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Chapter 112 - El Último Paseo

El oxidado carguero, cuyo nombre apenas se leía bajo capas de pintura descascarada, comenzó a navegar lentamente hacia el sur, impulsado por un motor que tosía más que respiraba. Aiko, Volkhov, Amber y Arkadi se encontraban de pie en la cubierta, contemplando la desvanecida silueta de Hong Kong. La frustración había mutado en una aceptación pétrea.

—Tres meses, mínimo —murmuró Volkhov, pasándose una mano por el cabello—. Tres meses a esta velocidad ridícula para cruzar medio planeta. Arkadi, si no estuvieras tan... agotado, te obligaría a movernos.

—Las cosas suceden por una razón, Sergei —respondió Arkadi, apoyado tranquilamente contra un poste, disfrutando del sol—. La prisa nos llevó al engaño. La lentitud nos enseñará paciencia.

El primer gran problema no fue la seguridad o la amenaza externa, sino la logística interna: ninguno sabía pilotar la barcaza. El capitán había dejado claro que su tripulación era mínima y no iban a asistir a los "nuevos dueños" del carguero.

Aiko podía cortar el acero y Volkhov podía regenerarse, pero no sabían leer una carta náutica.

—Mi abuelo era marinero en los puertos de Fuzhou —confesó Amber, con un suspiro de resignación—. Me enseñó a leer los vientos y a manejar el timón para mantener el rumbo básico en aguas tranquilas. Es suficiente para que no choquemos contra una isla.

Y así fue como Amber, la maestra de la biológica y la toxicología avanzada, se convirtió en la capitana de un barco oxidado.

Los primeros siete días fueron una tortura.

Amber, con ojeras profundas que contrastaban con sus ojos ámbar, pasaba la mayor parte del tiempo en el timón, luchando contra la inercia de la barcaza y vigilando la aguja de la brújula. Sus conocimientos eran rudimentarios y el esfuerzo la agotaba mentalmente.

Volkhov, el epítome del autocontrol, era víctima de la peor de las enfermedades: el mareo. Su super-regeneración no lo eximía de las nauseas brutales causadas por el constante vaivén del mar. El hombre que se había levantado de una decapitación ahora luchaba por no vomitar sobre la cubierta.

Aiko, fue afectada por la falta de alimento. La despensa de la barcaza estaba prácticamente vacía, salvo por provisiones podridas o insectos. El hambre la estaba llevando al delirio, sus músculos fuertes gritaban por proteínas, y en las noches, aullaba en voz baja en su camarote, soñando con filetes y arroz.

—Creo que vi un dragón de carne volando sobre el agua —balbuceó Aiko un día, señalando un horizonte vacío. Volkhov, pálido y sudoroso, solo pudo gemir en respuesta.

En el clímax de esta miseria humana, los tres se encontraron a media mañana en la cubierta, agotados, hambrientos y malolientes. Sus miradas se desviaron hacia la figura de Arkadi Rubaskoj, quien estaba sentado cómodamente en un cajón de madera, con las piernas cruzadas y una expresión de absoluta placidez.

Arkadi no solo estaba tranquilo, sino que estaba comiendo.

Con un crujido audible que resonó como una campana en los estómagos vacíos, Arkadi sacó una mano de una bolsa de plástico grande y mordió una papa frita con una satisfacción obscena. Tenía las rodillas cubiertas con una manta de lana y a su lado, había una botella de agua mineral fría.

El silencio fue sepulcral, solo interrumpido por el masticar de Arkadi.

Aiko, con la boca seca, casi lloró. Volkhov dejó de gemir para mirar con resentimiento. Amber, la más racional, no podía procesar la incongruencia.

—¿Arkadi? —preguntó Aiko, la voz raspada—. ¿Qué estás comiendo?

Arkadi la miró, con el ojo pálido inocente. —Patatas fritas, querida. De las buenas. Sabor a barbacoa.

—¿De dónde... dónde diablos sacaste comida? —preguntó Volkhov, esforzándose por hablar a pesar de la náusea.

Arkadi ofreció la bolsa sin un ápice de vergüenza. —¿Quieren un poco?

El insulto fue demasiado. Los tres explotaron.

—¡Claro que queremos, idiota! ¡Llevamos días sin comer nada decente! —gritó Aiko.

—¡Somos un equipo! ¡¿Cómo puedes estar comiendo eso frente a nosotros sin ofrecer nada?! —siseó Volkhov, sus nudillos blancos.

—Tu falta de cortesía es... asombrosa —dijo Amber, con su habitual frialdad reemplazada por una rabia hambrienta.

Arkadi dejó de masticar. Él los miró con una calma desconcertante.

—Vaya. Parece que mi paciencia no es la única que necesita pulirse. Niños, ustedes nunca preguntaron.

Hizo una pausa, dejando que la vergüenza los inundara.

