Avanzaba como una sombra olvidada por el tiempo, cada paso lo alejaba más y más de la luz del sol. El crujir de las hojas secas lo acompañaba, como si la misma naturaleza confirmara su soledad. Cada respiración le recordaba lo cansado que estaba su corazón, y lo vacío que se sentía.
Debido al dolor que ardía en su alma, había dejado de contar los días en que el mundo perdió su color. No sabía si caminaba para huir del pasado, o para acercarse al único lugar donde los ecos de su familia aún respiraban en su memoria.
Finalmente, sus pasos lo condujeron hasta su destino. Sus manos no tardaron en temblar al acariciar el mármol, como si en él reviviera el último invierno en la capital.
—¿Familia… por qué me dejaron solo? Aún las necesito, pero sus voces y recuerdos son sombras que se alejan y se desvanecen.
Por un momento, Ethan no fue rey ni hombre: volvió a ser el niño de once años, que había perdido la luz de sus ojos. La sonrisa que alguna vez iluminó su rostro quedó enterrada junto con ellos, y desde entonces solo aprendió a fingirla. Entre fotografías en blanco y negro buscaba retener aquellos días, pero al mirarlas encontraba siempre lo mismo: un vacío que dolía más que cualquier herida.
—Mis recuerdos son un álbum de fotografías incompleto. Entre sus páginas residen mis hermanas gemelas. Dos mitades de una misma alma, separadas por sueños que jamás coincidieron.
Aurora empuñaba la espada como si fuera la extensión de su voluntad. Soñaba con vestir el manto del ejecutor y proteger al reino de los invasores. Desde que tengo memoria la admiré por su fuerza y su disciplina; pero al mirarla de cerca, una duda empezó a roer mi curiosidad: ¿qué ocultaba detrás de su impecable armadura? Tal vez no era valor, sino miedo. Miedo a no alcanzar su sueño. Miedo a perderse en el intento.
Luna, en cambio, era distinta. Tenía la sabiduría y la astucia de una reina. Brillaba en cada discurso, como si llevara la corona desde antes de merecerla. Sin embargo, había algo en su mirada que me inquietaba: una sombra que escapaba a mi comprensión. Tal vez tristeza, tal vez soledad del deber. Como era de esperarse, jamás permitió que esos sentimientos se filtraran más allá de su máscara.
A veces, cuando nuestras miradas se encontraban, percibía un amor silencioso, hecho de gestos que solo compartíamos en secreto: una sonrisa fugaz, un roce de manos que abrigaba mi corazón. Eran detalles pequeños, pero cargados de todo lo que no podíamos decir en voz alta. Debido a nuestros títulos, aprendimos a disfrazar nuestras emociones tras la cortesía y el protocolo. Sin embargo, en el calor del hogar, sentía que nuestros vínculos eran más fuertes que cualquier obligación.
Al perderlas para siempre lo entendí… tarde, demasiado tarde. Mis hermanas no querían que siguiera sus pasos, lo sé. Sin embargo, la nostalgia y el vacío me empujaron a tomar una decisión que cambiaría mi destino.
Tomé la corona, para que el sueño de Luna siguiera ardiendo en mi corazón.
A veces me descubría inclinado sobre los mapas del reino, recreando su imagen, como si sus manos aún guiaran las mías. Veía las líneas, los ríos y las montañas bajo la luz temblorosa de las lámparas, y por un instante creía que el futuro que ella anhelaba no había muerto, sino que respiraba a través de mí.
Tomé su espada, para que Aurora siguiera viviendo en mí.
Sin embargo, nunca logré acercarme a su sombra; cada vez que blandía su acero, el filo guardaba un silencio extraño en mis manos. Al imitarla, busqué su fuerza… pero mi cuerpo de trece años siempre me traicionaba. Desde el día en que partieron, jamás pude estar a la altura de sus talentos.
Aun así, me até a sus sueños como a cadenas invisibles. Porque mientras recordara a mis hermanas, mientras mantuviera viva su memoria, sus sonrisas seguirían brillando dentro de mí.
Aun aferrándome a los recuerdos del pasado, recordé también a mi difunta madre.
Ella solía decir que el mundo era un lugar misterioso, siempre acompañando sus palabras con una sonrisa. Pero en sus ojos… había algo más: un secreto que nunca se atrevió a contarme. Nunca quise preguntarle quién era mi padre, porque temía alterar la felicidad que siempre veía en cada día.
Sus abrazos seguían siendo cálidos, como si intentara envolverme en una burbuja donde el tiempo se detuviera. A veces, cuando me miraba en silencio, veía en sus ojos la ternura de una madre… y la tristeza de quien sabía que, tarde o temprano, su hijo tendría que cruzar la puerta hacia un mundo lleno de peligros.
Mi madre, la reina, para protegerme, me prohibió salir de palacio, y esa sobreprotección despertó en mí un espíritu rebelde. Impulsado por esa rebeldía, desafié las estrictas reglas de palacio y burlé la seguridad para aventurarme en lo desconocido.
