Ficool

Chapter 69 - Capitulo 67

La galera real atracó en el puerto de Rocadragón bajo un cielo encapotado, pesado y gris. El olor a azufre y mar era denso, familiar. Jaehaerys, envuelto en su nueva capa, sintió el murmullo del lazo en su pecho: el Caníbal, invisible sobre los picos, esperaba.

Al pisar el muelle, el príncipe se encontró inmerso en un mar de rostros. La escolta de Ser Rickard Thorne apenas lograba abrir paso entre la multitud que se había congregado.

No eran solo los guardias y sirvientes del castillo: cientos de isleños, pescadores y campesinos, acudieron a presenciar el regreso del niño que había cabalgado al monstruo. Sus rostros reflejaban una mezcla de temor, superstición y una reverencia profunda.

En el centro de este tumulto, esperando al pie de la pasarela, se erigía la familia real.

El rey Viserys I, con su corona de oro y su túnica carmesí, parecía fatigado, pero una luz de alivio indescriptible brilló en sus ojos violáceos al ver a su hijo. Su rostro, normalmente marcado por la bondad y la indecisión, se mantuvo deliberadamente serio y regio, intentando controlar la emoción que lo embargaba.

Junto a él estaba la reina Alicent Hightower, vestida de verde oscuro, su semblante grave y contenido, aunque una punzada de preocupación se dibujó en sus finas facciones. Sostenía con firmeza la mano del pequeño Aemond, de apenas dos años, cuyos ojos lilas, grandes y curiosos, se fijaron en su hermano con fascinación.

Detrás, estaban su hermana Rhaenyra y sus otros hermanos, Aegon y Helaena, observando la escena con expresiones encontradas: Rhaenyra con alivio sincero, y Aegon con una mezcla de aburrimiento y reproche.

Jaehaerys descendió la pasarela con calma, sin prisa, absorbiendo la energía del momento. Sus ropas eran sencillas, y su cabello, aunque más corto, aún portaba el aspecto chamuscado. Cada paso que daba no era solo el de un niño regresando, sino el de un Targaryen que acababa de enfrentar a la muerte.

Se detuvo a pocos metros del rey. La multitud guardó un silencio reverente, roto solo por el choque de las olas contra la piedra.

—Padre —dijo Jaehaerys con voz clara, su mirada firme al encontrarse con la del rey. No había sumisión, solo el respeto debido.

El rey Viserys, al verlo en una sola pieza, aliviado por la certeza de que su heredero estaba vivo y entero, dejó escapar un suspiro imperceptible. Por dentro, sintió que un peso de días se desprendía de su pecho. Abrió los brazos con una calidez que rompió el protocolo de la bienvenida.

—¡Jaehaerys! Hijo mío, por los Siete Cielos... —El rey se acercó y lo estrechó en un abrazo fuerte y sincero, un gesto de padre a hijo que pocos en la corte habían presenciado.

Tras el abrazo real, mientras la Guardia intentaba empujar suavemente a la multitud hacia atrás, un rostro conocido se destacó entre la capa blanca: Ser Erryk Cargyll, el Guardia Real asignado a Jaehaerys, el hombre que había derribado la puerta de la habitación del príncipe al descubrir su huida.

Erryk miraba a Jaehaerys con una intensidad que bordeaba la incredulidad. Había buscado a su príncipe entre las cenizas, había temido que el Caníbal lo hubiera devorado, y ahora lo veía allí, vivo, más calmado, y con un aura silenciosa de poder.

Era la misma mezcla de reverencia y asombro que había sentido en la cueva, ahora magnificada bajo la luz del día. El caballero hizo una inclinación profunda.

Jaehaerys lo vio y le devolvió una mirada cómplice, una promesa silenciosa de que ese secreto de fuego permanecería entre ellos.

Mientras la multitud rompía a murmurar, el rey Viserys tomó el hombro de su hijo.

—Hijo, debes contarme todo. Pero no aquí. Vayamos al salón de la Mesa Pintada. Hay mucho que discutir sobre tu... viaje.

El rostro del rey se mantuvo serio, pero su voz apenas ocultaba una mezcla de alivio y una preocupación recién nacida. El regreso de Jaehaerys era un triunfo, pero el Caníbal aún volaba libre, y el lazo que unía al príncipe a la bestia era un polvorín listo para estallar en la corte de Poniente.

«Hermano, me mentiste. Dijiste que me llevarías a ver un dragón y fuiste solo.»

La voz de Aegon rompió el silencio apenas cruzaron las puertas del salón.

Jaehaerys se detuvo. Aegon estaba de pie junto a la chimenea, con los brazos cruzados y una expresión que mezclaba reproche y celos. Rhaenyra, sentada cerca de una ventana, levantó la vista de su copa y observó la escena en silencio, mientras Helaena jugaba distraída con una pequeña figura de madera en forma de dragón.

—No era un dragón para ver —respondió Jaehaerys con calma—. Era un dragón para sobrevivir.

Aegon frunció el ceño.

—Todos dicen que montaste al Caníbal. ¿Es verdad?

Jaehaerys sostuvo su mirada.

—¿Lo dudarías si te dijera que sí?

El silencio se prolongó. El fuego del brasero iluminaba sus rostros tan parecidos y a la vez tan distintos: uno dorado y brillante, el otro más severo, marcado por la sombra.

—Padre debería prohibírtelo —replicó Aegon al fin—. Ese monstruo devora dragones y hombres por igual. No traerá más que desgracia.

—O poder —respondió Jaehaerys, avanzando un paso—. A veces, hermano, ambos son lo mismo.

Rhaenyra soltó una leve risa.

—Parece que el Caníbal no solo lo quemó, sino que también le dio lengua de fuego.

Aegon la fulminó con la mirada, pero Jaehaerys no respondió. Solo siguió caminando hacia los corredores que conducían a sus aposentos, con la calma de quien ya no necesita justificarse.

Cuando desapareció en la penumbra, Rhaenyra murmuró, casi para sí misma:

—Y pensar que todos creían que el fuego lo consumiría…

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