La habitación del hotel de carretera en Michigan era un insulto a los sentidos. La luz parpadeante de color amarillo enfermizo hacía que las paredes de papel pintado despegado parecieran sucias, y la alfombra tenía un patrón abstracto que recordaba a una mancha de aceite vieja. Para Kaira Thompson, cuyo poder se basaba en imponer su voluntad y orden sobre el caos, este entorno era una agresión física.
Kaira estaba terminando de arreglarse en el baño, un espacio tan estrecho que apenas podía girarse. Se había negado rotundamente a salir a la calle con la ropa de viaje, arrugada y contaminada por el aire reciclado del avión y el humo de Bangkok. Para ella, la estética no era vanidad; era armadura.
Cuando la puerta del baño se abrió, la atmósfera de la habitación cambió. Kaira salió vestida como si fuera a comprar una empresa multinacional, no a rastrear a un fugitivo en un barrio industrial. Llevaba unos pantalones de sastre de color carbón, una blusa de seda color crema de cuello alto y un abrigo de lana de corte impecable. Su cabello estaba recogido en una cola de caballo baja, pulida y sin un solo mechón fuera de lugar. Su presencia irradiaba una dignidad fría que chocaba violentamente con la cama deshecha y las maletas tiradas.
Ryuusei, sentado en la única silla estable revisando un mapa local, levantó la vista. Brad, que estaba en el suelo haciendo flexiones con un solo brazo para matar el aburrimiento, se detuvo para mirarla.
—Kaira —dijo Ryuusei, su tono pragmático y desprovisto de admiración—. ¿Era realmente necesario ese nivel de formalidad? Vamos a zonas de clase trabajadora, posiblemente almacenes abandonados. Ese atuendo es un faro. No encajas.
Kaira se detuvo en seco. Giró la cabeza lentamente hacia Ryuusei, sus ojos entrecerrándose. El aire en la habitación se enfrió. No usó su poder, pero la amenaza en su postura fue tan tangible como una bofetada.
—Escúchame con atención, Ryuusei —dijo Kaira, su voz alta—. Mi dignidad no es negociable. Ya me has forzado a unirme a este suicidio colectivo, me has arrastrado a través de continentes y me has obligado a dormir en un lugar que ni las ratas aceptarían. Mi apariencia es el único control que me queda sobre mi entorno inmediato.
Dio un paso hacia él, invadiendo su espacio personal con su perfume caro.
—Si vuelves a comentar, criticar o cuestionar mi forma de vestir, mi higiene o mi necesidad de mantener un estándar civilizado, consideraré que el contrato está roto. Me iré. Y no me importará si me buscas o si me entregas a la policía. Preferiré la cárcel a la falta de respeto estética. ¿He sido clara?
Ryuusei sostuvo su mirada. Comprendió al instante lo que realmente estaba pasando. Kaira no era solo una "diva"; era una controladora obsesiva. Su ropa era su barrera contra la locura. Si le quitaba eso, se volvería inestable.
—Cristalina —respondió Ryuusei, asintiendo una vez—. Mantén tu dignidad. Solo asegúrate de que no interfiera con la misión.
Kaira asintió, satisfecha con la sumisión lógica de su líder. Tomó un bolso de cuero pequeño y miró a Bradley, quien estaba parado junto a la puerta, mirándola con los ojos muy abiertos, una mezcla de miedo y fascinación.
—Andando, Bradley. No pienso pasar un minuto más respirando este aire estancado.
Salieron a la calle. El clima de Michigan los recibió con un cielo gris y una llovizna helada que amenazaba con convertirse en aguanieve. Kaira abrió un paraguas negro compacto con un movimiento seco y elegante. Bradley, con su sudadera de capucha demasiado grande y sus zapatillas desgastadas, caminaba a su lado, vibrando con su energía habitual.
La dinámica era extraña. Kaira caminaba con un propósito regio, como si la acera sucia fuera una pasarela. Bradley, por el contrario, parecía un satélite errático orbitando un planeta helado. Se movía un poco más rápido de lo necesario, sus pies repiqueteando contra el cemento, tratando de ajustar su paso al de ella.
Bradley la miró de reojo varias veces, reuniendo el valor. A pesar de la amenaza de dejarlo paralítico en la cama, a pesar de su frialdad, no podía evitarlo.
—Te ves... te ves muy bonita, Kaira —soltó Bradley de golpe, las palabras atropellándose unas a otras. Se sonrojó inmediatamente, mirando sus zapatillas—. Digo, elegante. Muy... profesional.
