El túnel del Velo se disipó con una violenta expulsión de aire helado. Aiko, Volkhov, Amber y el cuerpo inerte de Arkadi fueron escupidos del éter, cayendo desde una altura peligrosa sobre las afueras boscosas de la ciudad de Jyväskylä, Finlandia.
El impacto fue un desastre controlado solo por la inercia de sus cuerpos. Aiko, debido a su pequeño cuerpo, cayó con la fuerza de un meteorito. Su trayectoria la hizo impactar contra la copa de un abeto que amortiguó la caída, pero una rama gruesa y afilada se hundió en su costado, rasgando su carne y desgarrando músculo antes de que tocara el suelo cubierto de nieve.
Volkhov y Amber tuvieron mejor suerte, cayendo sobre la nieve profunda, pero el violento impacto de la teletransportación y la caída libre les pasó factura. Se escucharon crujidos secos; Volkhov se rompió varios huesos del brazo y la pierna, y Amber sufrió fracturas limpias en el tobillo y costillas. Ambos gimieron de dolor.
El más afectado fue Arkadi. El maestro del Velo, que ya venía agotado, cayó de cabeza contra una roca semioculta bajo la nieve. El golpe fue sordo y contundente, dejándolo completamente inerte.
El dolor era agónico, pero la presencia del Artefacto de la Plaga—la piedra azul que Amber llevaba oculta y que, aunque pasiva, irradiaba una tenue energía curativa—comenzó su trabajo.
Aiko, sangrando profusamente, sintió la regeneración combinada con la energía del Artefacto, que aceleraba la reparación de sus células. Con un esfuerzo sobrehumano, logró arrancar la rama de su costado, gritando de dolor mientras la herida se cerraba.
Volkhov, gracias a su regeneración, sintió cómo los huesos de su brazo se soldaban con una velocidad impresionante, un proceso doloroso pero eficiente. Amber, cuya propia habilidad estaba más enfocada en la biología, sintió que sus costillas y tobillo se estabilizaban más lentamente, apoyada por la energía de la piedra. En menos de quince minutos, estaban de pie, exhaustos pero funcionales.
El problema era Arkadi.
—Señor —dijo Volkhov, arrodillándose junto a Arkadi.
Arkadi estaba inconsciente, pálido y sudando profusamente a pesar del frío ártico. Tenía una contusión horrible en la sien. La sobrecarga del Velo, combinada con el golpe, había desestabilizado su energía mágica.
—Está ardiendo en fiebre —dijo Amber, tocando su frente—. Necesita un lugar cálido y tranquilo. La regeneración celular no ayudará a esto. Es un agotamiento mágico total.
La misión había cambiado de reclutamiento a evacuación.
Aiko, a pesar del cansancio, tomó el control. Su fuerza era ahora una bendición. Cargó a Arkadi sobre sus hombros, protegiéndolo de la nieve.
Caminaron lentamente hasta encontrar una carretera, y de ahí, lograron llegar a las afueras de Jyväskylä. Aiko, usando la última de las divisas que Volkhov había sacado del "supermercado" de Arkadi, localizó un hotel decente y discreto en las afueras.
Aiko se dirigió a los recepcionistas con una historia plausible (aunque vaga) sobre un accidente de esquí, y les pagó con una pila de euros que aseguraron su silencio.
Instalaron a Arkadi en la habitación más cálida, cubriéndolo con mantas, su cuerpo temblando en un ciclo de fiebre y sudor.
—Descansa, Aiko —ordenó Volkhov, viendo el agotamiento en el rostro de la pequeña—. Tú eres nuestra principal fuerza de combate. Necesitas reponerte tanto como Arkadi, aunque por otras razones. Yo me encargaré de la siguiente fase.
Aiko asintió, su cuerpo colapsando en una silla junto a la cama de Arkadi.
Volkhov se dirigió a Amber. —Necesito que vengas conmigo. Tú eres la única con la sensibilidad biológica para detectar cualquier rastro de un ser de la arboleda en un entorno urbano. Es hora de empezar la verdadera cacería.
Amber asintió. —De acuerdo. Ya he descansado lo suficiente.
La noche había caído, y la ciudad de Jyväskylä era silenciosa bajo la nieve. Volkhov y Amber caminaron por calles secundarias hasta encontrar el tipo de lugar que siempre alberga información valiosa: un bar antiguo y sombrío, lleno de humo y voces ásperas, con un letrero que indicaba claramente "Solo Mayores de 18 Años".
