El salón de baile del palacio resplandecía bajo el deslumbrante brillo de las arañas de cristal, cada una de ellas derramando una cascada de luz dorada sobre la multitud de invitados adinerados. El aire, pesado y dulzón, estaba saturado con el aroma del champán derramado y los perfumes caros que se mezclaban en una nube sofocante. Por todas partes, las risas estridentes y las conversaciones banales sobre fortunas y frivolidades chocaban entre sí, creando una sinfonía de superficialidad que a Emmet le resultaba insoportable. Para él, la fiesta era un escenario de absoluta tediosidad; no entendía cómo aquella élite solo parecía preocuparse por alcanzar un estado de ebriedad glorificada.
Abrumado, buscaba con desesperación un refugio, un lugar perfecto donde no fuera molestado por la frivolidad que lo rodeaba. Fue entonces cuando, al pasar cerca de una puerta semiabierta, un aroma celestial cortó la atmósfera empalagosa: el puro y limpio olor a lavanda. Era un aroma tan vívido y angelical que casi podía saborearlo en sus labios, y supo al instante que era ella, la chica misteriosa del bosque a la que había vislumbrado una vez.
Sus pies se movieron como el viento, guiados por ese perfume, hasta llevarlo a la cocina del palacio. El contraste no podía ser mayor. Tras abandonar el bullicio cegador del salón, se encontró en una estancia enorme pero íntima, iluminada solo por la tenue luz de la luna que se filtraba por una ventana grande. Las paredes estaban forradas de azulejos blancos y estanterías repletas de cobre bruñido y loza fina. El aire aquí era fresco y olía a hierbas y lavanda.
Y ahí, en el rincón más oscuro, acurrucada junto a una enorme mesa de madera tallada, estaba ella. Estaba devorando una rebanada de pastel de chocolate con una desesperación tan palpable que a Emmet le dio miedo que se atragantara.
"Oye, tú, deberías comer más despacio o te vas a ahogar", dijo suavemente.
Ella alzó la vista, y fue como si la luna misma hubiera decidido iluminarla en ese instante. Sus ojos, de un verde esmeralda intenso y profundo, brillaron con una luz propia. Su piel, pálida como la porcelana, formaba un contraste perfecto con su cabello, una cascada desordenada de hebras color fuego.
"Oye, deberías prender la luz. Y deberías estar en el salón, no aquí escondida, comiendo sola", añadió.
Pero entonces la vio bien. No emitía ningún sonido, y en sus hermosos ojos había una inmensa tristeza que lo atravesó.
"No deberías tener miedo. Ven, salgamos de aquí. Vamos al salón".
"No… no puedo ir al salón", susurró ella con una voz tan dulce que sonó como música para los oídos de Emmet. "Por favor, solo déjame retirarme a mi habitación. No causaré problemas, te lo prometo".
Emmet frunció el ceño. ¿Qué clase de chica prefería su habitación a una fiesta? Observándola con más detenimiento, entendió por qué no estaba entre los demás. Mientras las otras mujeres llevaban vestidos amplios y deslumbrantes, ella vestía un traje delgado, sencillo y ligeramente desgastado en los bordes. ¿Quién se ponía algo así en un lugar como este?
Sin darle más tiempo para protestar, Emmet le tomó suavemente de la mano y la guió, no hacia el salón, sino hacia el patio trasero. La noche los recibió con una brisa fresca. El jardín estaba bañado por la luz de una luna grande y brillante que se reflejaba en un estanque cercano. La llevó hasta un banco de piedra oculto entre rosales trepadores.
"Mira qué hermosa está la luna esta noche", dijo, notando que ella parecía tan sorprendida por el gesto como por el escenario. Sacó un pañuelo de lino blanco y, con una delicadeza que ni él mismo sabía que poseía, le limpió las mejillas, donde aún quedaban restos de chocolate.
"Oye, ¿cómo te llamas?", preguntó, hipnotizado por la mujer más hermosa que había visto en su vida.
Ella, con timidez, bajó la mirada. "Guisell", respondió, y su nombre sonó aún más dulce al ser pronunciado por ella.
"Guisell, ¿por qué estabas escondida en un rincón de la cocina, con la luz apagada, devorando ese pastel?"
La vergüenza la invadió de nuevo y se encogió, llevándose los brazos al pecho.
"Oye, no debería darte vergüenza. Tal vez aún no me conoces, pero no te juzgaría si… si fueras una indigente y hubieras venido a robar comida a esta casa".
Antes de que pudiera terminar, ella replicó con una fuerza inesperada: "¡No estaba robando nada! ¿Por qué insinúas eso? Y tampoco soy una indigente. ¡Vivo aquí! Las personas ricas son siempre tan miserables, siempre piensan que si uno está sucio es deshonesto".
Sus palabras tomaron a Emmet por sorpresa. Pensó que era muda o extremadamente tímida, pero ahí estaba, defendiéndose con una elocuencia fierosa. Sin embargo, en ese mismo instante, su mirada se desvió hacia una ventana iluminada del palacio. Allí, tras el cristal, una mujer con un vestido ostentoso y una expresión de absoluto odio los observaba fijamente.
Guisell la vio también y palideció al instante, como si hubiera visto un fantasma. El terror se apoderó de sus ojos esmeralda.
"¡Espera!", gritó Emmet, pero ya era demasiado tarde.
Ella se levantó de un salto y echó a correr hacia la oscuridad del jardín, su figura esbelta desapareciendo entre las sombras de los arbustos.
"¡Guisell! ¡No corras! ¡Espérame!", su voz se perdió en la noche, persiguiendo a la misteriosa chica de cabello de fuego que había huido, una vez más.