a punto de caerse.
—¡Pues tú carga uno y verás lo que pesa! —replicó la otra, sacándole la lengua.
—Ya cargué varios —contestó Joren, levantando un costal como si quisiera demostrarlo.
—Deja de presumir —bufó Alenya, que había aparecido detrás con Miriel para curiosear.
La mujer de la lanza los observaba a todos con una calma distante, aunque noté que sus ojos se detuvieron un segundo más en mí. No fue como la mirada de un extraño curioso. Fue más profunda, como si buscara algo que yo mismo no sabía que tenía.
Me removí incómodo.
—¿Quieres que los subamos ya? —le pregunté a mi padre, desviando la atención.
—Sí, súbanlos todos a la carreta —dijo Roderic.
Joren y yo empezamos a cargar, acomodando los costales uno a uno. El sudor me bajaba por la frente, y aunque el peso era considerable, mis brazos parecían soportarlo mejor de lo esperado. Demasiado bien.
Mientras levantaba el tercer costal, noté la presencia de la mujer de la lanza a mi lado. Ella también tomó uno y lo subió al carro con total naturalidad.
—Tienes fuerza —me dijo, casi en un susurro.
Me quedé quieto un instante, sorprendido.
—¿Eh?
—No lo digo por el trabajo del campo —añadió, mirándome de reojo—. Es… diferente.
No supe qué responder. Forcé una sonrisa nerviosa y continué acomodando el costal.
—Supongo que comer bien ayuda.
Ella soltó una breve risa, seca, sin apartar su mirada.
—Sí, claro. Comer bien.
Joren notó el intercambio y frunció el ceño.
—¿Lo conoces de antes? —le preguntó directamente a la mujer.
Ella negó con calma.
—No. Pero algunos ojos hablan más que las palabras.
Eso dejó a todos en silencio un segundo, hasta que Liana salió de entre los campos con un cesto en la mano.
—¡Ya, ya! Basta de hablar raro. Si vinieron a ayudar, se les agradece, pero no asusten al muchacho.
La mujer asintió, sin ofenderse.
—No era mi intención.
Con el último costal en su sitio, Roderic dio un golpe en la madera de la carreta.
—Bien. Ahora llévenla al almacén. Joren, Eiren, ustedes se encargan.
—Entendido —dijimos a la vez.
Joren tomó las riendas del caballo, y yo me acomodé en el asiento junto a él. Antes de partir, la mujer de la lanza se acercó y apoyó una mano en el borde de la carreta.
—Tengan cuidado —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Joren, arqueando una ceja.
—A veces, los caminos más tranquilos esconden lo inesperado. —Sus ojos volvieron a posarse en mí antes de apartarse—. Eso es todo.
Y con eso, se dio media vuelta y se alejó, dejando tras de sí un silencio pesado que ninguno de nosotros supo cómo llenar de inmediato.
Joren soltó un resoplido.
—Qué mujer más rara. Habla como si todo fuera un acertijo.
El camino hacia el almacén era recto, bordeado de campos que se mecían con el viento. El sol bañaba todo en un dorado cálido, y a lo lejos se escuchaba el sonido de martillos en alguna herrería. El caballo avanzaba a paso tranquilo, arrastrando la carreta que crujía bajo el peso del trigo.
Me descubrí mirando todo con más atención de lo normal. Los campesinos que saludaban con un gesto, los niños corriendo entre los huertos, el olor de la tierra húmeda mezclado con el del pan que alguien recién horneaba. Cada detalle me parecía… precioso. Como si, por alguna razón, necesitara grabarlo en mi memoria.
Joren, con las riendas en las manos, tarareaba una melodía sin ton ni son.
Lo observé un momento. El sudor en su frente, los brazos fuertes curtidos por el trabajo, esa postura de alguien acostumbrado a ser el primero en cargar y el último en descansar. Siempre se mostraba confiado, como si nada pudiera derribarlo.
Tomé aire y, sin pensarlo demasiado, pregunté:
—Joren… ¿cómo te has sentido conmigo desde que llegué?
Él dejó de tararear y me miró de reojo.
—¿Eh? ¿De dónde sale eso?
