Ficool

Chapter 5 - Acto 4

Sede de la DSI, París. 09:03 AM

Las puertas de la Dirección de Seguridad Internacional se abrieron con el acostumbrado zumbido eléctrico. Richard entró sin mirar a los lados. Sus botas resonaron en el suelo encerado, firmes, secas. Los saludos de sus compañeros rebotaban contra su caparazón emocional.

—¡Míralo, el héroe volvió!

—¿Dónde te metiste, Richard? ¿Te tomaste en serio lo de escaparte con Isabelle?

—Eh, ¿te ves bien? Aunque… tienes algo en la cara.

Él solo asentía. No sonreía. Cada paso estaba cuidadosamente medido, cada palabra que se guardaba era una barrera más contra lo que sentía. Solo tenía una meta: conseguir lo necesario y salir.

Hasta que la vio.

Isabelle, con su café en mano, venía caminando por el pasillo. Sus ojos brillaron al verlo, y sin pensarlo corrió hacia él. Lo abrazó con fuerza.

—Richi… si viniste. Pensé que no ibas a volver —dijo con un tono cálido, esperanzador.

Él se quedó inmóvil. Sintió el latido en su pecho romperle el ritmo. Su respiración se agitó, y sus manos, que tanto habían sostenido armas, no sabían qué hacer.

—¿No le dijiste nada a Vera… o sí? —preguntó con un tono tenso, casi tembloroso.

Desde detrás de una puerta entreabierta, la voz autoritaria de Vera se hizo oír.

—Lo sé todo, Richard. Te quiero en mi oficina. Ahora.

Isabelle se giró rápidamente, nerviosa.

—Tranquilo… —dijo—. Le dije algo, pero no todo. Le dije que habíamos estado juntos por dos días. Nada más.

Richard tragó saliva. Sabía que no podía detener el paso del tiempo, ni lo que estaba por venir. Cada segundo era una contradicción: su deber con Anton, y el lazo con Isabelle.

Entró a la oficina de Vera. Cerró la puerta detrás de él.

La directora, una mujer de presencia firme, con su clásico traje negro y lentes rectangulares, lo observaba sin pestañear. En el escritorio, informes, un expediente con su nombre, y una grabadora encendida.

—Siéntate, Richard.

Lo hizo, en silencio.

—¿Qué está pasando contigo? ¿Por qué desapareciste sin reportarte? ¿Por qué tu rostro parece el de alguien que cruzó la frontera a rastras?

Richard no respondió de inmediato. Sus ojos vagaban por la sala, evitando su mirada. Sabía que no podía decir la verdad, pero tampoco podía mentir con convicción. Vera lo notó.

—Te hicimos pruebas, Richard. No lo sabías, pero cuando volviste pasaste por un escáner. Hubo anomalías en tu ritmo cardiaco, y algo en tus patrones neuronales... como si estuvieras bajo una presión extrema. Estás ocultando algo.

Richard apoyó los codos sobre sus rodillas. Cerró los ojos. Imágenes fugaces vinieron a su mente: Anton, el café, el periódico… Isabelle.

—Estoy cansado, Vera —dijo con un tono seco.

—No es solo cansancio. Quiero que me digas la verdad. ¿Con quién te reuniste en las costas?

Silencio.

Vera se inclinó hacia adelante.

—¿Es por Isabelle? ¿Te está manipulando alguien? ¿Anton?

Al oír ese nombre, Richard alzó lentamente la mirada. Su pupila se contrajo.

—¿Qué sabes de Anton?

Vera se echó hacia atrás, sorprendida.

—Sabía que reaccionarías a eso. Lo tenemos bajo vigilancia hace meses. Pero tú… tú eras nuestra carta confiable. Nuestro mejor agente.

Richard se puso de pie lentamente. Sus manos temblaban.

—No soy lo que ustedes creen. Y no me queda mucho tiempo.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Vera, levantándose también.

—Nada que pueda entenderse aquí.

—Vera —dijo al fin, con la voz apagada—. No puedo seguir con esto. Tengo que contarte todo.

Ella lo miró en silencio, apoyando las manos sobre la mesa. No lo interrumpió.

—Me encontré con Anton esta mañana. Me contactó hace días… y hoy acepté verlo. Me habló de volver a los viejos tiempos, a Berlín, cuando éramos "Los Tréboles Negros". Con él y con Lewis… —Richard bajó la mirada—. Me dijo que tenía algo grande entre manos. Me ofreció seguridad. Me dijo que mi madre estaría a salvo si le ayudaba.

