Ficool

Chapter 17 - Capítulo 16

RÉEN.

De pronto, entre las piernas de los adultos, asomaron un par de cabecitas. Niños, tal vez de cinco o seis años, se empujaban entre ellos, como si discutieran en silencio quién se acercaba primero.

Uno de ellos, un varoncito de cabello castaño despeinado, fue empujado hacia adelante por sus primos mayores.

—¡Anda, ve tú! —susurró una voz.

El niño dio un paso al frente, mirándome con los ojos muy abiertos. Tragó saliva y, con un hilo de voz, dijo:

—¿Tú eres Réen?

Me quedé quieto. No supe qué responder al instante. Mis labios se abrieron apenas, pero no salió sonido. Guillermo me dio un codazo suave en la espalda.

—Responde, hombre —susurró en voz baja.

—…Sí —dije al fin, con torpeza.

El niño sonrió un poco, inseguro.

—Yo soy Tomás… primo tuyo. Mi mamá es hija de la abuela Elizabeth.

Me quedé mirándolo, intentando conectar nombres y rostros, pero nada venía. Solo asentí despacio.

—Mucho gusto, Tomás.

El niño dio un paso más, como si se atreviera un poco.

—Me dijeron que cuando eras niño te gustaba dibujar soldados… ¿todavía dibujas?

La pregunta me desarmó. No me esperaba nada tan inocente, tan fuera de la realidad que conocía ahora.

—No… no he dibujado en mucho tiempo —respondí con voz baja.

El niño bajó la mirada, decepcionado.

Antes de que pudiera pensar algo más, una niña de coletas se adelantó de golpe, con una energía distinta.

—¡Yo soy Valeria! —dijo fuerte, llamando la atención de varios—. También soy tu prima.

Me miró con ojos brillantes.

—Nunca te había visto… solo en fotos viejitas que tiene la abuela. ¿Puedo darte un abrazo?

Mi cuerpo se tensó de inmediato. Sentí que todos los adultos contenían la respiración, esperando mi reacción. Guillermo, otra vez, murmuró en mi oído:

—Respira. Es solo una niña.

Ella seguía esperando, con los brazos abiertos.

—No… no soy muy bueno con abrazos —contesté con torpeza.

La niña arrugó la nariz, pero no se movió.

—Entonces solo te toco la mano.

Estiró su manita hacia mí. Dudé unos segundos, pero finalmente extendí la mía. Sus dedos pequeños apretaron los míos, y sonrió satisfecha.

—Ya ves, no dolió —dijo alegremente.

Eso arrancó risas suaves en varios de los adultos. Yo me sentí raro… pero no tan mal como pensé.

Otros dos niños se acercaron detrás, mirando tímidos. Uno preguntó en voz baja:

—¿Eres como… un tío?

Guillermo soltó una carcajada.

—¡Casi! Para ustedes es primo, chicos.

Los niños asintieron, como si acabaran de resolver un misterio muy grande.

Gabriela, que observaba desde cerca, intervino sonriendo:

—Venga, no lo abrumen tanto. Pero si quieren, pueden enseñarle sus juegos después, ¿sí?

Los niños asintieron entusiasmados y se retiraron corriendo, aunque seguían echándome miradas curiosas por encima del hombro.

Me quedé mirando mis manos, todavía sintiendo la presión leve de los dedos pequeños de Valeria. Era extraño. Muy extraño.

Guillermo murmuró cerca de mi oído, apenas audible:

—Primer contacto exitoso. Sobreviviste.

Rodé los ojos, pero una parte de mí… se sentía más ligero.

Mis hermanas, Gabriela y Cristina, se pusieron firmes a mi lado, como un muro protector, bloqueando a los niños que querían acercarse demasiado. Beily, mi pequeña sobrina, estaba en brazos de Alan, riendo y moviendo los bracitos mientras algunas primas más pequeñas trataban de hacerla sonreír. Era casi imposible no sonreír viéndola.

Entonces noté que algunas de mis primas mayores empezaban a acercarse a Guillermo, que estaba sentado junto a mí, tranquilo pero atento a todo. Una de ellas le guiñó un ojo y Guillermo se inclinó ligeramente, murmurando algo en noruego que no entendí al instante:

—Du har veldig pene kusiner. (Tienes primas muy bonitas.)

