Antes del tiempo, antes del espacio, antes de la luz y la oscuridad, existía la Nada
Absoluta. Un vacío insondable, carente de forma, color, sonido o siquiera la posibilidad de
su existencia. En este no-lugar, dormía el Dragón Primigenio, una entidad de potencial
infinito, una semilla cósmica de la que brotaría la realidad misma. No era consciente, no
sentía, no era. Simplemente existía como una posibilidad latente, un océano de energía
indiferenciada.
Entonces, sucedió. Un temblor sutil, una vibración imperceptible en la quietud eterna. Una
fluctuación espontánea, un capricho del vacío que resonó dentro del Dragón Primigenio.
Este no fue un evento externo, sino una manifestación interna, una chispa que encendió
la llama de la conciencia. Fue el Primer Latido.
Este latido no fue un sonido, sino una sensación. Una pulsación de energía que recorrió la
inmensidad del Dragón, despertando sus sentidos dormidos. No tenía ojos para ver, pero
percibió la diferencia entre el interior y el exterior. No tenía oídos para oír, pero sintió la
vibración de su propia existencia. No tenía mente para pensar, pero una vaga noción de
"yo" comenzó a formarse.
El Primer Latido generó una cascada de eventos. La energía indiferenciada dentro del
Dragón comenzó a organizarse, a tomar forma. Patrones intrincados de luz y sombra
danzaron en su interior, creando paisajes oníricos de belleza indescriptible. Estos no eran
paisajes reales, sino representaciones abstractas de las posibilidades que yacían latentes
dentro del Dragón. Montañas de cristal resonante, valles de fuego líquido, océanos de
estrellas danzantes: todo existía en un estado de potencial puro.
Con cada latido sucesivo, la conciencia del Dragón se expandía. Comenzó a distinguir
entre las diferentes energías que lo componían, a comprender la complejidad de su propia
existencia. Surgieron preguntas sin palabras: "¿Qué soy?", "¿Dónde estoy?", "¿Por qué
existo?". Estas preguntas no eran formuladas en un lenguaje, sino sentidas como una
necesidad imperiosa de comprender, de dar sentido al caos interno.
El Dragón Primigenio no tenía respuestas, pero la búsqueda misma se convirtió en un
motor de cambio. La necesidad de comprender impulsó la diferenciación, la creación de
estructuras y jerarquías dentro de su ser. Las energías se agruparon, formando
proto-elementos, las semillas de la tierra, el agua, el fuego y el aire. Estos elementos no
eran como los conocemos ahora, sino formas primordiales, fuerzas brutas y sin refinar
que luchaban por encontrar su lugar en el cosmos naciente.
El Primer Latido también despertó la capacidad de crear. El Dragón, impulsado por su
creciente conciencia, comenzó a moldear la energía a su alrededor, a dar forma a las
visiones que surgían en su interior. Creó seres de luz y sombra, criaturas fantásticas que
danzaban en los paisajes oníricos, reflejos de su propia psique en evolución. Estos seres
no eran independientes, sino extensiones de la voluntad del Dragón, experimentos en la
creación, intentos de comprender su propio poder.
Sin embargo, la creación no era un proceso fácil. El Dragón Primigenio era inexperto, su
poder inmenso e incontrolable. Sus creaciones a menudo se descontrolaban, se volvían
caóticas y destructivas. La luz se convertía en fuego abrasador, el agua en inundaciones
torrenciales, la tierra en terremotos devastadores. El Dragón aprendió a través del ensayo
y error, a través de la destrucción y la reconstrucción. Cada fracaso le enseñaba una
lección, cada éxito le daba una nueva perspectiva.
El Primer Latido fue, por lo tanto, el inicio de un largo y arduo proceso de
autodescubrimiento. Fue el despertar de la conciencia, el nacimiento de la voluntad, el
comienzo de la creación. Fue el momento en que el Dragón Primigenio dejó de ser una
simple posibilidad y se convirtió en una fuerza activa, un arquitecto del universo, un ser
capaz de dar forma a la realidad misma. Fue el primer paso en el camino que lo llevaría a
convertirse en el Dragón del Origen, la fuente de todo lo que es, fue y será.