—Lo digo en serio. —Me acomodé en el asiento, buscando sus ojos—. Nos llevamos bien, bromeamos, me tratas como a un hermano de toda la vida… pero yo aparecí de la nada. Medio muerto en un río, lleno de heridas que ni yo recuerdo cómo me hice. Tus padres me acogieron, y después me adoptaron. Quiero saber qué piensas en realidad de todo eso.
El silencio se instaló un instante, solo roto por el sonido de las ruedas sobre la tierra.
Joren resopló, como si necesitara ordenar las palabras.
—Mira… al principio no fue fácil. —Lo dijo sin rodeos—. Yo era el único hijo varón. Tenía claro mi lugar en esta familia: ayudar a padre en el campo, proteger a mis hermanas, ser el que heredara el trabajo. Todo estaba escrito.
Bajó la mirada a las riendas, como si las examinara con demasiada atención.
—Y de pronto apareciste tú. No solo un extraño, sino uno que estaba al borde de la muerte. Un desconocido al que mis padres decidieron abrirle las puertas sin dudarlo.
Me removí incómodo.
—¿Te molestó?
—Claro que me molestó. —Se rió, pero sin alegría—. Sentí que perdía algo que era solo mío. Que dejaba de ser "el único varón" para convertirme en "uno más". Y eso… pica en el orgullo, ¿sabes?
No respondí. Sus palabras pesaban más de lo que esperaba.
Pero entonces Joren me dio un codazo en el hombro, sonriendo.
—El caso es que eso duró poco.
Lo miré, confundido.
—¿Por qué?
—Porque resultaste insoportable. —Rió fuerte—. Siempre tan serio, tan aplicado, trabajando como si quisieras demostrarle al mundo que merecías estar aquí. Me sacabas de quicio.
—Eso no suena mejor —dije, aunque no pude evitar reír un poco también.
—Déjame terminar. —Joren meneó la cabeza—. Me sacabas de quicio… pero también me diste un hermano.
Sus ojos se suavizaron, y su tono se volvió más serio.
—No eres de mi sangre, Eiren. Eso nunca cambiará. Pero la sangre no lo es todo. Padre y madre te trataron como a un hijo desde el primer día. Mis hermanas te siguen a todas partes. Y yo… bueno, terminé aceptando que tener a alguien que comparta las cargas no es tan malo.
Me quedé callado, con un nudo en la garganta.
Joren suspiró, como si soltar aquellas palabras lo hubiera aliviado.
—Míralo de esta manera: antes estaba solo con la responsabilidad de ser "el único varón". Ahora la comparto contigo. Y, aunque a veces quiera romperte la cara de tanto que trabajas sin quejarte, sé que si pasa algo, estarás ahí. Eso lo respeto.
Sonreí, bajando la vista.
—Gracias… No sabes cuánto significa escucharlo.
—Bah. —Hizo un gesto con la mano, restándole importancia—. No te acostumbres. La próxima vez que te gane cargando sacos, te lo voy a restregar en la cara.
Reímos los dos, y por un instante la tensión desapareció. El sol brillaba sobre los campos, y la carreta avanzaba lenta, como si todo fuera normal.
Pero en el fondo, yo seguía sintiendo ese cosquilleo extraño en la piel. Esa alerta muda que me recordaba que nada de esto era tan simple como parecía.
Tras un buen rato de trayecto, llegamos finalmente al límite del pueblo. Los almacenes se erguían allí, pesados y silenciosos, como guardianes de piedra y madera. La brisa era distinta en esa zona, más fría, como si el viento viniera del campo abierto y trajera consigo un murmullo lejano.
No había nadie alrededor. Ni un chico bostezando en la puerta, ni campesinos holgazaneando bajo la sombra, ni el típico murmullo de pasos y voces que solía llenar el lugar. No era algo extraño al punto de alarmarse… pero tampoco normal.
Joren chasqueó la lengua.
—Parece que hoy se tomaron el día libre. —Me lanzó una mirada cómplice, casi con fastidio—. Como siempre.
Me bajé de la carreta, el suelo de tierra seca crujió bajo mis botas. Caminé hacia las enormes puertas de madera del almacén, que tenían los bordes gastados por años de uso. Tiré con fuerza, y el sonido del hierro de las bisagras chirrió en el aire, un eco hueco que se expandió en el interior oscuro.