No pude evitar soltar una risa suave y responder en el mismo idioma:

—Ikke vær kvinnebedårer, du har en kjæreste i Norge. (No seas mujeriego, tienes novia en Noruega.)

Guillermo levantó las manos con una sonrisa despreocupada:

—Hun og jeg gjorde det slutt for noen uker siden, før jeg kom hit. (Ella y yo terminamos hace unas semanas, antes de venir aquí.)

De repente, algunas de las personas cercanas nos miraban, sorprendidas de que habláramos noruego con tanta naturalidad. Una de mis primas, con los ojos abiertos, se acercó y me preguntó en voz baja:

—Espera… ¿desde cuándo hablas ese idioma?

—Desde hace bastante tiempo —respondí, encogiéndome de hombros—. También sé otros idiomas. Noruega recibe muchos turistas y maestros que llegaban a enseñar al orfanato y al pueblo donde vivía.

Al escuchar la palabra orfanato, algunos de mis tíos se miraron entre sí, sorprendidos.

—¿Orfanato? —preguntó una tía, frunciendo el ceño.

Justo cuando estaba a punto de explicar más, mi abuelo Matías se aclaró la garganta, cruzando los brazos y mirando a todos con esa autoridad que siempre imponía:

—Bastantes preguntas por hoy, ¿no creen? —dijo, su voz firme pero cálida—. Mejor dejemos que Réen se siente primero. Cuando se calme un poco, quizá se anime a contarnos algo de lo que ha vivido estos años.

Asentí, y Guillermo se acomodó a mi lado, poniendo una mano ligera sobre mi hombro como un recordatorio silencioso de que no estaba solo. Mis hermanas bajaron un poco la guardia, y los niños se dispersaron, todavía mirando curiosos desde lejos.

—Papá, mamá —susurré, dirigiéndome a mis padres—, gracias…

—Siempre, Réen —respondió mi madre, sonriendo con suavidad—. Hoy es suficiente. Solo relájate un poco, eso es todo lo que queremos.

Mi padre asintió, con esa mezcla de orgullo y preocupación que nunca había cambiado:

—Sí, tómate tu tiempo. Nadie va a forzarte a nada.

Guillermo murmuró en noruego mientras yo asentía, y por primera vez en días, sentí que podía respirar un poco más tranquilo.

—Bra, gutten min… (Bien, muchacho mío…)

Me senté finalmente en una de las mesas, al centro de la sala, sintiendo la madera fría bajo mis manos mientras ajustaba el saco del traje. A mi alrededor, algunos familiares ya se habían acomodado, bebiendo y comiendo algo ligero mientras conversaban en voz baja. El murmullo constante de la sala todavía me resultaba un poco abrumador, pero Guillermo estaba a mi lado, tranquilo, como un ancla silenciosa.

De repente, sentí que alguien se acercaba despacio. Al girar la cabeza, vi a Valeria, la más pequeña de los primos, con esos ojos grandes y curiosos, caminando hacia mí.

—Oye… —dijo con esa mezcla de timidez y valentía—, ¿dónde estuviste? Nunca te había visto antes.

Suspiré, tratando de encontrar una manera de explicarlo sin asustarla ni decir cosas que no debería.

—Estuve en un lugar muy lejano —le dije—. Con nieve… muchos árboles… y monstruos. Por las noches tenía que luchar contra ellos, así que no podía regresar.

Valeria frunció el ceño y negó con la cabeza, soltando una risita:

—¡Qué mentiroso! Los monstruos no existen.

Sonreí un poco, dejando que su risa llenara el silencio entre nosotros. Para mí, esos "monstruos" no eran bestias, sino personas… y no podía contárselo a una niña de siete años.

—Para mí sí existían —le respondí, con un tono serio, pero suave.

Ella me miró confundida un segundo, y luego preguntó:

—¿Y dónde estabas?

—En un lugar llamado Noruega —respondí—. Vivía con otros niños en una casa enorme.

Valeria parpadeó un momento, y luego su voz bajó, más curiosa que acusadora:

—¿Pero por qué estabas viviendo allá y no con tu mamá y tu papá?

