Ficool

Chapter 70 - Capitulo 68

El aire en el Salón de la Mesa Pintada era denso, cargado con el olor a roca húmeda y la tensión de las palabras no dichas. El **rey Viserys I**, con el rostro surcado de cansancio y preocupación, estaba sentado en su pesado sillón de obsidiana. Frente a él, el Príncipe Jaehaerys permanecía inmóvil, de pie junto al inmenso mapa de Poniente tallado en la piedra, cuyas profundidades y elevaciones se marcaban sombrías bajo el temblor de las antorchas.

La reunión era el núcleo de la tormenta, estrictamente privada. El rugido amortiguado del mar contra la base de la torre era el único testigo de la confrontación.

Viserys se frotó las sienes, su alivio por el regreso de su hijo desvaneciéndose ante la magnitud de su osadía.

—Hijo —empezó el rey, su voz baja y cargada de reproche—. Lo que hiciste fue una locura. Una temeridad atroz que pudo haber destruido la única certeza que me queda: mi linaje. Huiste de tus guardianes, mentiste y te enfrentaste a una bestia que ha devorado a hombres de todo tipo. ¿Comprendes, Jaehaerys, la gravedad de tu imprudencia?

Jaehaerys, con su cabello cortado y quemado, mantenía su postura firme. En sus ojos, antes infantiles, ahora ardía una **convicción fría y estratégica** que Viserys jamás había presenciado.

—Entiendo el riesgo, Padre —respondió el príncipe, sin inmutarse—. Pero, más importante aún, entiendo la **necesidad** que nos obligaba a tomarlo.

El rey golpeó el sillón de obsidiana con un golpe seco.

—¡¿Necesidad?! ¿Qué necesidad tenías de montar al Caníbal? Un dragón recién nacido, uno de los de la Cueva, te hubiera servido para asegurar tu estatus de jinete.

Jaehaerys bajó la mirada al mapa, sus ojos recorriendo las islas del mar Angosto.

—Un dragón joven es inútil, Padre, si no tiene el tamaño y la fiereza para ser un **disuasivo creíble**. Y la Casa Targaryen necesita disuasivos más que nunca, pues nuestra posición es más precaria de lo que deseamos admitir.

El príncipe levantó la vista y miró a su padre directamente, forzándolo a enfrentar las incómodas verdades.

—Vos habéis desheredado a vuestro hermano, Daemon. Lo habéis exiliado del reino, y con él, se ha ido el poder de **Caraxes**, la Sombra Roja.

Hizo una pausa calculada, dejando que el silencio amplificara su punto.

—Y en cuanto a mi hermana, Rhaenyra… ella se casará con Laenor Velaryon. Los Velaryon no solo poseen la mayor flota, sino también a **Seasmoke, Meleys** y, lo que es más crucial, a **Vhagar**, el dragón más grande del mundo. Tras esa unión, el mayor poder militar de Poniente no estará bajo nuestro control directo. Mis hermanos menores —dijo con un leve movimiento de cabeza hacia el vacío— son aún infantes, demasiado pequeños para ser jinetes de dragón.

Jaehaerys se acercó al mapa, su dedo juvenil señalando la fortaleza de Rocadragón.

—Necesitábamos al Caníbal, Padre. Teníais que admitirlo. Sin Daemon y sin un dragón de guerra de inmensa capacidad, nuestra fuerza es percibida como menguante. Una bestia como el Caníbal, el dragón salvaje más grande y antiguo, es el **contrapeso de terror** que la Casa Targaryen necesita desesperadamente para no parecer debilitada frente al poder combinado de los Velaryon, los Hightower y el resto de los nobles de los Siete Reinos. Es el verdadero poder, Padre, no solo el Trono.

Viserys se reclinó pesadamente, el dolor de la verdad le oprimía el pecho. Su hijo, de solo siete años, estaba articulando la estrategia política con la frialdad de su abuelo, el Viejo Rey.

—¿Y si te hubiera matado? —preguntó Viserys, con un quiebre en la voz. Sus ojos, llenos de angustia paterna, se fijaron en él—. Si te hubiera devorado en esa cueva, ¿quién garantizaría la sucesión?

—Si el dragón me hubiera devorado, Padre —replicó Jaehaerys sin pestañear—, entonces mi sangre no habría sido digna de él, y la corona habría tenido que buscar otra solución. Preferiría morir siendo un jinete de dragón que vivir como un príncipe irrelevante cuya única contribución es la edad.