Kaira no detuvo su paso, ni giró la cabeza para mirarlo, pero su expresión se suavizó imperceptiblemente. No era un halago lascivo ni manipulador; era la observación torpe y honesta de un niño.
—Gracias, Bradley —respondió ella, su voz fría pero cortés—. Es la ropa de un adulto funcional. Algo que deberías considerar si alguna vez planeas dejar de parecer un fugitivo adolescente. La imagen proyecta poder. Y en nuestro mundo, la proyección es la mitad de la batalla.
Bradley asintió, absorbiendo la crítica como si fuera un consejo vital.
—Sí, bueno... —Bradley se rascó la nuca, intentando mantener la conversación viva—. Yo prefiero ropa que no se incendie si tengo que correr. La fricción es un problema real. Pero... entiendo lo que dices. Tienes mucho estilo. Eres muy diferente a las chicas que conocía en el restaurante. Ellas... no tenían tanto control.
Kaira soltó un suspiro breve, el vapor condensándose en el aire frío.
—El control es lo único que importa, Bradley. Es lo que separa la civilización de la barbarie. Mi poder es el arte de imponer orden en mentes caóticas. Tu poder... —hizo una pausa, buscando la palabra exacta— es solo aceleración. Ves el mundo rápido, pero actúas sin pensar. Eres reacción pura. Yo soy intención.
—No es solo reacción —se defendió Bradley, un poco dolido—. Veo cosas. Detalles. Cuando el mundo va lento, veo las grietas. Puedo pensar diez veces antes de que tú des un paso.
—Y sin embargo —replicó Kaira implacablemente—, usas esos diez pensamientos para tropezar con tus propios pies. La velocidad mental no sirve de nada sin disciplina emocional.
Bradley se quedó callado. La dureza de Kaira era agotadora, pero extrañamente, no se sentía maliciosa en ese momento. Se sentía como una maestra estricta regañando a un alumno con potencial desperdiciado.
Caminaron unas cuadras más en silencio, pasando por fábricas cerradas y cafeterías de mala muerte. De repente, Kaira se detuvo en una intersección. Sus ojos se fijaron en un edificio masivo de ladrillo gris y arquitectura brutalista que ocupaba media manzana. No tenía letreros comerciales, solo una bandera estadounidense y un escudo de metal en la entrada.
—Ya sé cómo vamos a encontrar a Chad —dijo Kaira, una sonrisa de suficiencia curvando sus labios.
Bradley miró el edificio, confundido. Parecía una oficina de impuestos o una prisión de baja seguridad.
—¿Cómo? —preguntó, mirando alrededor—. ¿No íbamos a ir a los bares o a los muelles? ¿Crees que está ahí dentro?
Kaira se giró hacia él, señalando la placa de bronce junto a la puerta giratoria.
—Vamos a entrar al IDSH. El Instituto de Servicios Humanos para Anómalos Registrados.
Bradley parpadeó, su mente procesando las siglas sin encontrar ninguna referencia. Frunció el ceño, con la boca ligeramente abierta.
—¿El... qué? ¿IDSH? —preguntó, genuinamente perdido—. ¿Qué es eso? ¿Es como... una escuela para gente como nosotros? ¿Un club?
Kaira se quedó inmóvil. Bajó lentamente la mano con la que señalaba el edificio. Giró todo su cuerpo hacia Bradley, mirándolo como si acabara de preguntarle qué era el sol. La incredulidad en su rostro era absoluta.
—¿Es una broma? —preguntó Kaira. Esperó un segundo, buscando la ironía en los ojos de Bradley. No la encontró.
—No... en serio, no sé qué es —admitió Bradley, sintiéndose pequeño.
Kaira se llevó una mano a la frente, cerrando los ojos.
—Dios mío... ¿En serio eres tan tonto? —La pregunta no fue gritada, fue dicha con un asombro genuino—. ¿Eres un ignorante o simplemente viviste bajo una roca toda tu vida? Todo anómalo en este país conoce el IDSH. Es ley básica. Es supervivencia elemental.
Bradley se encogió físicamente. El insulto, lanzado con tanta naturalidad, atravesó su defensa de hiperactividad. La vergüenza le subió por el cuello, caliente y dolorosa. Dejó de vibrar. Dejó de mirar a los lados. Clavó la vista en el suelo húmedo.
—No... mis padres nunca se dieron el tiempo para explicarme, Kaira —dijo Bradley, su voz bajando a un susurro ronco.
Kaira se detuvo, pero Bradley continuó, la verdad saliendo de él impulsada por la humillación.