Sentí cómo toda la mesa giró para mirarme. Algunos miraban al suelo, otros a otro lado. El peso de la pregunta me aplastó un instante. No podía decirle la verdad a una niña tan pequeña; no podía contarle que me habían secuestrado, llevado lejos y obligado a sobrevivir de maneras que ni siquiera quiero recordar.

Tomé aire profundo y le dije lo primero que se me ocurrió, algo que sonara creíble sin ser mentira del todo:

—Fue… un viaje largo. Pero tuve un accidente y perdí la memoria. No recordaba quién era, y tampoco recordaba quiénes eran mis papás. Hasta hace poco, solo ahora, recordé mi nombre y quiénes son ellos.

Valeria me miró unos segundos más, procesando la explicación. Luego inclinó la cabeza y susurró:

—Ah… entonces por eso no te conocíamos.

Asentí, aliviado de que no insistiera más por ahora. Sentí que la tensión en la mesa se relajaba un poco; algunos de los adultos intercambiaban miradas silenciosas, como diciendo "lo hizo lo mejor que pudo".

—Bueno —intervino mi madre suavemente, tomando mi mano por un instante—, lo importante es que estás aquí ahora. Eso es lo que importa.

Mi padre asintió junto a ella, con esa mirada seria y cálida que siempre me daba fuerza, mientras Guillermo me daba un ligero apretón en el hombro, asegurándose de que me sintiera acompañado.

Mientras Valeria se alejaba, contenta de haberme "aceptado" mi explicación, sentí cómo algunos de mis primos mayores se acercaban con más curiosidad que timidez. Uno de ellos, de mi edad aproximada, me observó detenidamente mientras se acomodaba la bebida en la mano.

—Vaya… —dijo, con una sonrisa nerviosa—. Así que tú eres Réen. Siempre escuchamos cosas sobre ti, pero… nunca imaginé que te vería así.

—¿Cómo me veías? —pregunté, encogiéndome un poco de hombros.

—Bueno… —dijo él, rascándose la cabeza—, nos dijeron que eras valiente, fuerte… y algo misterioso. Creo que lo de misterioso no era mentira.

Reí levemente, aunque con un dejo de incomodidad.

—Misterioso… eso suena a cosas de niños grandes.

—No te hagas —intervino otra prima, sonriendo—. Yo siempre escuché historias de cuando tenías siete años. Y que desapareciste, ¡ni tus amigos sabían a dónde habías ido!

Me encogí de hombros de nuevo, intentando no entrar en detalles. Guillermo estaba un poco detrás, vigilando la conversación, asegurándose de que nadie se pasara de la raya.

—Bueno, creo que ya es hora de dejar que se siente —dijo mi madre, interponiéndose—. Réen, tienes que acostumbrarte poco a poco a todos.

—Sí… —murmuré, viendo cómo un par de tíos se acomodaban cerca—. No es que no quiera hablar, es que… demasiado ruido y muchas personas de golpe.

Uno de mis tíos, de rostro serio pero amable, sonrió y se inclinó un poco.

—Lo entendemos, hijo. No queremos asustarte. Solo queríamos conocerte finalmente. Después de todo este tiempo… —hizo una pausa, mirando a los demás—, tantos años escuchando historias de ti, queríamos verte con nuestros propios ojos.

Algunos primos empezaron a bromear, tratando de aligerar la tensión:

—Oye, Réen —dijo uno, guiñándome un ojo—, ¿siempre hablas tan poco o es solo con la familia?

—Solo con los desconocidos —respondí, intentando sonar neutral—. Y creo que aquí todavía no sé quién es desconocido y quién no.

Rieron levemente, algunos con sorpresa de que hablara con tanto cuidado, otros con simpatía.

—Tranquilo —intervino mi abuelo Matías, colocando una mano en el respaldo de mi silla—. Todo el mundo va a esperar a que te sientas cómodo. No hay prisa.

—Sí, pero seguro quieren saber todo —dijo uno de mis primos mayores, inclinándose un poco—. Vamos, no me digas que no tienes curiosidad por contarnos dónde has estado todos estos años.

Sentí cómo todo el aire alrededor de la mesa se volvía un poco más pesado, todas las miradas fijadas en mí. Mis manos se tensaron sobre el borde de la mesa, y mi corazón empezó a acelerarse de nuevo, aunque no tanto como en el centro comercial.

