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Chapter 3 - La decesion de un rey

Las calles de la capital estaban abarrotadas, pero el murmullo de la multitud se apagaba en cuanto la limusina negra atravesaba la avenida. El emblema del león brillaba en el costado, recordando a todos que el reino aún tenía un heredero.

Ethan se mantenía junto a la ventana, observando cómo los rostros se deslizaban en el reflejo. Había ojos ansiosos, había ojos resignados. Todo se mezclaba con rapidez, como si la capital no quisiera dejarse leer con claridad.

Conocía cada rincón de esas calles, cada esquina de piedra, cada farol. Pero ahora le parecían distintas, ajenas, como si hubieran cambiado mientras él se ocupa de sus deberes.

Roster seguía en pie, próspero a los ojos del mundo, pero por dentro crujía como una rama seca. La guerra se arrastraba por las fronteras, y el desorden social se expandía como una grieta que se negaba a cerrarse.

Ethan lo sabía, y lo que más le dolía era reconocer que su inteligencia, tan elogiada por quienes lo rodeaban, no bastaba. Ningún libro, ninguna lección, lo había preparado del todo. Cada decisión que tomaba era como lanzar una moneda al aire, y cada giro del destino se escapaba más allá de lo que alcanzaban sus ojos.

El trayecto fue breve, apenas lo necesario para ajustar su postura. La máscara de líder volvió a su rostro con la naturalidad de quien ha perfeccionado ese papel.

Frente a la sede del consejo, la multitud se apartó en silencio. No hubo órdenes ni empujones; solo esa apertura solemne, como si fuera parte de un ritual que nadie osaba irrumpir.

Dentro del gran salón lo esperaba la reverencia acostumbrada. Y pronto, el murmullo de voces lo rodeó.

Sentado en la mesa, escuchó cómo las palabras fluían sin descanso. Discusiones, advertencias, certezas… cada ministro convencido de poseer la clave. Todo encajaba y giraba con la precisión de un reloj bien engrasado. Y, sin embargo, él percibía un vacío. En medio de tanta experiencia y conocimiento, la respuesta verdadera parecía ausente.

Entonces, sin prisa, extendió la mano hacia la pequeña estatua de metal que reposaba ante él. Sus dedos se cerraron alrededor del frío tallado. Peso. Dureza. Silencio. En ocasiones, solo esas cosas parecían ofrecer sentido dentro de la tormenta.

—Los Halcones han sido guardianes del norte por generaciones —dijo, mientras observaba fijamente la estatua—. Su experiencia es inigualable, pero incluso la fortaleza más imponente tiene grietas. No podemos permitir que su obstinación arriesgue la estabilidad del reino.

Ethan repasaba mentalmente sus decisiones, evaluando cada oportunidad para evitar el conflicto y el derramamiento de sangre. Los consejeros hablaban con seguridad, cada uno convencido de tener la razón, pero él sentía que ningún plan podría ejecutarse sin un precio que pagar.

Ester intervino entonces. Su voz era suave, pero firme, sin rastro de duda ni arrogancia.

—Mi señor, confío en su juicio —dijo—, pero los Halcones tienen influencia profunda en el norte. Ignorar eso sería un riesgo innecesario.

Antes de que Ethan pudiera responder, Harrison, que hasta ese momento había permanecido en silencio, estalló con voz cortante:

—¡¿Qué hace aquí una simple mensajera?! —la señaló con desprecio, como si su rango determinara el valor de sus palabras.

Un escalofrío recorrió las manos de Ethan, mezclado con un calor de ira que no esperaba sentir. Colocó la estatua sobre el escritorio y levantó la mirada, observando cada detalle: el ceño fruncido de Harrison, la arrogancia contenida en su postura.

Ethan respiró hondo, midiendo sus pensamientos antes de actuar. Debía mantener la calma, pero también dejar claro que nadie despreciaría a su mensajera.

—Solo lo diré una vez más —dijo, con voz firme que resonó en la sala, silenciando los murmullos crecientes—. Ninguno de ustedes tiene autoridad para darle órdenes… ¿Está claro?

