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Chapter 12 - Capítulo 12: El Nombre del Hereje

El cuerpo del inquisidor yacía a sus pies, un saco de carne vaciado por su propio poder. La sangre que Valen había convertido en dagas etéreas ahora era solo un charco oscuro y viscoso que se mezclaba con el barro del Bosque de los Susurros Mortales. El olor a hierro y ozono quemado se le clavaba en la garganta, un recordatorio acre de lo que acababa de hacer. Las manos de Valen temblaban, no por miedo, sino por la sacudida eléctrica del exceso de Vitalis robado. La energía del hombre—caliente, violenta, saturada de fanatismo—aún zumbaba en sus venas como avispas encerradas.

Eco, el lobo cojo, olfateaba el aire a tres pasos de distancia. Sus orejas estaban planas contra el cráneo, los ojos dorados fijos en Valen con una mezcla de temor y alerta animal. Un gruñido ronco brotó de su garganta cuando Valen dio un paso hacia atrás, tropezando con una raíz.

Sed.

La palabra era un martillo en su cráneo. No hambre física—aunque su estómago rugía vacío—sino el hambre del pacto. La Sed de Vitalis, el primer don de Aion, se despertaba como una bestia enjaulada tras el derramamiento de sangre. Era más que un vacío; era un abismo que reclamaba ser llenado, urgente, ahora. Sintió las vidas cercanas como agujas clavadas bajo su piel: el latido débil de un escarabajo bajo una hoja podrida, el pulso obstinado de un cardo espinoso entre las piedras, el calor más intenso de un pájaro herido oculto en un arbusto. Cada chispa vital era un reclamo, una tentación que hacía que las fisuras de sus brazos pulsaran con luz dorada y violeta.

"Tranquilo, Eco," murmuró, su voz ronca por el esfuerzo y la adrenalina. Pero el lobo no se acercó. Sus ojos reflejaban la imagen de Valen: el pelo blanco como la ceniza, la piel sucia y surcada de grietas luminosas, las túnicas harapientas de la Casa Thorne convertidas en un estandarte de despojo.

El cadáver del inquisidor comenzaba a enfriarse. Valen apartó la mirada. No podía quedarse aquí. Otros vendrían. Los gritos del hombre, los destellos de poder, todo habría atraído atención.

Mueve tus piernas, Apátrida. Sobrevive.

La orden interna lo sacudió. Con un esfuerzo que le arrancó un gemido, se puso en marcha. Eco lo siguió a distancia, cojeando, su respiración entrecortada marcando el ritmo de su huida. El bosque, complaciente en su miseria, abría senderos traicioneros entre la maleza. La niebla matinal se había disipado, dejando un cielo plomizo que filtraba una luz gris y mortecina.

Tras media hora de caminar, el vacío en su pecho se volvió insoportable. Las fisuras en sus brazos ardían, extendiéndose como grietas en un dique a punto de reventar. Se detuvo junto a un arroyo de aguas negras y viscosas. En la orilla, un helecho gigante extendía sus frondes hacia la escasa luz, sus hojas de un verde casi irreal en ese páramo de podredumbre.

Allí. Fácil. Inocente.

Valen extendió la mano izquierda. No hubo ceremonia, ni palabras. Solo voluntad. La Sed de Vitalis, afilada por el don de Aion, se enfocó como una lupa. Sintió el flujo de vida en la planta—lento, obstinado, arraigado en la tierra húmeda.

Dame.

El helecho se estremeció. No como una criatura con nervios, sino como una vela sacudida por un viento repentino. Sus hojas vibraron, pasando del verde vibrante al amarillo enfermizo en cuestión de segundos. Luego al marrón, al gris, y finalmente al color de la ceniza. Se deshizo, no con un crujido, sino con un suspiro seco. Un montón de polvo oscuro se acumuló donde antes había vida.

Un hilillo de energía—fina, fresca, libre de la corrupción humana—subió por el brazo de Valen. Fue un alivio momentáneo, un sorbo de agua en el desierto. Las fisuras palpitaban, satisfechas. Pero la Sed rugió de nuevo, más fuerte. ¿Solo eso? ¿Una planta?

Eco gruñó, retrocediendo un paso. Había visto el acto. Había sentido el despliegue de poder.

Valen cerró los ojos. El sabor del helecho en su esencia era limpio, pero insignificante. Necesitaba más. Su mirada se posó en el lobo. Calor. Vida. Fácil. Cercana. La idea fue un relámpago perverso. ¿Cuánta energía guardaba ese cuerpo herido? ¿Cuánto alivio le daría?