Amber se detuvo en la entrada. El ambiente, cargado de alcohol, sudor y testosterona, la repelía.
—No me gusta este lugar, Volkhov —susurró Amber, frunciendo el ceño—. Es denso.
Volkhov, comprendiendo su aversión al desorden biológico, se detuvo.
—Entiendo. Las toxinas te son más fáciles de controlar que la borrachera humana. Es mejor si esperas afuera. Mantente alerta. Si algo sale mal, te llamaré.
Amber aceptó el plan. Salió a la calle nevada, decidiendo pasear lentamente por las calles adyacentes, una figura de misteriosa belleza bajo las farolas escandinavas.
Volkhov entró. El ambiente era pesado y ruidoso. Se acercó a la barra, pidió una cerveza local y, con la frialdad de un cirujano, se dirigió al anciano bartender.
—Busco información. Específicamente, rumores. ¿Ha oído hablar de algo inusual en los bosques cercanos? Algo grande. Algo... con aspecto de árbol.
El bartender limpió un vaso lentamente, sus ojos cansados evaluando al hombre impecablemente vestido y fuera de lugar.
—La información cuesta, forastero. Y las historias de los bosques son caras.
Volkhov no discutió. Sacó un fajo de billetes de cien euros del bolsillo interior y lo puso sobre la barra.
—Adelanto —dijo Volkhov.
El bartender deslizó el dinero rápidamente, sus ojos brillando de codicia. Inclinándose, susurró:
—Al fondo. En la mesa de las esquinas. Hay un viejo loco cazador. Suele cazar osos por Bergo, en el este. Lleva meses hablando de una "Bestia del Pino" que vio devorando carne. Tal vez él haya oído algo parecido a lo que buscas.
Volkhov asintió y se dirigió hacia el fondo, pero fue interceptado a mitad de camino. Dos mujeres jóvenes, con sonrisas demasiado amplias y vestidas de manera sugerente, se interpusieron en su camino.
—Qué hombre tan apuesto —dijo una, tocando su brazo—. ¿Quieres un poco de compañía? Podemos hacer que olvides el frío.
Volkhov suspiró. La distracción era irritante. Sin vacilar, levantó las solapas de su chaqueta, revelando sus pistolas silenciadas enfundadas. La visión del metal frío y el peligro implícito fue suficiente. Las sonrisas se congelaron, y las chicas se dispersaron rápidamente.
Volkhov llegó a la mesa y se sentó frente al viejo cazador, un hombre curtido, con ojos salvajes y una gorra de lana.
—Dicen que viste algo en los bosques, cerca de Bergo —dijo Volkhov, sin preámbulos.
El cazador tembló, agarrando su cerveza con fuerza.
—¿Tú también lo has visto? Es real. Hace meses. Estaba cazando osos pardos cerca de un claro en las afueras de Bergo. Vi a lo lejos cómo un árbol humanoide de tres metros de altura cazó a tres osos. Los atravesó con unas ramas filosas que salían de sus manos como lanzas, y luego los devoró. Carne cruda. La Bestia del Pino… me vio. ¡Me vio!
El cazador bebió de golpe.
—Corrí. Corrí como nunca he corrido. Y si quieres seguir vivo, no vayas a Bergo. Los pobladores le llaman... Sylvian. Y está ahí, acechando.
Volkhov asimiló la información con calma: Bergo, el este, cazando y comiendo osos, y el nombre Sylvian confirmado. Se puso de pie, dejando más euros sobre la mesa.
—Gracias por la información, cazador. Cuídese.
Volkhov salió del bar. En la acera, Amber estaba hablando con un chico de su edad, rubio y con rostro ingenuo. El chico reía, claramente intentando conquistar a la bella forastera.
Volkhov se acercó, su rostro inexpresivo.
—Amber, he terminado. Y me temo que tienes compañía.
El chico, al ver al hombre alto y frío en un traje impecable, se puso nervioso.
—Ella está conmigo —dijo Volkhov, con un tono que no admitía réplica—. Es hora de que te vayas de por ahí.
Amber sonrió, una sonrisa genuina de alivio. Se despidió del chico, que se alejó tropezando.
—Lo siento —dijo Amber—. Solo estaba tratando de ser amable.
—No te disculpes. Ya tengo la ubicación: Bergo, al este. Nuestra Anomalía no es una fuerza estática; es un depredador. Y ahora, volvemos al hotel.