—Mi habilidad es la magia entre las dimensiones. No solo puedo mover personas, puedo mover objetos. Puedo extender mi mano a través del Velo y... tomar cosas. El teletransporte masivo es peligroso y me agota, como ya les expliqué. Pero mover una bolsa de patatas fritas... eso no es nada.

Arkadi metió su mano derecha hasta el codo en la bolsa de plástico. Su brazo, momentáneamente, pareció temblar y distorsionarse en el aire antes de volver a la normalidad. Sacó su mano, y ahora sostenía una caja de cartón de leche de almendras y un paquete de galletas integrales, perfectamente frescos.

—¿Querían un jet privado? No. Pero, ¿querían un servicio de comida a domicilio? Eso sí puedo hacerlo —dijo Arkadi, entregando la leche de almendras a Amber—. Solo tengo que concentrarme en un supermercado abierto en cualquier parte del planeta y tomar lo que necesite. No es que no les haya invitado; es que nunca preguntaron. Ahora, Amber, come y descansa. Aiko, te traje algo de carne seca. Volkhov... ¿una galleta salada para la náusea?

Y así, la magia de Arkadi resolvió la crisis de supervivencia, aunque la culpa por no haber preguntado atormentó a los tres durante el resto del viaje.

Los días se convirtieron en semanas, y el aburrimiento dio paso a un peligro más tangible. La barcaza se acercaba al Estrecho de Malaca, la autopista marítima de la piratería.

Una tarde, mientras Amber estaba en el timón, detectó tres lanchas rápidas acercándose a toda velocidad.

—¡Aiko! ¡Volkhov! ¡Piratas! —gritó.

Los piratas, armados con rifles de asalto, intentaron abordar la barcaza oxidada, pensando que era un blanco fácil. Fue un error fatal. Aiko y Volkhov se lanzaron a la acción. Aiko, alimentada y con su fuerza física renovada, era una fuerza imparable. Cortó sogas y armas con su katana, moviéndose como un vendaval. Volkhov, libre de náuseas, usó su precisión sobrehumana para desarmar a los piratas sin matarlos, apuntando a las manos y las rodillas con un puñado de pequeñas piedras que él mismo había recogido en la cubierta.

Los piratas, superados por la fuerza física y la precisión, se retiraron aterrorizados. La lección estaba clara: el carguero no era indefenso.

Semanas después, el desafío cambió drásticamente. Habían cruzado el Océano Índico y ahora se dirigían al Canal de Suez, el corazón logístico del mundo. Aquí, la amenaza no era la piratería, sino la vigilancia.

Volkhov se había encargado de falsificar documentos de carga y manifiestos para la barcaza, identificándola como un buque de transporte de madera de un pequeño país africano. Pero en las aguas de entrada al Canal, no podían evitar la inspección.

Tres lanchas de la Marina interceptaron la barcaza. Estas no eran piratas; eran héroes marinos, fuerzas especiales con uniformes pulcros y armas de precisión.

—Prepárense para la inspección. Detengan motores. Todos a cubierta —resonó una voz autoritaria en árabe a través de un megáfono.

Volkhov, gracias al dispositivo traductor, se acercó a la borda, con sus documentos falsos en mano.

—¡Bienvenidos a bordo! Somos solo un carguero lento que se dirige a Europa.

Los marinos abordaron. La inspección fue exhaustiva. Volkhov mantuvo la calma, respondiendo a cada pregunta con la tranquilidad de un burócrata. Amber, con el Artefacto de la Plaga oculto en un compartimento biológico que solo ella podía abrir sin detonarlo, se mantuvo quieta. Aiko se concentró en parecer una tripulante estoica.

Todo iba bien. Los héroes marinos estaban a punto de dar luz verde cuando uno de ellos, el líder del equipo, se volvió hacia Arkadi.

—Señor —dijo el líder, en un inglés impecable—, su documentación, por favor.

Arkadi, que había estado observando el horizonte con su eterna placidez, se llevó una mano al bolsillo y sonrió.

—Documentos... me temo que no tengo ninguno.

El silencio volvió a caer sobre la cubierta. El líder de los marinos, visiblemente irritado, puso su mano en la empuñadura de su pistola.

—¿Disculpe? ¿Cómo que no tiene documentos de identificación en una zona de alta seguridad internacional?

—Es una historia larga —respondió Arkadi, divertido.

Volkhov palideció. Había falsificado documentos para el barco, para Aiko y para Amber, pero había olvidado por completo que Arkadi, el amo del Velo, no existía en el registro civil. En su urgencia por salir de Hong Kong, no se le ocurrió crear una identidad para el maestro de la magia.

El líder se dirigió a Volkhov. —Este hombre viene con usted. Sin identificación, no pasará. Y si no pasa, ustedes no pasan. Lo lamentamos, pero tendrá que acompañarnos para una verificación.

Volkhov maldijo en ruso. Un fallo en la logística, un descuido tan simple, iba a poner en peligro tres meses de viaje y la misión de Ryuusei.

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