El invierno ya había tocado la tierra, pero seguí corriendo con determinación. Aunque sentía el aire gélido morderme el rostro, no podía dejar de sonreír: era la primera vez que salía de palacio. Finalmente, agotadas mi curiosidad y mis energías, me refugié entre las sombras de un viejo árbol. Allí, en ese rincón olvidado del mundo, algo se movió. Un susurro… o tal vez solo el viento. No lo sé.
Al acercarme, vi una figura acurrucada, temblaba bajo la nieve. Al principio, la oscuridad me impedía ver con claridad, pero algo en su presencia me atraía como un imán. El viento, como un susurro de misterio, levantó la manta que la cubría y, por un instante, reveló un rostro marcado por el sufrimiento y el miedo. Esos ojos… estaban vacíos, como si su existencia estuviera a punto de desvanecerse.
Instintivamente, extendí la mano. No sabía por qué lo hacía. Tal vez era la necesidad de salvarla, de hacer algo que jamás había hecho antes.
—Ven conmigo… yo cuidaré de ti.
Esas palabras no me pertenecían. Desde que tengo memoria, siempre fui protegido por los demás, sin tomar decisiones por mi cuenta. Y, sin embargo, en aquel instante, algo dentro de mí se liberó, como un suspiro que escapaba sin permiso.
Al sostener sus manos, frágiles y temblorosas, sentí no solo el frío de su piel, sino también la sombra de lo que alguna vez fue humano. Sus manos huesudas habían perdido la fuerza, como si la vida se les escapara en silencio.
Por un momento creí que solo deseaba que alguien la recordara antes de que la nieve la enterrara. Pero en sus ojos brilló una luz de esperanza, ese deseo de seguir viviendo. De inmediato me quité el manto que me abrigaba y se lo puse. Le sonreí con inocencia, mientras me caían los mocos.
—Tranquila… todo está bien —susurré.
Aquel brillo en sus ojos me hizo pensar en otras luces. Y, sin darme cuenta, mi memoria se elevó hasta la torre del palacio. Desde allí solía observar la capital: veía sombras deslizándose más rápido de lo que mis ojos podían captar. Era como si el mundo guardara secretos e historias que siempre se movían fuera de mi alcance.
Al devolverle la mirada, una pregunta se abrió paso en mi mente: "¿Acaso esta era la realidad que se escondía tras los muros del palacio?"
No sé con exactitud cuánto tiempo pasé fuera del palacio; solo sé que, en ese instante, deseaba que los caballeros me encontraran y me ayudaran a salvarla. Pero la nieve no se detenía, trepaba por mi cuerpo, arrancándome escalofríos que yo disfrazaba con una sonrisa, para que ella no sospechara que sufría por haberle entregado mi manto.
Ese silencio que compartimos se estiro como una eternidad, hasta que, de pronto, se desvaneció con los gritos lejanos de los caballeros que me buscaban. Las antorchas comenzaron a abrirse paso en la oscuridad, como brasas que anunciaban el fin de aquella noche.
Mi madre apareció desde lo alto de su corcel. No dijo nada. No hacía falta. Su mirada pesaba más que mil regaños. Poco a poco bajé la vista, sin saber si era la culpa… ¿o el frío calándome los huesos? Aun así, no podía dar un paso atrás.
—¡Llé… llévenla al palacio!
Las primeras sílabas vacilaron, como si aún buscaran el permiso de mi madre. Pero las últimas palabras salieron firmes y claras. Por primera vez, usé mi autoridad. No como un capricho, sino para salvar una vida.
Los caballeros se miraron entre sí, incómodos, como si dudaran de lo que acababan de escuchar. Después obedecieron, sin pestañear.
Mi madre me observó con una expresión que no supe descifrar. ¿Era orgullo lo que brillaba en sus ojos? ¿O preocupación… porque acababa de dar un paso más que me alejaba de sus brazos?
Sin perder más tiempo, nos escoltaron en silencio. El traqueteo de los cascos hundiéndose en la nieve me hacía sentir cada vez más pequeño, como si la noche pudiera devorarme de un solo bocado.No sabía qué vendría después, y me preguntaba si aquella persona que había salvado encontraría consuelo bajo nuestro techo. Al cruzar las puertas del palacio, miré hacia atrás, hacia la oscuridad de la capital. Por primera vez, no vi solo sombras. Vi personas… atrapadas en sus propias historias.
Entonces comprendí con claridad que, cuando fuera mayor, haría de este reino un lugar mejor. Pero aquel camino sería largo… tan largo que apenas podía imaginar sus primeros pasos. Mis hermanas mayores ya controlaban casi todo, y yo… yo solo era un príncipe sin territorio ni experiencia.
Aun así, a su lado aprendería. Tal vez fueran duras con los demás… pero conmigo eran lo contrario, y en esa certeza hallé un pequeño alivio.
Sentí cómo una cadena invisible se ajustaba a mi cuello, tirando de mí, recordándome que no podía escapar de mi propio destino.
No quiero seguir adelante. No quiero enfrentar lo que está por venir.
—¿Por qué estoy tan solo?
La pregunta se extinguió como una llama débil. En su lugar surgieron otras, más oscuras:
—¿Por qué siento que me observan? ¿Qué es esta sensación de que cada paso que doy es seguido por ojos invisibles?