Finalmente, uno de mis tíos, más cercano a mi edad que mis padres, cruzó los brazos y me miró fijamente:

—Vamos, en serio… Réen. Ya jugamos bastante a las adivinanzas. Dinos la verdad… ¿dónde has estado todo este tiempo?

Sentí que Guillermo se inclinaba un poco hacia mí, dándome un leve toque en el hombro como apoyo. Mis padres me miraban con suavidad, mis hermanas inquietas pero tranquilizadoras, y todos los primos aguardando mi respuesta.

El silencio se volvió expectante, y por primera vez, supe que lo que dijera cambiaría la percepción que todos tenían de mí.

Suspiré hondo y bajé la mirada un instante.

—Mejor… —dije con voz firme, aunque temblorosa por dentro—, mejor lleven a los niños a otra parte. No creo que sea buena idea que escuchen esto.

Algunos de mis primos más pequeños fruncieron el ceño, pero mis padres y tíos asintieron de inmediato.

—Está bien, chicos —dijo mi madre con suavidad—. Vamos a salir un momento, pueden jugar en otra sala.

Algunos niños de diez años en adelante, curiosos y un poco obstinados, se quedaron. Sus ojos grandes y expectantes no paraban de mirarme, y sentí que me obligaba a mantener el control. Guillermo se acomodó a mi lado, con la postura firme que siempre adoptaba cuando algo podía ponerse complicado, y Alan hizo lo mismo, apoyándome discretamente.

—Tranquilo —susurró Guillermo, en voz baja—. Hazlo a tu ritmo. Nadie va a presionarte.

Asentí, intentando concentrarme mientras todos se acomodaban, sentándose con las manos sobre las mesas, expectantes. El murmullo disminuyó hasta que solo se escuchaba la respiración de algunos y algún que otro crujido de silla.

—Bueno… —empecé, acomodándome mejor en la silla y quitándome el saco, dejándolo a un lado—. No recuerdo mucho… cuando o cómo pasó todo.

Hubo un silencio pesado, y todos se inclinaron un poco hacia adelante, como intentando absorber cada palabra.

—Un día —continué, bajando un poco la voz, como si hablara para mí mismo—, simplemente me encontré en una habitación oscura. Había muchas personas… demasiadas en realidad. Afuera se escuchaban gritos, órdenes, disparos…

Mis tíos fruncieron el ceño, mi padre apretó un poco los labios, y mis abuelos intercambiaron una mirada cargada de dolor y preocupación.

—Había niños —continué—, algunos menores que yo… yo tenía solo siete años en ese momento. Otros eran mayores, y también había adultos. Todos estábamos en cautiverio… hasta que un día nos sacaron.

Mi madre soltó un pequeño suspiro, y mi hermana Gabriela tomó la mano de mi otra hermana, Cristina, para contenerlas un poco.

—Podíamos respirar aire limpio —dije, intentando mantener la voz estable—, pero hacía frío… mucho frío. Afuera había demasiado movimiento. Gente corriendo, peleando, disparando… Era como un campamento de concentración, pero no sé exactamente dónde.

—¿G-guerrilleros? —preguntó tímidamente uno de mis primos, con la voz temblorosa.

—Algo así —asentí, tragando saliva—. Nos hablaban en un idioma que no entendía. Muchas veces, cuando no entendíamos… nos golpeaban. Parecía que nos iban a entrenar para ser soldados.

Algunos adultos intercambiaron miradas, un tío frunció el ceño y mi abuelo Francisco soltó un murmullo bajo:

—Dios… qué espanto.

—No había logos, no había letras —continué, con la voz cada vez más firme—. Solo uniformes negros. Todos iguales. Nos hacían disparar, correr, saltar, escondernos… todo como si fuéramos un ejército. Y nadie nos explicaba nada más…

Sentí cómo el aire en la sala se volvía más denso, más cargado. Mis tíos y primos mayores no se movían, pero sus ojos estaban fijos en mí, atentos a cada palabra. Guillermo me dio un pequeño apretón en el hombro, recordándome que podía parar si necesitaba. Alan asentía lentamente, con la mandíbula apretada.

—Y… —continué, bajando la voz un poco más—, tuvimos que aprender rápido. Si no seguíamos las órdenes, si no respondíamos… recibíamos golpes. Algunos no lo soportaban y… no estaban más.

