Capítulo 16: Del 22 al 24 de septiembre de 2012
El sábado 22 amaneció con un cielo despejado sobre Split, aunque la brisa traía ese aroma salado y fresco que solo el mar Adriático sabía dar. Me desperté sin prisa, ya no por pereza, sino porque sentía que mi cuerpo necesitaba unos minutos más para recuperarse. Las prácticas con el Adriatic eran exigentes, sí, pero también constantes, y eso empezaba a pulir no solo mi físico, sino mi mentalidad. Me levanté, hice estiramientos suaves y revisé el pequeño calendario que había colgado junto al colchón.
Cada día tachado era una batalla ganada.
Después de un desayuno rápido —pan duro con un poco de mermelada y té— me puse los botines y me fui directo al campo. Ese día no había entrenamiento formal, pero había convencido a Jure, el lateral derecho con el que mejor me llevaba, para hacer algunos ejercicios de uno contra uno. Él era ágil, con buena marca, y necesitaba enfrentarme a alguien así para mejorar mis desbordes. En el terreno, el sol no perdonaba, pero eso no nos frenó.
Durante casi una hora repetimos secuencias: yo encarando por izquierda, recortando hacia adentro, disparando; o amagando por fuera y tirando el centro con la zurda. Jure no me lo ponía fácil, y eso lo agradecía. Cada tanto me soltaba una sonrisa y decía:
—Mejorás rápido, Luka. ¿Seguro que no tenés un hermano gemelo que jugó en la selección?
—Algo así —le respondía, esquivando el chiste sin mentir.
Al terminar, me fui al orfanato directo a ducharme. Después del almuerzo —macarrones pasados y una salsa dudosa— me conecté un rato a la vieja computadora del centro. Era lenta y el navegador se colgaba cada dos por tres, pero alcanzaba para abrir YouTube. Me puse a ver un video musical de Lana Jurčević, el que había escuchado días atrás. Ya no era solo por la voz o el ritmo: ahora era como si estuviera conectando con algo que me recordaba que Croacia también podía brillar. Como si me dijera que el talento no era exclusivo de los que tenían apellidos famosos o padres ricos.
Después pasé a Instagram. Con una cuenta falsa, claro. No podía usar mi nombre real por ahora, aunque igual nadie me buscaría. Me puse a ver perfiles de jugadoras del Dinamo femenino y de algunas chicas que vivían en Split. Vi una entrevista vieja a Sara Carbonero que habían subido en una cuenta de fans. Era de 2010, cuando estaba en Sudáfrica. Me llamó la atención la manera en que hablaba: elegante pero cercana. Anoté su nombre mentalmente.
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El domingo 23 de septiembre comenzó igual: rutina de estiramientos, desayuno simple, sesión en solitario. Esa tarde sí había práctica oficial con el equipo. El entrenador, un tipo de voz ronca llamado Stipe, nos reunió antes de comenzar.
—Escuchad. Estamos evaluando quiénes se quedan como titulares fijos, quiénes irán al banquillo, y quiénes no sigue. Así que quiero intensidad, disciplina y cabeza.
Yo asentí como todos, pero por dentro lo tenía claro: nadie me iba a sacar de este lugar sin pelear. Durante la práctica jugué como si fuera una final. Recuperé balones, bajé a defender, y me ofrecí siempre como salida por izquierda. En una jugada, me llegó un cambio de frente que controlé con el pecho, enganché hacia adentro dejando atrás al lateral rival y disparé al ángulo. Gol. Ni siquiera lo grité.
Después de la práctica, noté que uno de los asistentes del cuerpo técnico se quedaba un rato más observando. Era nuevo, no lo había visto antes. Tenía una libreta pequeña, donde anotaba cosas. Me miró un par de veces, incluso cuando ya estábamos guardando los conos.
No dije nada, pero lo registré.
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El lunes 24 fue más tranquilo. Día de descanso en teoría, pero yo no entendía bien ese concepto. En el orfanato aproveché para hacer pesas caseras con bidones de agua y luego practiqué cambios de ritmo en el patio, marcando con cinta los conos imaginarios. Marko, el chico con el que compartía habitación, se me quedó mirando y dijo:
—Estás más ancho, ¿eh?
Lo miré.
—¿Sí?
—Sí. Antes parecías un palo. Ahora tenés piernas de futbolista.
Sonreí apenas.
—Gracias.
Por la noche, me puse a escribir en un cuaderno viejo que había encontrado. No era un diario exactamente. Era más bien un registro. Anotaba cada gol, cada fallo, cada mejora física. También ideas sueltas. Como la que escribí esa noche:
"No es cuestión de suerte. Es cuestión de repetir hasta que la suerte piense que soy inevitable."
Apagué la luz. Me dormí sin sueños.
Pero con propósito.
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