Los ojos dorados de Eco encontraron los suyos. No hubo acusación, solo un mudo entendimiento de la bestia que sabe cuando es evaluada como presa.

"No," se dijo Valen en voz baja, apretando los puños hasta que las fisuras le mordieron la piel. "No a él."

Un ruido lo salvó de la tentación: el gruñido gutural de un animal herido, procedente de un matorral espinoso a veinte pasos. Un jabalí, joven pero enfermo, con el pelaje erizado y los colmillos mellados. Cojeaba, una pata trasera hinchada y supurante. Su chispa vital era débil, titilante, como una vela a punto de apagarse. Pero era más que un helecho. Mucho más.

La Sed en el pecho de Valen dio un brinco de avidez.

Sin pensarlo, avanzó. El jabalí lo olió, levantó la cabeza con un bufido débil. Sus ojos inyectados en sangre brillaron con pánico. Valen no vaciló. Extendió ambas manos—la viva y la muerta—hacia la bestia.

Esta vez, no fue un susurro. Fue un mandato. ¡Dame todo!

El efecto fue instantáneo y brutal. El jabalí se convulsionó como si le hubieran clavado un hierro al rojo. Un grito agónico, casi humano, desgarró el silencio del bosque. Su cuerpo vibró, los músculos contrayéndose bajo la piel. Valen vio el flujo del Vitalis, no con sus ojos, sino con su nueva percepción: hilos de luz dorada, brillantes y puros, brotaron del animal como sangre etérea y convergieron en sus palmas abiertas.

Fue más intenso que el helecho. Más profundo. Un torrente de fuerza bruta, instintiva, impregnada del miedo y el dolor de la criatura. Valen lo absorbió, y una oleada de calor artificial inundó sus miembros. El cansancio de días de huida, el dolor de sus heridas mal curadas, la punzada constante del hambre física… todo se desvaneció, barrido por la energía robada. Sintió que podía correr una legua, derribar un árbol, desafiar a un ejército.

Pero también sintió el final. La vida del jabalí se apagó no con un suspiro, sino con un espasmo seco. Su cuerpo, robusto un momento antes, se hundió como un odre vacío. La piel se arrugó, pegada al esqueleto. Los ojos se opacaron, secos como piedras. En segundos, solo quedó un montón de huesos y pellejo reseco sobre la hojarasca.

Valen jadeó, retirando las manos. Las fisuras en sus brazos brillaban con un resplandor enfermizo, el dorado manchado por venas violetas más gruesas, más insidiosas. La energía del jabalí hervía dentro de él, poderosa pero vacía, como un vino adulterado. No había sabiduría, ni recuerdos, solo instinto crudo y el eco de una agonía.

¿Monstruo? La voz de Aion susurró en su mente, fría y satisfecha. No. Eres hambre. Eres necesidad. Eres verdad.

Se llevó una mano temblorosa al cuello. Las fisuras, que antes terminaban en sus hombros, ahora serpenteaban por su clavícula, acercándose a la línea de su mandíbula. La piel allí se sentía extraña—más fría, más tensa, como piedra pulida bajo una fina capa de carne.

En la Ciudadela del Alba, Capital del Reino

El salón del Archimago Kaelen Thorne olía a pergamino viejo, cera de abejas y el incienso especiado que siempre quemaba para ahuyentar el olor del hollín mágico. Las paredes de mármol blanco, pulidas hasta reflejar los mosaicos del techo, amplificaban el menor sonido. Kaelen estaba de pie frente al ventanal arqueado que daba a los jardines palaciegos. Fuera, los geomantes de la corte modelaban topiarios con formas de dragones y grifos, sus movimientos precisos, elegantes. Un mundo de orden, de control.

Su mundo.

Llevaba las túnicas de Archimago—seda gris perla bordada con hilos de plata que dibujaban los cuatro elementos entrelazados. El medallón de los Thorne, el mismo que Theron le había arrancado a Valen, colgaba pesado sobre su pecho. A sus veintidós años, Kaelen Thorne era la imagen misma del poder joven y sereno: espalda recta, rostro anguloso heredado de su padre pero sin sus aristas de crueldad, ojos gris tormenta que ahora escudriñaban un informe sellado con lacre negro.

*Informe de Campo: Sector 7-B, Bosque de los Susurros Mortales. Patrulla Inquisitorial Delta-9.*

Había leído las primeras líneas diez veces. No podía creerlo.