—Fui un caso especial. Mis padres se divorciaron de mí antes de que mi poder se manifestara del todo. Cuando empecé a... ir rápido, cuando empecé a ver el mundo lento, estaba en el sistema. Me movieron de casa en casa. Nadie me quería el tiempo suficiente para registrarme.
Bradley levantó la vista, sus ojos brillando con una humedad que no era lluvia.
—Solo me concentré en ocultarlo. En no vibrar. En no explotar las ventanas. Tenía miedo de que si se daban cuenta de lo que era, me encerrarían en un laboratorio o algo peor. Nunca me registraron. Yo solo... existía en los márgenes. No soy tonto. Solo estaba solo.
El silencio que siguió fue pesado, aplastando el ruido del tráfico lejano.
Kaira Thompson, la mujer que manipulaba mentes para crear su propia realidad perfecta, se quedó sin palabras. Miró a Bradley, realmente lo miró, y vio más allá del adolescente molesto y rápido. Vio la negligencia, el miedo sistémico y una soledad que rivalizaba con la suya, pero sin el consuelo del control.
La arrogancia de Kaira se fracturó. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo que no había autorizado: culpa. Una punzada aguda y desagradable en el pecho. Había pateado a un perro callejero por no tener collar.
Kaira exhaló lentamente, deshaciendo su postura defensiva.
—Lo... lo siento, Bradley —dijo ella. Las palabras salieron extrañas en su boca, poco usadas.
Bradley la miró, sorprendido.
—No lo sabía —continuó Kaira, su voz más suave, perdiendo el filo cortante—. Asumí que tu experiencia era la estándar. Fue... insensible de mi parte. No deberías haber tenido que pasar por eso solo.
Bradley asintió, tragando saliva, agradecido por el cese de hostilidades.
Kaira se aclaró la garganta, recuperando su compostura profesional para disipar el momento emocional, pero su tono ahora era educativo, no condescendiente.
—Mira, déjame explicarte para que entiendas lo que vamos a hacer. En este país, y en la mayoría de Occidente y Asia, cuando un niño manifiesta habilidades anómalas super peligrosas—generalmente entre los cuatro y ocho años—, la ley federal obliga a los tutores a registrarlo en el IDSH.
Señaló el edificio gris de nuevo.
—Es una burocracia masiva. Te hacen pruebas, miden tu nivel de amenaza, te asignan un número de serie y un supervisor local. Es control gubernamental disfrazado de servicios sociales. Si estás en el sistema, te vigilan. Pero también te dan acceso a ciertas protecciones.
Kaira miró el edificio con ojos de depredadora.
—Si Chad Blake, tiene un poder tan destructivo como dice Ryuusei, es imposible que pasara desapercibido de niño. Sus padres, o quien lo cuidara, tuvieron que registrarlo para evitar ir a prisión por negligencia criminal.
—Entonces... —Bradley empezó a entender, su mente rápida conectando los puntos—. ¿Sus datos están ahí dentro?
—Exacto —dijo Kaira, una sonrisa astuta curvando sus labios—. Su última dirección conocida, su historial médico, incidentes previos, nombre de sus padres. Todo está en los servidores de ese edificio. La burocracia nunca olvida a un monstruo en potencia.
—Pero no podemos entrar y pedirlo —dijo Bradley—. Es información confidencial, ¿no?
—Para ti, sí. Para mí... es solo una conversación pendiente.
Kaira se ajustó el cuello de su abrigo, su confianza restaurada.
—Vamos a entrar. Yo seré una auditora de alto nivel enviada desde Washington para revisar casos de "alto riesgo inactivos". Tú serás mi asistente. No tienes que hablar. De hecho, mejor no hables. Solo carga mi maletín y mira con cara de estar aburrido.
—¿Vas a controlar al recepcionista? —preguntó Bradley.
—Voy a controlar al director de la sucursal —corrigió Kaira—. Y no usaré la fuerza bruta. Voy a usar la sugestión. Voy a hacerles creer que ayudarme es su idea, que darme la dirección de Chad Blake es la única forma de evitar una auditoría federal que les costaría su empleo.
Kaira miró a Bradley, y por primera vez, hubo un destello de camaradería, nacida de la necesidad y de la disculpa tácita.
—El sistema falló contigo, Bradley. Pero hoy, vamos a usar ese mismo sistema para encontrar a nuestro hombre. ¿Estás listo para tu primera misión de espionaje corporativo?
Bradley respiró hondo, el miedo al edificio gris reemplazado por la adrenalina de la misión.
—Sí. Estoy listo.
Ambos caminaron hacia las puertas giratorias del IDSH. La manipuladora y el velocista, una pareja dispareja unida por la misión de encontrar a un chico explosivo perdido en los archivos del gobierno.