Un silencio absoluto se adueñó de la sala. Mi madre llevó una mano a su boca, intentando contener un sollozo, mientras mi padre apretaba los puños sobre la mesa. Algunos de mis primos mayores bajaron la mirada, sin saber cómo reaccionar, y uno de los tíos más cercanos dijo con voz grave:

—Réen… no puedo imaginar por lo que pasaste…

Asentí, sin añadir nada más por el momento, dejando que todos asimilaran la gravedad de mis palabras. Mis manos temblaban ligeramente sobre la mesa, pero estaba decidido a seguir contando mi historia, aunque solo fuera una versión parcial, la que podía compartir sin exponer todo lo que había pasado.

—Y así —dije, respirando hondo—, poco a poco nos entrenaban, pero nunca entendimos por qué. Solo… sobrevivíamos. Aprendíamos a obedecer, a pelear, a… no confiar en nadie más que en nosotros mismos.

Mi abuelo Matías se inclinó un poco hacia adelante, con voz firme pero suave:

—Hijo… estamos escuchando. Nadie te va a juzgar aquí. Solo queremos entenderte y ayudarte.

—Sí —dijo Guillermo—. Y recuerda, todos los que están aquí solo quieren tu bienestar. No es una amenaza.

Asentí, tragando saliva, y sentí cómo la tensión empezaba a disminuir, aunque solo un poco. La historia falsa que había preparado para protegerlos estaba empezando a cobrar vida ante ellos, y necesitaba mantener cada palabra con cuidado para no exponer mi verdadero pasado.

Un primo más mayor, con los ojos brillantes de curiosidad, me interrumpió suavemente:

—¿Y qué pasó después? Cuéntanos más…

Asentí, tragando saliva y tomando aire antes de seguir, intentando mantener la voz firme:

—Bueno… —comencé, viendo cómo todos se inclinaban un poco hacia adelante, atentos a cada palabra—, muchas veces eran ejercicios, entrenamientos para pelear. Los niños… nosotros éramos los más débiles, así que nos presionaban aún más. Apenas podíamos pararnos al día siguiente, y algunos… ni siquiera se despertaban.

Se hizo un silencio profundo. Mis tíos y primos mayores intercambiaron miradas preocupadas, algunos con el rostro tenso.

—Muchas veces tuvimos que pelear por un pan o un pedazo de carne que no llenaba nada el estómago. Y el clima… era horrible. El frío era constante, cortante. Muchas noches no podíamos dormir bien, teníamos que amontonarnos para sobrevivir, mantener el calor. Los adultos se quedaban arriba, y los niños… abajo, apretados, intentando no congelarnos.

Mi madre llevaba la mano a su boca, conteniendo un sollozo; Gabriela y Cristina se entrelazaban las manos, y mi padre apretaba los labios, mirando al vacío por un instante.

—¿Cuánto tiempo…? —preguntó mi tío, con voz baja.

—Cuatro años —dije, con voz casi susurrante—. Cuatro largos e infernales años. Durante esos años, los que sobrevivíamos y los que llegaban… —hice una pausa, respirando hondo—, planeamos un escape. Estudiamos el lugar día y noche, cada rutina, cada paso, hasta las respiraciones y cada cuánto bostezaba un soldado. Todo estaba medido, todo planeado.

—¿Y cómo sabían eso? —preguntó otro primo, con los ojos muy abiertos—. ¿No los atrapaban?

—Al principio sí, claro —dije, apretando los labios—. Más de una vez nos castigaron. Pero poco a poco aprendimos a movernos en silencio, a usar cada sombra, cada sonido a nuestro favor. Cada día nos acercábamos un poco más a la salida, aunque no sabíamos si sobreviviríamos.

Un tío suspiró y puso su mano en mi hombro:

—Réen… eso… eso es increíble. No sé cómo pudiste…

—No era solo yo —respondí—. Todos los que quedaban juntos, los nuevos que llegaban… todos aportábamos. Planeábamos cada movimiento. Y por fin… llegó la noche.

Hice una pausa más larga, dejando que todos respiraran un momento antes de continuar.