"... sujeto masculino, apariencia juvenil pero alterada. Cabello blanco como nieve. Ojos reportados con destellos dorados anómalos. Portaba jirones de túnicas identificables como de la Casa Thorne..."

Una mano enguantada de cuero blanco se posó en su hombro. Kaelen no se sobresaltó; reconoció el tacto.

"Archimago Orin," dijo sin volverse. Su voz sonó más fría de lo que pretendía.

Orin se colocó a su lado. Sus túnicas blancas inmaculadas parecían absorber la luz de la habitación. Su rostro ascético, enmarcado por el pelo gris cortado al rape, era una máscara de serenidad impenetrable. Solo sus ojos, del azul pálido del hielo glaciar, tenían una intensidad que perforaba.

"Kaelen," dijo, omitiendo el título deliberadamente. "El informe es veraz. Lo he corroborado con otros testigos. El sobreviviente de la patrulla Delta-9... no delira."

Kaelen apretó el pergamino. "Cabello blanco. Ojos dorados. Poderes que drenan vida... ¿Cree que es posible? ¿Que Valen...?" No pudo terminar la frase. Que Valen esté vivo. Que Valen sea esto.

"El Apátrida fue abandonado en el Bosque de los Susurros," recordó Orin, su voz un susurro liso como la seda sobre un cuchillo. "Un lugar del que nadie sale. A menos que encuentre... ayuda."

"¿Ayuda? ¿Qué ayuda podría encontrar allí?"

Orin se encogió levemente. "El bosque es antiguo. Corrompido. Alberga cosas que se alimentan de desesperación. Y ofrecen poder a cambio de un precio." Su mirada se posó en el medallón de Kaelen. "Tu hermano siempre fue un recipiente vacío, Kaelen. Quizás algo encontró qué llenarlo."

Kaelen sintió una punzada de ira. "Valen era... es mi hermano. No un recipiente."

"¿Era?" Orin arqueó una ceja apenas perceptible. "Lo que emerge del bosque no es el niño que conociste. Es un hereje. Un blasfemo que manipula fuerzas prohibidas. Lo llaman el Vitalista. Y su poder crece."

El nombre resonó en el salón silencioso. El Vitalista. Kaelen lo había oído en susurros en los pasillos, en las tabernas del bajo city. Historias de un sanador oscuro que curaba enfermedades incurables dejando sequía a su paso, de un asesino que convertía la sangre en armas. Nunca lo había relacionado con...

"Los rumores ya llegan a la ciudad," continuó Orin. "La gente habla. Tienen miedo. La Iglesia Arcana no puede tolerar un cáncer así. Debe ser extirpado." Sacó un rollo de pergamino sellado con el símbolo de la Inquisición: un ojo estrellado sobre una llama blanca. "Tus órdenes, Archimago Kaelen Thorne. Ve al Bosque de los Susurros. Encuentra al Vitalista. Trae su cabeza... o tráelo vivo para la purgación final. Pero no regreses sin él."

Kaelen tomó el pergamino. El lacre frío le quemó los dedos. "¿Por qué yo?"

Una sonrisa fría, sin humor, tocó los labios de Orin. "Porque tú lo conoces mejor que nadie. Porque si hay un resquicio del niño que fue... tú podrás encontrarlo. Y porque tu padre exige ver la lealtad de su heredero."

El nombre de Theron fue un golpe bajo. Kaelen apretó la mandíbula. Recordó la última imagen de Valen: arrastrado en la jaula de hierro negro, sus ojos grises (tan parecidos a los suyos) llenos de un terror y una traición que aún le helaban el alma.

"¿Y si no quiere ser encontrado?" preguntó Kaelen, su voz apenas un susurro.

Orin se dio media vuelta para irse. Sus túnicas no hicieron ruido. "Entonces, hermano de sangre," dijo desde la puerta, "haz lo que debe hacer un Archimago. Extirpa el cáncer."

La puerta se cerró tras él. Kaelen se quedó solo, el pergamino de las órdenes pesando como una losa en su mano, el medallón de los Thorne ardiendo contra su pecho. Fuera, un geomante dio forma a las fauces de un dragón de boj. Tan perfecto. Tan controlado.

Valen... ¿qué te hiciste?

Al caer la noche, Profundidades del Bosque de los Susurros

Valen encontró refugio en una cueva baja, escondida tras una cortina de enredaderas carnívoras que goteaban néctar pegajoso. El aire dentro olía a tierra húmeda y hongos. Eco se acurrucó en un rincón, lamiéndose la herida de la pata. La energía del jabalí aún ardía en Valen, dándole una claridad artificial, una fuerza inquieta.

