El viento soplaba con una fuerza inusual aquella mañana. No era simplemente el clima. Era el destino agitándose, y Ryuusei, de pie frente al hangar semiderruido que los acogió durante semanas, alzó la mano de golpe.
—¡Un momento! —exclamó, con un tono que no dejaba lugar a objeciones.
Todos se detuvieron en seco. Volkhov, Aiko y Brad lo observaron, la tensión de la partida ya pesando en el aire.
—Casi lo olvido —añadió Ryuusei mientras se volteaba hacia Brad, que lo observaba con una mezcla de sospecha y fastidio.
—¿Y ahora qué? —gruñó Brad, ya cansado del drama innecesario de su líder.
Ryuusei se acercó con pasos decididos y sacó de su bolsillo interno un pequeño estuche metálico. Al abrirlo, un resplandor tenue emergió: una piedra negra brillante, del tamaño de una uña, latía con un pulso interno, como si fuera un corazón mineral.
—Esto... —dijo Ryuusei mientras sostenía la piedra con extremo cuidado— ...es la Piedra de la Regeneración. Sin ella, si te hieren gravemente, morirás. Pero si te la inserto, te regenerarás como yo, aunque sin la agonía prolongada. Es la única manera de asegurar que sobrevivan a los que vamos a reclutar.
Brad, el Elemental, se cruzó de brazos con profunda desconfianza.
—¿Y tú crees que voy a dejar que metas eso en mi cuerpo como si fuera un juguete?
Ryuusei solo sonrió de medio lado, una expresión helada que no tranquilizó a nadie, y chasqueó los dedos.
Envolviendo el aire en humo oscuro y ceniza, los Heraldos del Abismo se materializaron, altos, encapuchados e inhumanos. Entre ellos, el más sombrío, Antryx, se adelantó.
—Mi señor, ¿por qué nos ha llamado…?
—Les ordeno que sujeten a Brad Clayton —ordenó Ryuusei sin parpadear.
Los Heraldos sujetaron a Brad por los brazos y el cuello. Este rugió, forcejeó, la tierra tembló ligeramente a su alrededor, pero era inútil: aquellas entidades no eran de este mundo, y su agarre era absoluto.
—Tranquilo —susurró Ryuusei mientras tomaba un microchip y lo insertaba cuidadosamente en la oreja de Brad. El chip era casi invisible, pero el dolor era agudo.
—¡AAAAAAHHHHHH! —gritó Brad—. ¡Duele, hijo de puta!
—Tranquilo, ya lo sé. Este es un traductor universal. Es por esa razón que puedo hablar contigo, idiota. No quiero que mueras solo por no poder entender una orden de emergencia —explicó Ryuusei, su voz práctica contrastando con el terror de Brad.
Brad apenas alcanzó a decir algo cuando la segunda parte empezó.
Ryuusei tomó la daga de su cintura, la misma que había usado para forjar su pacto de sangre con el presidente ruso, y abrió con precisión la piel sobre el esternón del guerrero. Colocó la piedra sobre el pecho del guerrero, justo donde latía su corazón.
—¡AAAAAAHHHHHH! —El grito de Brad fue un aullido seco, lleno de desesperación—. ¡Por favor, ya para! ¡¿Por qué me haces esto?!
—Tú tranquilo, es por tu bien —murmuró Ryuusei, y empujó la piedra lentamente, mientras esta se hundía en la carne y el hueso.
El rostro de Volkhov palideció. Tuvo que voltearse de golpe, apoyando las manos en un muro para contener las náuseas. Había pasado por lo mismo con Ryuusei; el recuerdo del dolor era una llama ardiendo bajo su propia piel.
La piedra flotó unos segundos sobre el corazón de Brad y luego se hundió lentamente hasta fusionarse con sus órganos internos. Brad cayó de rodillas, el aullido gutural se perdió en el cielo abierto. Sus venas se iluminaron por un instante de negro y rojo.
Y todos sus órganos empezaron a regenerarse y adaptarse a la nueva fuente de energía.
—¡Hijo de… puta! —soltó Brad, temblando de agotamiento.
—Bienvenido a la inmortalidad forzosa —dijo Ryuusei, guardando la daga. Los Heraldos se desvanecieron tan rápido como llegaron.
Ryuusei llamó entonces a Aiko y Volkhov, que estaban recuperando la compostura.
—Ustedes también deben hacer esto —les dijo, mientras sacaba tres piedras más y tres microchips—. Cuando convenzan a los nuevos integrantes, deben aplicar el mismo procedimiento. El chip en la oreja. La piedra en el corazón.
Volkhov frunció el ceño, el horror aún fresco en su mente. Aiko, en cambio, sonrió divertida.
—Ya sé cómo va, Ryuusei. Te vi con Volkhov… se retorció como lombriz.
—No es gracioso —gruñó Volkhov, mirando a otro lado, sin querer admitir el terror que había sentido.
—Aiko, toma. Estas son para Arkadi, Amber y Sylvan —le dijo Ryuusei, colocándole en la mano las piedras y chips—. Asegúrate de hacerlo tú. Si te atacan, huye. Pero si ves la oportunidad de asegurar su supervivencia… actúa. El fin justifica el medio.
—Entendido —dijo Aiko, guardando las herramientas con una extraña mezcla de seriedad y crueldad juvenil.
Ryuusei respiró profundo. Sabía que no podía volver atrás.
Se dirigió ahora a todos, su voz se suavizó, despojándose de la brutalidad reciente.
—Nuestro viaje empieza aquí. Nos dividimos, pero el propósito es el mismo. Si lo logramos… seremos la fuerza que transforme este mundo. Si fracasamos… al menos habremos intentado algo más que vivir como sombras.
Brad, aún jadeando, se levantó y le dio un leve asentimiento, aceptando que el dolor era un precio justo por la supervivencia.
Volkhov miró el horizonte, nostálgico.
—Nos veremos… tal vez en un año. Tal vez en dos. Pero sé que nos volveremos a encontrar.
Aiko le dio un pequeño golpe en el hombro.
—No te pongas tan melancólico, "maestro".
Todos rieron suavemente.
Pero justo cuando empezaban a marcharse, Ryuusei se quedó inmóvil. Los demás lo notaron. Aiko lo miró, y vio cómo una lágrima descendía por su mejilla, no de dolor, sino de puro sentimiento. Él no lo ocultó. Miró a todos, uno por uno.
—Gracias... por seguirme. Por confiar en esta locura.
—Idiota —dijo Aiko, también con los ojos brillosos—. No llores, o me harás llorar también.
Y lo hizo.
Por primera vez en mucho tiempo, el grupo se despidió como familia. No como soldados. No como monstruos. Sino como personas que buscaban algo más allá del bien y el mal, y que ahora compartían una nueva y dolorosa inmortalidad.
Ryuusei se quedó allí, viendo cómo sus compañeros se alejaban, dejando huellas en la nieve.