—Después de años peleando, por fin pudimos escapar —dije, con un hilo de voz, casi temblando—. Pero no fue fácil. No sin problemas detrás de nosotros. Cada paso era un riesgo, cada sombra podía ser la muerte…

Mi primo que había pedido que siguiera asintió, con los ojos muy abiertos:

—¿Y sobrevivieron todos?

—No —respondí, dejando que mi voz cayera un poco más—. Algunos… no lo lograron. Pero los que quedamos… aprendimos a correr, a escondernos, a nunca mirar atrás.

Hubo un silencio absoluto. Solo el sonido de las respiraciones y algún que otro murmullo leve se escuchaba en la sala. Mis tíos se acercaban más a mí, como si intentaran ofrecerme un poco de calor en medio de lo que contaba.

Suspiré, sintiendo el nudo en la garganta mientras trataba de continuar. Mis manos temblaban ligeramente, pero nadie lo notaba, todos estaban demasiado atentos a lo que decía.

—En los entrenamientos —empecé de nuevo— nos hacían armar y desarmar armas, a veces robábamos alguna pieza de pistolas o incluso unas cuantas balas. Nadie nos registraba demasiado. Logramos juntar piezas suficientes para dos pistolas y algunas balas, incluso cuchillos.

—¿En serio? —preguntó un primo más pequeño, con los ojos abiertos de par en par—. ¿Niños con pistolas?

—Sí —asentí, con voz firme—. Pero nunca fue para jugar. Era para sobrevivir.

Hice una pausa, recordando la noche de la fuga, y continué:

—La noche que escapamos… los soldados iban detrás de nosotros, y los perros también. Muchas veces nos alcanzaban porque alguno de los niños caía, y teníamos que levantarlos a la fuerza, casi arrastrando sus piernas.

—¡Dios! —exclamó un tío, con las manos sobre la cabeza—. Eso es… demasiado.

—Un perro se lanzó hacia mí —dije, con la voz un poco temblorosa—. Por suerte tenía un cuchillo… lo maté, pero no sin recibir un arañazo.

Los murmullos en la sala se hicieron más evidentes; algunos primos pequeños se tapaban la boca, sorprendidos.

—Seguimos corriendo —continué—. Disparábamos, uno tras otro caían. Algunos morían al instante; otros sobrevivían un poco, pero luego… por el desangre o el frío, se morían. De todos los que éramos, solo quedamos unos cuantos.

Miré alrededor, viendo las caras tensas, y respiré profundo antes de continuar:

—Después nos separamos —dije, bajando la mirada—. Solo quedé yo y una mujer. Ella estaba herida, pero seguíamos corriendo por el bosque. Llegamos a un río… y por milagro, había un pequeño bote.

—¿Un bote? —preguntó un primo mayor—. ¿Y cómo…?

—Lo empujamos hasta el agua —dije—. Ella me subió primero, ella empujaba el bote y mientras lo hacía, recibió otra bala. Teníamos una de las dos pistolas, y ella disparó. Tal vez mató a algunos, tal vez nos dejaron ir… pero nadie nos persiguió después.

—¿Y sobrevivieron los demás? —preguntó otro primo, con voz temblorosa.

—No lo sé —respondí, bajando la cabeza—. Nunca pensamos en eso. Solo en sobrevivir nosotros. El cansancio y el frío eran más fuertes. Ella me abrazó, cada uno con nuestras heridas, y el sueño nos venció.

Un silencio profundo cayó sobre la sala; solo podía oír mi propia respiración mientras continuaba.

—Cuando desperté, el bote había chocado contra un muelle —dije, viendo cómo algunos familiares contenían la respiración—. Era de día… el cielo despejado. Habíamos salido de ese infierno que duró cuatro años.

—¿Y la mujer? —preguntó un tío, con voz baja.

—No… —dije, tragando saliva—. No estaba viva. Estaba fría, congelada. Seguía en la misma posición en que murió, abrazándome.

Mis manos se cerraron en puños sobre mis piernas.

—Me sacaron del bote —continué—. La gente del pueblo me cubrió con mantas y también sacó a la mujer del bote. Me llevaron al pueblo en brazos de un hombre, hasta llegar a una casa donde comenzaron a curarme.

—¿Y ellos sabían lo que pasó? —preguntó un primo con voz casi inaudible—. ¿Eran malos?