Se arrodilló junto a un charco de agua de lluvia que se filtraba por el techo de la cueva. La superficie, quieta y oscura, reflejaba el tenue resplandor de los hongos bioluminiscentes que crecían en las paredes.

Y reflejaba su rostro.

Valen contuvo el aliento.

El pelo blanco no era lo peor. Ni siquiera las fisuras doradas que ahora llegaban, sin duda, hasta la línea de su mandíbula, trazando caminos de luz pulsátil sobre su piel sucia.

Eran los ojos.

Ya no eran gris tormenta, como los de su padre, como los de Kaelen. Ahora eran dorados. Un dorado líquido, profundo, que brillaba con una luz interna incluso en la penumbra. Como los ojos de un depredador nocturno. Como los ojos de Aion en su sueño.

La Marca del Engaño, susurró la voz del Diablo en su mente, satisfecha. Tu cuerpo refleja la verdad que llevas dentro. El vacío lleno de poder. El abandono convertido en arma.

Valen retrocedió bruscamente, como si el charco pudiera morderlo. Golpeó la superficie del agua con el puño, destruyendo el reflejo monstruoso. Las gotas salpicaron su rostro, frías e inútiles.

"¡No!" El grito resonó en la cueva, ahogado, desesperado. Eco levantó la cabeza, alerta, un gruñido bajo en su garganta.

Pero no había negación que cambiara lo que había visto. El pacto lo estaba tallando. Transformándolo. El niño que había sido enterrado en el Bosque de los Susurros estaba muerto. Lo que emergía, capa a capa de poder y desesperación, era otra cosa.

El Vitalista. El nombre que le daban. El nombre que temían.

Un escalofrío más profundo que el frío de la cueva lo recorrió. Algo en esos ojos dorados... algo en la extensión de las fisuras... le dijo que el tiempo se aceleraba. Que el Reloj de Arena Invisible corría más rápido de lo que Aion había insinuado.

En la distancia, muy lejos, casi fuera del alcance de su nueva percepción, sintió un pulso familiar. Un latido de magia elemental, controlado, poderoso. Agua y fuego entrelazados con maestría. Un sello que reconocía desde la cuna.

Kaelen.

No era una duda. Era una certeza. Su hermano venía. No como salvación, sino como ejecutor.

Valen se levantó. Las fisuras en su cuello pulsaron, bañando la cueva con un destello de luz dorada y violeta. Eco se puso de pie, listo.

El miedo se disolvió, reemplazado por una fría determinación que sabía a la esencia del Diablo.

"Vamos, Eco," dijo Valen, su voz ahora firme, extrañamente serena. Dorada como sus ojos. "La caza ha comenzado."

Salió de la cueva, adentrándose en las sombras más espesas del Bosque de los Susurros. No como presa.

Como lo que el mundo temía que fuera.

Gancho Final:

En la Ciudadela del Alba, bajo la luz de las antorchas que convertían la noche en un falso amanecer, Kaelen Thorne ajustó las riendas de su corcel de guerra. La bestia, un animal de pelo azabache y ojos inteligentes, piafó impaciente.

Detrás de Kaelen, una docena de Inquisidores montados formaban una silueta fantasmal en túnicas blancas y grises. Sus rostros estaban ocultos bajo capuchas, pero la tensión era palpable en el aire quieto.

Kaelen miró hacia el norte, donde la llanura cultivada se fundía con la oscuridad impenetrable del Bosque de los Susurros. Una niebla baja, espesa y movediza, ya lamía los límites del mundo civilizado, como una bestia probando su territorio.

Apretó el medallón de los Thorne que colgaba sobre su armadura ligera de cuero endurecido. El metal frío no le dio consuelo. Solo el peso del deber. Y la pregunta que lo atormentaría durante todo el viaje:

¿Quién te hizo esto, hermano? ¿Y qué deberé hacer cuando te encuentre?

Con un gesto brusco, dio la orden. Los cascos de los caballos resonaron contra el empedrado al partir. La niebla los envolvió antes de que hubieran recorrido cien pasos, tragándose al Archimago, a sus Inquisidores, y a la última esperanza de redención para el niño que una vez fue Valen Thorne.

La ciudad, iluminada y segura tras sus muros, nunca pareció tan frágil. Ni el bosque, oscuro y susurrante, tan hambriento.

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