El olor me golpeó primero: grano, polvo, un leve aroma a humedad atrapada. Di unos pasos hacia dentro, mi voz retumbando contra las paredes.
—¿Hay alguien? —pregunté.
Nada. Solo el eco de mis propias palabras.
Me giré hacia Joren, que seguía en la carreta, y levanté la voz:
—Métela adentro. No parece haber nadie.
Él asintió y, con un chasquido, guio al caballo. Las ruedas de la carreta rechinaron al entrar, resonando demasiado fuerte en aquel silencio.
Me quedé al pie de la carreta, y pronto Joren bajó el primer costal, dejándomelo caer en los brazos. El peso era brutal, me obligó a flexionar las rodillas, pero lo acomodé sobre el hombro y avancé hacia una de las filas del almacén. Lo dejé en su lugar, el polvo levantándose al golpear el suelo.
Fue entonces que lo escuché.
Un ruido brusco, un movimiento seco, como algo pesado cayendo o siendo arrastrado. Retumbó en alguna esquina del almacén.
Me quedé congelado. Mi respiración se volvió corta, y el silencio volvió a cerrarse sobre mí. Sentí la mirada de Joren clavada en mi espalda.
Giré hacia él. Nuestros ojos se encontraron, y en un segundo compartimos lo mismo: alerta.
Asentimos sin palabras.
Dejé que el costal se deslizara contra la pila y avancé despacio hacia el sonido. El aire me parecía más pesado, como si de pronto el almacén se hubiese cerrado sobre mí. Cada paso que daba sonaba demasiado fuerte, y sin embargo, en mis oídos solo latía el pulso acelerado de mi corazón.
Me acerqué a un rincón donde varias pilas de sacos de grano formaban una especie de muro improvisado. El sonido había provenido de allí, o al menos eso creía.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, con la voz más firme de lo que realmente sentía.
Silencio.
Ni un suspiro, ni un roce. Solo silencio.
Tragué saliva, mi garganta seca como si hubiera tragado polvo. Seguí caminando, lento, cada paso con cautela. El suelo crujía bajo mis botas. Mis manos temblaban un poco, aunque intentaba disimularlo.
Algo dentro de mí, algo primitivo, me gritaba que no bajara la guardia. Los vellos de mis brazos se erizaron, mi piel se cubrió de un cosquilleo incómodo, y sentí ese extraño peso en la nuca, como si una sombra invisible me rozara.
Me detuve a un paso de la pila de costales. Respiré hondo, conté hasta tres… y me asomé de golpe.
Nada.
Vacío.
El rincón estaba limpio, ni rastro de nadie ni de nada fuera de lugar. Solo sacos apilados y polvo en el aire.
Solté el aire con fuerza, pasándome la mano por la cara.
—No hay nada —le grité a Joren, mi voz rebotando contra las paredes del almacén.
Él levantó la mano en señal de haberme escuchado.
Me giré, dispuesto a volver con él y alzar el siguiente costal. Pero en ese instante, mi cuerpo se detuvo por completo.
Una presión me atravesó de arriba abajo. Mis músculos se tensaron solos, mis piernas se clavaron en el suelo como raíces. El corazón, que ya estaba acelerado, empezó a golpear violentamente en mi pecho, como si quisiera desgarrarme desde dentro.
El aire me faltaba. Una corriente helada recorrió mi espalda.
Y entonces escuché el grito.
—¡Eiren, atrás! —La voz de Joren tronó como una campana desesperada.
Mis ojos se abrieron de par en par.
La rigidez de mi cuerpo se volvió un martillo de fuego. El instinto me gritaba que no me girara, que lo que fuera que estaba detrás de mí… no era algo normal.
Me giré.
Y allí estaba.
Una cosa enorme, imposible de confundir con un animal del campo. Su cuerpo era una masa de músculo y pelaje oscuro, con placas endurecidas en los hombros que parecían huesos expuestos. La cabeza… por los dioses, la cabeza era alargada, con fauces repletas de dientes torcidos y amarillentos, y unos ojos que no brillaban como los de una bestia común: brillaban con un fulgor enfermizo, como brasas a punto de apagarse.