El rey permaneció en silencio, observando la figura de su hijo bajo la luz trémula de las antorchas.

Había fuego en él, un fuego que lo aterrorizaba tanto como lo llenaba de un orgullo que no se atrevía a confesar.

Aquel no era el hijo gentil de Aemma Arryn, sino un heredero forjado en la llama del Caníbal, templado por el fuego y la sombra.

Y en el fondo de su mente, Viserys comprendió la verdad que tanto temía:

la Casa Targaryen ya no necesitaba ternura… necesitaba poder absoluto, poder que infundiera miedo y respeto a partes iguales.

El monarca exhaló lentamente, una rendición silenciosa a lo inevitable.

La reprimenda había terminado.

El rey Viserys había perdido a un niño, y en su lugar había ganado un Señor de Dragones.

El silencio se extendió por el salón, roto solo por el murmullo de las llamas.

Entonces, las puertas se abrieron suavemente.

La reina Alicent entró, su andar pausado y elegante, su mirada tan fría y calculada como un espejo verde.

—Mi señor —dijo con voz baja—, toda la corte habla de vuestro hijo y del dragón negro.

Los maestres lo llaman un milagro, los septones una señal divina…

y los nobles no saben si deben temerle o reverenciarlo.

Viserys se cubrió el rostro con ambas manos, su voz un suspiro roto.

—No sé si los dioses me lo devolvieron… o si me lo cambiaron.

Alicent se acercó hasta quedar frente al joven príncipe.

Lo observó detenidamente: el cabello chamuscado, la piel marcada por el fuego, y esa mirada imperturbable que parecía atravesarla.

—Vuestro padre teme por vos, alteza —susurró—. Todos lo hacemos.

Pero también tememos lo que podríais llegar a ser.

Jaehaerys sostuvo su mirada, firme, sin parpadear.

—Solo los que temen al fuego se queman, mi reina.

Alicent contuvo el aliento. Dio un paso atrás, y sus ojos buscaron a su esposo.

—Tenéis un hijo, majestad… pero también una fuerza que no podréis dominar.

El príncipe se inclinó con respeto, la solemnidad de su gesto desmentida por la seguridad que emanaba de su voz.

—Mi deber es proteger nuestra casa, Padre.

El Caníbal no es un monstruo… es un espejo.

Nos muestra lo que debemos ser para sobrevivir: fuego que no pide permiso.

Viserys lo observó durante un largo momento. En su rostro se mezclaban el cansancio, el miedo y una sombra de orgullo.

Finalmente asintió, vencido.

—Vete, hijo mío. Reposa. Ya hablaremos de esto ante el Consejo.

Jaehaerys hizo una reverencia, dio media vuelta y salió del salón.

La puerta se cerró lentamente tras él, dejando solo el eco de sus pasos.

El rey alzó la vista hacia la Mesa Pintada, observando las montañas, ríos y reinos de Poniente extenderse bajo la sombra temblorosa del fuego.

Alicent apoyó una mano sobre su hombro.

—¿Qué os preocupa más, mi rey? —susurró—. ¿El dragón… o el niño que lo montó?

Viserys no respondió de inmediato.

Su voz fue apenas un murmullo cuando al fin habló:

—Ambos.

Porque ya no sé cuál de los dos arderá primero.

Jaehaerys había cambiado.

Era más directo, más dominante.

Nunca había sido un niño común: mientras otros jugaban en los patios o corrían entre los pasillos del castillo, él prefería la soledad de los libros o las conversaciones con hombres que le duplicaban la edad.

Desde el momento en que pudo sostener una espada, se había entregado a su filo con una disciplina feroz, casi ritual.

Y aunque su cuerpo aún era joven, su mente no lo era.

Pensaba, razonaba y observaba con la madurez de un hombre de diecisiete años, como si su alma hubiera despertado en un cuerpo que aún no le pertenecía del todo.

A veces, en silencio, se preguntaba si aquello que había visto en su sueño —un cielo incendiado, dragones devorando el mundo y un mar rojo de fuego y ceniza— había sido una simple pesadilla… o un fragmento de algo más.

No lo sabía.

Pero si aquel sueño era una advertencia, entonces haría lo que siempre había hecho: prepararse.

Porque si el fin llegaba, no lo encontraría temblando.

Lo encontraría montando su dragón.

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