El salón se sumió en un tenso silencio. La firmeza de su voz, aunque era la de un joven de trece años, hacía eco en las mentes de los consejeros. Ethan sentía el peso sobre sus hombros; sabía que su juventud podía ser motivo de dudas, pero su autoridad permanecía inquebrantable.

Al observar el mapa extendido sobre la mesa, las fronteras marcadas en rojo parecían arder bajo su mirada inquisitiva. Las opciones se estrechaban, y el tiempo para decidir se agotaba rápidamente.

—Antes de tomar una decisión, necesito oír vuestros consejos —dijo Ethan, recorriendo la sala con la mirada.

Marissa, la estratega del consejo, se inclinó ligeramente, entrelazando las manos sobre la mesa con una calma calculada. Sus ojos, siempre atentos, brillaron con una idea que podría convertirse en la clave para resolver la situación.

—Podríamos comenzar con una acción económica —propuso—. Congelar sus recursos, limitar su acceso a los puertos que conectan con el norte. Si no responden adecuadamente, podemos escalar nuestras acciones. Las sanciones provocaran el descontento entre la población del norte, pero si logramos un apoyo popular suficiente, podríamos minimizar las consecuencias.

Ethan apretó los puños sobre la mesa, luchando contra las emociones que golpeaban su pecho. El deber le exigía una decisión fría y calculadora, pero sus sentimientos lo arrastraban hacia un camino que, si no era bien manejado, podría ser el principio de una guerra.

—¿Si la diplomacia no puede doblegarlos… entonces qué lo hará? —dijo, con voz endurecida, mientras la decisión de actuar comenzaba a apoderarse de él.

Un pesado silencio se apoderó de la sala, pero Ester, no dispuesta a dejar que la conversación se desmoronara, se arrodilló ante él, demostrando una determinación que sorprendió incluso a los más.

—Mi señor, le ruego que me permita la palabra —dijo, mirando a Ethan con una intensidad—. Si los Halcones son un problema, debemos actuar con decisión. El conde es su columna vertebral. Si lo eliminamos, su estructura se derrumbará. Ordene llamar al caballero ejecutor; él puede restaurar la paz sin desgastar nuestras fuerzas.

La sala se sumergió en un pesado silencio ante la propuesta. Aunque el rostro de Ethan permaneció impasible, sus ojos reflejaban el conflicto que lo carcomía por dentro. La sombra de la guerra y el caos se cernía sobre él, pero aún no estaba seguro de qué camino tomar. ¿Eliminar a un hombre por el bien del reino, era el camino a seguir?

—... —Ethan suspiró, recordando a su difunta hermana Aurora, quien soñaba con convertirse en un caballero ejecutor. Ella, con su idealismo, siempre creyó que la justicia podía ser alcanzada con la fuerza.

Un suspiro salió de sus labios, dejando escapar esa nostalgia que había ocultado, esa parte de él que aún añoraba a su familia.

La tensión pareció aligerarse por un momento, tras ver la sonrisa a medias de un rey, una sonrisa triste, como si la decisión lo estuviera matando por dentro.

Harrison, incapaz de contener su indignación, se levantó de nuevo.

—Mi rey, no escuche a Ester. Es joven e inexperta. Si actuamos precipitadamente contra el conde, no solo perderemos su apoyo, sino que pondremos en peligro la estabilidad del reino. La gente no perdonará un acto tan temerario.

Ethan, al volver en sí, observó a Harrison en silencio, sintiendo el peso de las palabras. Las voces del consejo, aunque válidas, no terminaban de convencerlo. Ester, por su parte, mantenía la mirada firme, como si supiera algo que los demás ignoraban.

—Mi señor, la ceremonia de los fundadores está cerca. Es el momento perfecto para actuar y ganar el favor del pueblo. Los duques se verán obligados a presentarse, y con ellos en la capital. Solo necesitamos un motivo convincente, y el resto será sencillo.

Ethan, aunque no lo mostrara, sentía que el futuro de su reino estaba a punto de ser sellado.

—Confiaré en lo que tengas que decir, Ester —dijo, finalmente.

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