El sonido que soltó me atravesó los huesos. Un grito grave, gutural, mezcla de rugido y alarido humano. El almacén entero vibró con él.
—¡Eiren, muévete! —gritó Joren, con la voz cargada de pánico.
Intenté moverme, pero mis piernas no respondían. El monstruo levantó una de sus patas, tan grande como mi torso, y la estampó contra el suelo con una fuerza brutal. El impacto sacudió el piso y me obligó a retroceder tambaleando.
El aire se llenó de polvo. El corazón me golpeaba las costillas como queriendo escapar.
—¡Te dije que te muevas! —volvió a gritar Joren.
Vi de reojo cómo algo silbaba por el aire: una piedra, lanzada por él con toda su fuerza. Golpeó la cabeza de la bestia y rebotó sin dejar más que un rasguño insignificante. Pero sirvió. El monstruo giró el cuello con violencia, gruñendo hacia Joren.
—¡Corre hacia mí, vamos! —me ordenó.
Respiré hondo, mis piernas al fin respondiendo. Eché a correr, y justo en ese instante la bestia se lanzó sobre mí. Sentí el aire romperse detrás, el silbido del movimiento. No pensé. No planeé. Solo reaccioné. Mi cuerpo se agachó y rodó hacia un costado, el suelo raspándome los brazos. La garra pasó a un palmo de mi cabeza, arrancando astillas del piso.
Me levanté con torpeza, corriendo con toda la fuerza de mis piernas hacia Joren. Él había soltado la carreta y en un segundo estaba sobre el caballo, tirando de las riendas con desesperación.
—¡Más rápido, Eiren, más rápido! —vociferó.
La bestia rugió otra vez detrás de mí, un sonido que me heló la sangre. Sentí el piso vibrar con cada zancada de esas patas enormes. El aire se volvió pesado, como si me persiguiera una montaña entera.
Corrí, corrí hasta que los pulmones me ardieron. Vi la mano extendida de Joren, bajando desde el caballo hacia mí. Salté, mis dedos rozando los suyos.
¡Lo tenía!
Pero algo me atrapó la pierna.
Un tirón brutal me arrancó del aire y de la mano de Joren. Sentí cómo mi cuerpo se alzaba violentamente y luego era arrojado hacia un costado. El mundo giró en un torbellino de polvo y gritos.
El golpe fue atroz. Caí de espaldas contra una pila de costales. El aire escapó de mis pulmones en un jadeo seco. Algo en mi espalda crujió, y un dolor agudo me atravesó como si me partieran en dos.
Me quedé allí un instante, sin poder moverme, respirando como pez fuera del agua. El polvo me cubría la cara, y mis oídos zumbaban.
El relincho del caballo me arrancó del aturdimiento.
—¡Joren! —logré gritar con la voz quebrada.
Vi la escena como si fuera a cámara lenta. La bestia se había girado hacia él. Con un zarpazo brutal golpeó al caballo en pleno flanco. El pobre animal chilló, cayendo de costado y arrastrando a Joren con él. El golpe retumbó como un trueno dentro del almacén.
—¡No! —me incorporé como pude, aunque el dolor me hacía ver manchas negras en los bordes de la vista. Mis piernas temblaban, pero me obligué a mantenerme de pie.
Joren estaba en el suelo, forcejeando por levantarse. Se llevó una mano a la cabeza, y cuando la retiró vi el rojo de la sangre manchándole la frente. Su rostro estaba pálido, desorientado, tambaleándose al intentar ponerse de pie.
La bestia, indiferente a mí, se abalanzaba hacia él con esos ojos brillando de hambre.
—¡Aquí! ¡Mírame a mí! —grité con todas mis fuerzas, la garganta ardiendo.
Nada. Ni siquiera me escuchó.
Desesperación. Eso era lo que sentía. Una desesperación cruda, sofocante, como si alguien me arrancara las entrañas. Ver a Joren arrastrándose en el suelo, sangrando, mientras esa cosa se cernía sobre él…
El corazón me latía tan rápido que dolía. El aire ardía en mis pulmones.
Tenía que moverme. Tenía que hacer algo.
Pero mi cuerpo estaba roto, mi fuerza apenas suficiente para mantenerme de pie.
Y aun así… algo dentro de mí gritaba más fuerte que el dolor.