Ficool

Chapter 5 - Capitulo 5

En la Fortaleza Roja, el silencio era tan espeso como el aire después de una tormenta. La lluvia golpeaba con suavidad los ventanales, mientras el rey Viserys permanecía sentado detrás de su escritorio, el rostro pálido, ojeroso, los ojos hundidos de tanto no dormir. A su alrededor, las velas se consumían lentamente, llenando la habitación de un olor a cera y vino viejo.

La puerta se abrió con un leve crujido. Ser Otto Hightower entró sin anunciarse, el rostro serio, el paso medido. Detrás de él, un hombre de ropas oscuras aguardaba en silencio, nervioso, con la cabeza baja.

—Majestad —dijo Otto, inclinándose con respeto—. Me temo que traigo noticias… que no deberían esperar.

Viserys alzó la mirada apenas, con gesto cansado.

—¿Qué puede ser más importante que el duelo por mi esposa, ser Otto? —preguntó, la voz ronca, cargada de resentimiento.

Otto hizo un leve gesto al espía.

—Díselo tú.

El hombre tragó saliva, y sus palabras salieron temblorosas, pero lo bastante claras para herir.

—Mi rey… anoche, en la Calle de la Seda, el príncipe Daemon… celebró.

Viserys se irguió en su asiento, la expresión endureciéndose.

—¿Celebró? —repitió, incrédulo.

—Sí, majestad —continuó el espía—. Lo oí con mis propios oídos. Brindaba por su "heredero", decía entre risas que "el niño maldito" por fin le había quitado la carga del trono, que la reina Aemma "por fin había cumplido su deber".

Las palabras cayeron como cuchillos en la habitación. El rostro de Viserys se tensó; los nudillos se le pusieron blancos al apretar la copa que tenía en la mano. Por un momento, nadie se atrevió a respirar.

Otto observaba en silencio, como si midiera el efecto exacto que sus palabras producían.

—No quise creerlo, mi rey —dijo al fin, con falsa gravedad—, pero mis hombres escucharon lo mismo. El príncipe no muestra duelo alguno… y sus burlas se extienden por las calles.

Viserys se levantó de golpe, la copa cayendo al suelo y rompiéndose en mil pedazos.

—¡Miserable! —bramó, el rostro enrojecido por la ira—. ¡Mi propia sangre!

Otto dio un paso al frente, fingiendo compasión.

—Majestad… Daemon siempre ha tenido el corazón de un dragón, pero sin su razón. Tal vez sea tiempo de que el reino vea quién es digno de portar el título de heredero.

El rey lo miró fijamente, la respiración agitada, los ojos ardiendo.

—Mi hijo —dijo al fin, la voz temblorosa pero firme—. Aerys… será mi heredero.

Otto inclinó la cabeza, ocultando la sombra de una sonrisa.

—Como debe ser, majestad. Que los Siete bendigan su reinado.

Mientras el espía se retiraba, y Otto se perdía entre las sombras del pasillo, Viserys se dejó caer nuevamente en su silla.

El eco de las risas de Daemon seguía resonando en su mente como un martillo.

Y así, sin saberlo, el rey selló con ira la ruptura definitiva entre los dos hermanos.

El amanecer apenas despuntaba sobre Desembarco del Rey cuando las campanas de la Fortaleza Roja sonaron con un tono sombrío. En la sala del trono, el aire estaba cargado de tensión. Las antorchas ardían, pero el ambiente seguía frío como el hierro que formaba el asiento de los reyes.

Daemon Targaryen cruzó las puertas de la sala con paso firme. Llevaba aún las ropas de la noche anterior, el cuello desabrochado y la mirada enrojecida por el vino y la rabia. Detrás de él, algunos guardias de la ciudad —sus hombres, sus capas doradas— lo observaban con confusión. Habían oído rumores, pero nadie se atrevía a hablar.

Viserys estaba de pie frente al Trono de Hierro, con los puños apretados. Su expresión era una mezcla de ira, decepción y cansancio.

A su lado, Otto Hightower aguardaba en silencio, con las manos cruzadas y los ojos fijos en Daemon como un halcón esperando el momento de atacar.

—Me mandaste llamar, hermano —dijo Daemon, con una sonrisa torcida—. Pensé que estarías celebrando todavía el nacimiento de tu heredero.

El rostro del rey se endureció.

—¿De verdad esperabas que tus palabras no llegaran a mis oídos? —preguntó, con voz contenida—. Que nadie me contaría cómo te burlaste de la muerte de Aemma, de tu propia cuñada… llamando a mi hijo "el niño maldito".

Daemon alzó una ceja.

—Bah, eran solo palabras entre borrachos. Nada que tú no hayas oído antes.

Viserys avanzó un paso, los ojos encendidos.

—¡No eran solo palabras! ¡Era mi esposa, Daemon! ¡Mi esposa y tu reina!

El príncipe no retrocedió.

—Y ahora tienes lo que tanto deseabas —replicó con desdén—. Un heredero varón. Ya puedes dormir tranquilo, hermano.

El golpe resonó como un trueno. Viserys lo abofeteó con fuerza, el sonido rebotando en las columnas. Los guardias se tensaron, pero el rey levantó la mano, ordenando que nadie interviniera.

—¡No vuelvas a pronunciar su nombre! —rugió—. ¡Ni el suyo ni el de Aemma! No mientras sigas bajo mi techo.

Daemon se llevó una mano a la mejilla, mirándolo con una calma peligrosa.

—Entonces quizás ya no deba seguir sirviendo bajo tu techo —murmuró.

Desató el broche dorado en forma de dragón que sujetaba su capa y lo arrojó al suelo con desprecio.

—Renuncio a mi puesto como Lord Comandante de las Capas Doradas —anunció, su voz firme y clara—. Que otro cuide de tus calles, Viserys. Mis hombres me seguirán donde yo vaya, no donde tú ordenes.

Un murmullo recorrió la sala. Otto ocultó una sonrisa apenas perceptible.

Viserys, sin embargo, no respondió de inmediato. Su respiración era pesada, sus manos temblaban. Cuando por fin habló, su voz sonó rota pero implacable:

—No quiero verte más en Desembarco del Rey. Te irás hoy mismo. Irás a cumplir con tu deber como esposo, a Piedras de las Runas. Tu esposa te espera, y allí te quedarás.

Daemon soltó una risa corta, amarga.

—¿Piedras de las Runas? —repitió con sorna—. Me destierras a las montañas con la zorra de bronce… Muy bien. Que así sea.

Hizo una reverencia exagerada, casi una burla.

—Obedeceré, mi rey. Pero recuerda esto… los dragones no obedecen cadenas.

Se dio media vuelta y salió sin mirar atrás. Sus pasos resonaron por el salón vacío, y cuando la puerta se cerró, Viserys se dejó caer en los escalones del trono, agotado, con la mirada perdida.

Fuera, en el patio de entrenamiento, Caraxes rugió al sentir la furia de su jinete. El cielo se tiñó de rojo fuego cuando el dragón batió sus alas, y en cuestión de minutos, Daemon Targaryen desapareció entre las nubes, dejando tras de sí una estela de humo y resentimiento.

La Casa Targaryen comenzó a dividirse, aunque ninguno de ellos lo supiera aún.

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