—No —dije—. No tenían nada que ver. No entendía bien el idioma, pero cuidaron de mí. Estaba agotado, con el cuerpo alerta por la adrenalina de todo lo que pasó… hasta que me inyectaron algo que me hizo dormir.

—¿Y despertaste? —preguntó otro primo, intrigado.

—Sí —dije, con un hilo de voz—. Desperté y vi a una anciana sentada junto a mí, cuidándome. Dormía a mi lado en una silla, y solo me miraba de vez en cuando para asegurarse de que respiraba. Me sentí… seguro por primera vez en mucho tiempo.

Suspiré, tratando de ordenar mis palabras mientras la mirada de todos estaba sobre mí, los ojos atentos y curiosos. El silencio era abrumador, y podía sentir cómo cada respiración mía retumbaba en la sala.

—A la mujer… le hicieron un funeral —dije, con voz baja, recordando—. No sabíamos su nombre, así que la llamaron Salvadora. Fue nuestro último consuelo en ese infierno.

Mi primo mayor frunció el ceño:

—¿Salvadora? ¿Por qué?

—Porque me salvó a mí —respondí—. Fue quien me sostuvo hasta que llegamos al pueblo, y aunque no pudo sobrevivir, siempre la recordaré.

Mi tío más cercano me miró, con una mezcla de incredulidad y tristeza:

—Y después, ¿qué pasó contigo?

—Me cuidó la gente del pueblo —dije, respirando hondo—. No había hospitales cerca, pero médicos que venían de otros lugares me revisaron. Me quitaron la bala que llevaba adentro, cerraron las heridas de las balas que me rozaron, y también el arañazo del perro que maté. Fue doloroso, pero sobreviví.

Un primo pequeño susurró:

—¿No te dolió eso mucho?

—Sí… mucho —contesté—. Pero había que seguir.

Hice una pausa, mirando a algunos primos más grandes que se sentaban atentos. Continué:

—Cuando ya estaba mejor, me llevaron a un orfanato. Ahí viví el resto del tiempo. Aprendí el idioma, me enseñaron cosas básicas de educación, como a cualquier niño. Al principio fue difícil… no dormía, ni siquiera me acostaba en la cama. Tiraba la sábana en el suelo y allí dormía, si es que dormía. Siempre tenía pesadillas.

Una prima murmuró:

—Pobrecito…

—La directora del orfanato —continué— fue quien más me cuidó. Ella escuchaba todo lo que viví, me enseñó con paciencia, con calma. Gracias a ella, aprendí a dormir en la cama, a sentir que podía descansar, aunque mi mente siempre recordaba esos años.

Hice una pausa, ajustándome en la silla y respirando profundo antes de continuar.

—Con el tiempo, logré recordar mi nombre… Réen. Nada más, solo eso. Aprendí el idioma, y hasta algunos otros. Hubo familias que querían adoptarme, pero no quería. Mi hogar era el orfanato, la directora y los niños que llegaban y se iban, tomando sus lugares. Ese era mi refugio, mi familia.

Mi primo mayor inclinó la cabeza, intrigado:

—Pero entonces… ¿cómo llegaste aquí?

—Durante esos años, también aprendí mucho gracias a los entrenamientos de los que hablé antes —dije—. Cazar con los del pueblo, reparar cosas… aprender a sobrevivir de verdad. Fue duro, pero me preparó de muchas maneras.

Mire a Guillermo sentado a mi lado.

—Luego. Él llegó, Guillermo llegó con su equipo, estaban heridos, y ayudé a curar sus heridas junto con el pueblo. Fue entonces que la directora me dijo: "Esta es tu oportunidad, Réen. Puedes regresar a casa, quizá tengas una familia que te espera". Y así fue.

Mi tío más grande suspiró, incrédulo:

—Así que… te llevaste un año buscándonos.

—Sí —dije, casi susurrando—. Hasta hace tres meses supe mi nombre completo: Réen Wilson. Mis padres, mis hermanos… un hombre y dos niñas. Hicimos todas las pruebas, confirmamos que éramos familia, y hace una semana regresé. Y… ahora estoy aquí.

Guillermo me dio una palmada ligera en el hombro, como diciéndome "bien hecho".

More Chapters