La lluvia caía oblicua sobre Desembarco del Rey. En el patio interior de la Fortaleza Roja, las antorchas chispeaban bajo el aguacero, y el sonido constante del agua golpeando las losas de piedra llenaba el aire como un murmullo fúnebre.
En una de las cámaras altas, Otto Hightower observaba el horizonte tras los ventanales empañados. Las nubes aún teñidas por el resplandor del cometa parecían sangrar sobre el mar. Detrás de él, el fuego crepitaba, proyectando sombras sobre las paredes cubiertas de tapices.
Alicent entró en silencio. Llevaba un vestido verde oscuro, el color de su casa, y el cabello recogido con precisión. Sus manos estaban cruzadas al frente, inmóviles, aunque sus ojos delataban cansancio y una tensión contenida.
—Padre… —dijo con voz baja—. ¿Me llamaste?
Otto se volvió con lentitud. Su expresión era serena, pero su mirada calculaba, como un jugador que estudia cada movimiento antes de tocar la pieza.
—El rey no ha salido de sus aposentos en tres días —dijo finalmente, acercándose al fuego—. Se encierra con vino y recuerdos, mientras el reino observa. Un rey débil invita al caos, y el caos llama a hombres peligrosos.
Alicent frunció el ceño, sabiendo perfectamente a quién se refería.
—Hablas de Daemon.
—De Daemon, de los Velaryon, de todos los que ansían llenar el vacío que deja una corona vacilante. —Otto la miró directamente—. Pero no todos los vacíos se llenan con acero. Algunos… se llenan con consuelo.
Ella apartó la vista, comprendiendo el peso detrás de sus palabras.
El silencio entre ambos se volvió denso. Solo se oía el crepitar del fuego y el tamborileo de la lluvia.
—¿Quieres que… me acerque al rey? —preguntó al fin, casi con incredulidad—. Acaba de perder a su esposa, padre.
—Y tú fuiste quien la atendió en sus últimos días —replicó Otto con suavidad, aunque cada palabra medía su efecto—. Eres la única que puede recordarle que aún hay vida después de la muerte. Que el deber continúa. Que la familia continúa.
Alicent lo observó, intentando mantener la compostura.
—No soy una pieza en tu tablero.
Otto se aproximó un paso.
—Todos lo somos, hija. Pero los que entienden el juego… sobreviven.
Su tono no fue cruel, sino frío, resignado, como quien revela una verdad que la otra parte preferiría ignorar.
Ella se apartó un poco, respirando hondo.
—El pueblo murmura que el príncipe está maldito —dijo, intentando cambiar de tema—. Que el cometa fue una señal de los dioses.
Otto asintió, casi distraído.
—Los dioses mandan señales a los hombres, pero los hombres deciden qué hacer con ellas. —La miró una vez más, con una mezcla de cálculo y una leve piedad—. Viserys necesita alguien que le hable con dulzura, no con coronas ni consejos.
Házlo por el reino, Alicent. Por tu casa.
El fuego rugió brevemente entre ellos. Afuera, el trueno retumbó sobre la bahía.
Ella bajó la mirada. El fuego crepitaba detrás de ellos, lanzando reflejos anaranjados que danzaban sobre las paredes de piedra.
Cuando habló, su voz fue apenas un hilo de aire.
—Entonces… iré a verlo mañana.
Otto la observó en silencio, evaluando cada matiz de su expresión: la rigidez en su mandíbula, el temblor imperceptible en sus dedos. Luego, con una calma calculada, pronunció las palabras que sellarían su destino.
—Ponte el vestido de tu madre.
Alicent alzó la mirada, sorprendida.
Por un instante, el nombre de su madre —muerta hacía años— flotó entre ellos como un eco. Aquel vestido, de seda pálida con bordes dorados, era la última prenda que conservaba de ella. No lo había usado nunca.
—¿El de terciopelo verde? —preguntó, apenas audible.
Otto asintió.
—Era un vestido digno de una reina —dijo con voz baja, girándose hacia el ventanal—. Y quizá el rey necesite recordar cómo luce la gracia en tiempos de dolor.
Ella apretó los labios, conteniendo una respuesta que no se atrevía a dar.
La lluvia golpeaba los cristales con insistencia. Afuera, la ciudad seguía envuelta en luto: campanas amortiguadas, antorchas encendidas junto al septo, rumores que crecían como humo entre los callejones.
Alicent respiró hondo y asintió lentamente.
—Lo haré —dijo al fin.
Otto se volvió hacia ella, y por un momento su severidad se suavizó. Le tomó las manos con un gesto casi paternal, aunque sus ojos no mostraban ternura sino propósito.
—Recuerda, hija —susurró—, la compasión puede ser la llave del poder.
Ella lo miró, con una mezcla de miedo y comprensión.
Sabía que ya no había vuelta atrás.
Otto soltó sus manos y caminó hacia el escritorio cubierto de mapas y sellos.
