Aún no podía volver al presente. Este lugar… este momento… era el último recuerdo que tendría por el día de hoy.
Al cumplir once años, llegó el día que había esperado toda mi vida: mi debut. Por primera vez, vería la capital con mis propios ojos, que hasta entonces solo había existido en mis sueños.
El palacio se alzaba ante mí, donde la arquitectura y la naturaleza se unían en armonía. Flores frescas engalanaban los tapices de colores que cubrían cada rincón, como si hasta las paredes celebraran mi futura libertad. Mis ojos se detuvieron en esos detalles, hasta que la mirada me condujo inevitablemente hacia los pasillos de mármol, donde la luz de los candelabros y las lámparas eléctricas se multiplicaba en destellos que danzaban a mi alrededor.
Mientras avanzaba hacia el salón principal, un espejo me obligó a detenerme. Allí estaba la figura que tantas veces había provocado malentendidos y susurros a mis espaldas: un rostro suave e impecable, con cabellos largos, de tonos dorados como las hojas del otoño.
Mis ojos verdes cambiaban con el contacto de la luz, como si jugaran con la mente de los demás. Algunos veían belleza; otros, una dulce inocencia propia de un niño que aún no conocía la malicia del mundo.
Quizás eran esas pestañas largas, o la suavidad de mis rasgos lo que alimentaba el malentendido de llamarme princesa. La ropa tampoco ayudaba: en aquellos años, mi madre y mis hermanas gemelas habían vestido casi las mismas prendas cuando tuvieron mi edad, y sonreían como si el tiempo les devolviera el espejo de su propia niñez.
Hoy, frente a sus tumbas, lo recuerdo como un dulce consuelo, capaz de arrancar una de esas sonrisas que rara vez nacen en mi corazón.
Al abrirse las puertas, unos murmullos llegaron a mis oídos. No era la música lo que escuchaba, sino la voz de los nobles.
—¿Es la tercera princesa? —preguntaron algunos.
—Míralo bien… es un príncipe —respondieron otros.
Las opiniones estaban divididas, en parte porque mi nombre se hizo esperar más de lo necesario. Pero no bajé la mirada. Recordé las manos de mi madre corrigiendo mi postura, enseñándome a caminar con la cabeza en alto. Así lo hice. Un paso, y luego otro, como si cada uno fuese un escudo contra lo que pensaran de mí.
—Se hace presente Su Alteza, el tercer príncipe, Ethan Winter.
El heraldo lo dijo con esa voz que parecía llenar todo el salón, y yo avancé. Los aplausos me rodearon por un instante y luego se deshicieron. Las luces permanecían encendidas, pero ya no me pertenecían. Se sentían lejanas, distantes, como si todo el salón quisiera desvanecerse en cualquier momento.
—¡Los Winter están destinados a grandes proezas! —gritaron con júbilo. Yo no sabía si de verdad celebraban mi llegada.
—Es tu momento de brillar, pequeño Ethan. Tú momento ha llegado. —dijeron mis hermanas al unísono, como si lo hubieran ensayado.
—Mi niño, ya es hora de que conozcas el mundo —dijo mi madre, mientras besaba mis mejillas.
Sonaba hermoso, pero al mirarlas, las luces comenzaron a apagarse, una tras otra, como si alguien cerrara mis ojos a la fuerza. El murmullo de sus voces se estiró… hasta que el silencio me permitió oír mi respiración.
Cuando parpadeé, ya no estaba en mi debut. Frente a mí se alzaban las lápidas de mi familia, inmóviles y calladas bajo el viento helado. El aroma de las flores me envolvía, y entendí, que aquel lugar no era un sueño… sino la verdad que siempre había temido.
"Siempre estaré a tu lado, Ethan. Aunque el tiempo y el espacio nos separen, algún día nuestros caminos se unirán."
Fueron las últimas palabras que mi madre me dejó.
Una gota de lluvia resbaló por mi mejilla. Después otra. Y otra más. Como si el cielo se hubiera unido a mi dolor. Entonces, entre aquel rumor que se mezclaba con mi respiración, escuché un traqueteo. A lo lejos, emergió la silueta de un jinete. Su capa ondeaba como la estela de una bandera que anunciaba su llegada.
Al detenerse a pocos metros, desmontó de un salto. Sus botas se hundieron en la tierra, pero su postura se mantuvo firme, como si hasta el suelo reconociera que no debía interponerse en su camino.
—Mi señor —dijo, inclinando la cabeza—. Vengo a informarle sobre la situación en el norte.
Sus palabras no eran nuevas. Quizá nunca dejaría de escuchar noticias que me recordaban que el trono al que me había aferrado era, en realidad, un campo de batalla.
—Los Halcones no lo reconocen como rey. El duque incita a otros nobles a sumarse a su causa. En sus cartas… lo llaman "el niño rey". Si esto continúa, no tardará en estallar una rebelión.
El silencio pesó un instante entre nosotros. Ella alzó la mirada, segura, pidiéndome con los ojos que hablara. Yo solo respondí con los míos, donde la soledad seguía aferrada como una sombra.
Al doblar una rodilla, dejé caer mi mano sobre su hombro y le ordené que se pusiera de pie. Ester, con apenas diecinueve años, era la única en quien aún podía confiar.
No sé en qué momento mi cuerpo se rindió entre sus brazos.Mientras su mano rozaba mi cabeza, el pasado regresó a mí con la fuerza de una brisa que no podía evitar, trayendo todo lo que había querido olvidar.
Tenía que seguir adelante. Eso decían. Que el reino me necesitaba, que debía ser fuerte.Pero yo… yo apenas tenía once años.Lloré cuando mi familia murió, claro que lloré. Pero no como un hijo que se despide en paz. Lloré con la corona en las manos, con los nobles presionando a mi alrededor, como si hasta mis lágrimas tuvieran que servirles de juramento.La verdad es que solo quería hundirme en la cama y llorar. Solo eso.En cambio, huí. Dos años enteros, lamentándome, buscando en el llanto una paz que nunca encontré.Quizás por eso el duque del norte jamás me reconoció como rey.
—Desearía que las cosas fueran como antes… ¿Es mucho pedir?
Mis palabras fueron apenas un lamento. Sabía que nadie podía responderme, pero aun así necesitaba decirlo.
—Mi señor… —vaciló, como si buscara una respuesta que no existía—. Debemos irnos. Esta lluvia dañará su salud.
Sin añadir nada más, me tomó entre sus brazos y me condujo hasta el corcel. En el trayecto, mi espalda descansó en su pecho.
Por un instante, deseé que el tiempo se congelara allí. Pero la realidad no se detuvo. Mis deberes como rey me aguardaban en el consejo.