Era de noche y no paraba de llover. Tenía tanto frío y hambre... Mis tíos me prometieron un plato de comida si terminaba de limpiar toda la hacienda, pero siento que ya no puedo barrer más; mis dedos están entumecidos por el frío, y el lodo me llega hasta las rodillas. Todo debe quedar limpio para mañana, para la fiesta de mi prima Eria. No entiendo por qué me tratan así si esta fue la casa de mis padres. Ya no quiero llorar más por este coraje y tristeza, pero la noche es tan tranquila que hoy no se escucha ni un ruido de insectos, ni el sonido de los animales de la granja.
Siento una inquietud enorme, algo que no logro entender. Decido, antes de dormir, ir a ver a los animales. Pero de pronto, en medio de la oscuridad, veo una bola de fuego que cae hacia el bosque. Pienso en ignorarlo y regresar a dormir, hasta que observo que algo comienza a incendiarse. Y entonces recuerdo: de ese lado está mi escondite, el lugar donde guardo las fotografías de mi madre y mi padre. Sin pensarlo dos veces, echo a correr.
En el camino tropiezo, me lastimo los pies con ramas rotas y piedras, pero no me importa. Debo llegar. Quiero asegurarme de que no se esté quemando mi casita del árbol, la que mi padre y yo construimos juntos, ese rincón escondido que ni siquiera mi prima Eria ha logrado arrebatarme.
El humo es espeso y las llamas crecen con fuerza. No doy crédito a lo que ven mis ojos: ahí, entre el fuego, hay un hombre parado, completamente desnudo
—Oye, ¿estás bien? ¡Ten cuidado, no te vayas a quemar! Déjame ayudarte —digo, avanzando un paso hacia él.
En ese instante, él se vuelve. Su mirada es intensa, perturbadora. Su piel es blanca como la nieve; su rostro, perfecto, como tallado por los mismos dioses. Jamás había visto a un hombre tan hermoso. Su cabello negro azabache contrasta con la palidez de su cuerpo. Sentí, con certeza, que no era de este mundo. Tanta belleza no podía ser real.
Salgo de mi trance cuando me llama:
—Elizabeth...
—Yo no soy Elizabeth —respondo confundida—. Mi nombre es Guissel. ¿Estás perdido? ¿Por qué lloras?
Pero no responde. Solo me sonríe, con una tristeza infinita en los ojos, y entonces… desaparece. No entendí cómo. Solo sentí un vacío, un miedo que me recorrió entera. Salí corriendo de allí, de vuelta a la hacienda, con el temor de que mi tía Charlotte no me encontrara fuera y me castigara sin comida otro día más.
Llegué a los lavaderos y me limpié lo mejor que pude, intentando borrar el barro y el frío, pero no pude quitarme la sensación de que algo había cambiado. ¿Quién era ese hombre? ¿De dónde había salido?
Ya en mi habitación —el sótano frío y húmedo que me sirve de refugio—, encendí unas velas para calentarme. El cansancio era tan grande que me dormí casi al instante, pero esa imagen, su voz, su mirada… ya formaban parte de mis pensamientos más profundos. ¿Quién eres?