—Mañana al alba. Antes de que despierte el consejo. —Su tono volvió a ser el de un comandante dando órdenes—. El rey no debe sentir que lo visitas como hija de la Mano… sino como alguien que entiende su soledad.
Alicent asintió una última vez y se marchó sin mirar atrás.
El sonido de sus pasos se perdió entre los corredores húmedos de la fortaleza.
Otto permaneció un largo rato frente al fuego, observando cómo las llamas se devoraban entre sí.
Sabía que los dioses, si existían, no intervenían en los asuntos de los hombres.
Los hombres se bastaban para forjar su propio infierno.
—
Las habitaciones del príncipe estaban en silencio.
El aire olía a leche tibia y a cera derretida, pesado y cálido. Las nodrizas murmuraban entre sí hasta que el sonido de la puerta abriéndose las obligó a callar. Otto Hightower entró, con la calma fría que siempre lo acompañaba.
—¿Cómo se encuentra el príncipe? —preguntó sin mirar a nadie.
—Despierto, mi señor. No llora, no mucho —respondió una de las mujeres, algo incómoda.
Otto se acercó a la cuna. El niño no lloraba, efectivamente. Tampoco dormía. Lo observaba.
Sus ojos, de un violeta puro y profundo, lo seguían con una concentración imposible para un recién nacido.
El consejero arqueó una ceja.
Aerys movió un poco la cabeza, como si entendiera que lo estaban estudiando. Una arruga leve frunció su diminuto ceño, y su mirada —tranquila, analítica, silenciosa— se cruzó con la del hombre.
Por dentro, sin embargo, no había calma.
El alma del joven que alguna vez fue otro —en otro mundo, en otra vida— trataba de comprender el lugar en el que había despertado. El calor de las mantas, el peso del cuerpo diminuto, la vista borrosa. Todo era nuevo, extraño… pero también familiar.
Recordaba el impacto del metal, la oscuridad, la voz sin rostro. Y ahora… esto.
Otto se inclinó un poco más.
—El hijo del rey —murmuró con un tono de estudio más que de ternura—. El heredero que cambió el destino de la reina.
El bebé lo observó sin parpadear.
Si hubiera podido hablar, Aerys habría sonreído con ironía ante aquellas palabras. El heredero, sí. Un título con sangre detrás.
El silencio se prolongó. Otto sintió, de forma inexplicable, que ese niño lo estaba midiendo. Algo en su mirada le causó un breve estremecimiento, tan rápido que lo atribuyó al cansancio.
—Cuídenlo bien —ordenó, apartándose—. Que nadie se atreva a descuidar al príncipe.
Las nodrizas asintieron, y el hombre se retiró sin mirar atrás.
La puerta se cerró con un suave clic, y el eco se perdió entre las cortinas pesadas de la habitación.
El silencio volvió, roto solo por el crepitar del fuego en la lámpara de aceite.
Aerys movió una mano diminuta, liberándose apenas de la manta. Sus dedos —torpes, blandos— no obedecían del todo, pero bastó ese gesto para que la sensación de realidad lo golpeara con fuerza. El calor del paño, el peso del cuerpo pequeño, la respiración corta… nada era un sueño.
Su mirada, violeta y aún húmeda, se dirigió al fuego. Las llamas bailaban reflejadas en sus ojos, y en ese instante, algo en su mente encajó como una daga fría.
Recordó nombres, rostros, tronos. Dragones.
Desembarco del Rey.
El Trono de Hierro.
Viserys Targaryen.
El aire pareció escapársele. No… no puede ser.
Cada recuerdo —lecturas, imágenes, muertes— se mezcló con la conciencia de su cuerpo débil e indefenso.
Estoy… en Poniente.
El pensamiento lo atravesó como un rayo. En el mundo de la canción de hielo y fuego.
Su respiración se aceleró. El miedo irracional, puro, lo invadió.
Trató de moverse, de gritar, de despertar, pero solo logró emitir un sonido agudo, entrecortado.
El pánico del alma atrapada en un cuerpo recién nacido se transformó en llanto.
Un llanto desgarrador, desesperado, el único lenguaje que su cuerpo podía ofrecer.
Las nodrizas se precipitaron a su lado.
—¡El príncipe! —exclamó una—. ¡Se ha despertado!
Lo alzaron con torpeza, intentando calmarlo, pero Aerys no dejaba de llorar. Su pequeño pecho subía y bajaba con fuerza, sus puños temblaban.
Dentro de sí, su mente adulta gritaba sin voz. Esto no puede estar pasando… no aquí, no en esta historia.
Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras el fuego seguía ardiendo, indiferente.
Finalmente, el cansancio lo venció. Sus sollozos se apagaron poco a poco hasta quedar en un suspiro tembloroso.
Una de las nodrizas lo acunó, murmurando con ternura.
—Shh… calma, mi príncipe… calma.
Aerys abrió los ojos una última vez antes de rendirse al sueño.
El reflejo del fuego seguía allí, danzando, rojo como sangre.
Y en el fondo de su mente, un pensamiento se repitió, helado y cierto:
He nacido en el peor lugar posible.