Vera no cambió la expresión. Solo asintió levemente.

—¿Y aceptaste?

—Dije que sí. Me dio un periódico. Me pidió reunir información desde dentro y entregarla en el lugar que marcaba el periódico.

Vera soltó un leve suspiro y se recostó en el respaldo de su silla. Sus ojos, fríos pero calculadores, mostraban algo que Richard no esperaba.

—Ya lo sabía —dijo con calma.

—¿Qué?

—No sé si lo notaste, pero la camarera del café esta mañana… era Cristina.

Richard se quedó inmóvil.

—¿Cristina? ¿La de infiltración?

—Sí. Estuvo grabando toda la conversación. Desde que Anton reapareció en el radar hace semanas, sabíamos que tarde o temprano intentaría contactarte. Y sabíamos que lo haría apelando a lo que más te duele: tu pasado.

—Entonces… ¿todo esto fue una prueba?

—No exactamente. Fue vigilancia. Yo no hago pruebas a mis agentes, Richard. Pero sí confío en que sabrán cuándo hablar. Y tú lo hiciste. Lo que dijiste aquí… me basta.

Richard se dejó caer en la silla, atónito.

—Tú no eres el mismo muchacho de 23 años que recluté en Budapest —continuó Vera—. Eres Richard Kane. El agente que ha capturado a cuatro de los jefes más grandes del crimen organizado en Europa. El que desmanteló la red de tráfico en Siria. Eres mejor que esto. Por eso…

Se inclinó hacia él, con una sonrisa profesional, casi maternal.

—Vamos a hundirlos. Pero la decisión es tuya. ¿Quieres volver a tus inicios… o quieres cerrar tu historia con dignidad?

Richard tragó saliva. Cerró los ojos. Pensó en su madre, en Isabelle, en los días de oscuridad en Berlín.

—Quiero… quiero acabar mi final.

Vera asintió con firmeza.

—Entonces dame el periódico.

Richard se lo pasó. Ella lo miró por apenas tres segundos y soltó una risa corta.

—Estos idiotas aún no saben esconder ubicaciones. Código QR visible, coordenadas mal encriptadas. Si así es como planean operar, no me extraña que nos hayan buscado.

Sacó una hoja y empezó a anotar coordenadas.

—Aquí está el plan —dijo mientras escribía—. Vas a ir a ver a Mike. Que te dé equipamiento de campo y una unidad de memoria especial. Una "Asesina". ¿Sabes cuál es?

Richard negó con la cabeza.

—¿Memoria? ¿Qué es eso, un cerebro?

—No, genio. Es una unidad de almacenamiento. No tan grande, pero potente. Se implanta en un objeto cualquiera —un reloj, un bolígrafo, lo que sea— y copia todos los datos de cualquier computadora a la que se conecte. Solo dile a Mike que te la configure con el código "Asesina". Tiene acceso remoto directo a nuestra nube central. Toda la información que recopiles se enviará directo aquí.

Richard asintió, comprendiendo al fin la magnitud.

—Te gusta trabajar solo, lo sé. Pero no irás completamente sin respaldo.

Se levantó y sacó dos carpetas del cajón inferior.

—Gutierres irá contigo, en cubierto. También Shaw. No, no protestes —agregó al ver la reacción de Richard—. Isabelle no irá. Sé que no quieres arrastrarla a esto, y yo tampoco. Confía en mí.

Le extendió un sobre con los datos de la misión.

—A las tres de la tarde tienes que estar en Pont-Saint-Esprit, en la región de Gard. Lugar estratégico: tranquilo, alejado, pero con una central de comunicaciones que los mafiosos han estado usando. Irás allí, simularás el intercambio con Anton, y conseguirás toda la información posible.

Luego le lanzó una mirada firme.

—Y dile a Mike que te prepare un micrófono encubierto. Quiero oír cada palabra que digas.

Richard se puso de pie. Se cuadró frente a ella.

—Entendido.

—Buena suerte, Kane. Eres un espía de verdad ahora. No solo uno que persigue… también uno que engaña. Hazlo bien.

Richard asintió. Salió de la oficina con una mezcla de determinación y nerviosismo. Por primera vez en años, sabía que caminaba sobre una cuerda floja… y que abajo solo había oscuridad.

Base de la DSI – Armería Subterránea – 10:17 AM

El ascensor descendió con un quejido metálico hasta el nivel -3. Las puertas se abrieron con un zumbido oxidado. Richard salió sin dudar, cruzando el pasillo iluminado por luces fluorescentes amarillentas. En la entrada de la armería, un cartel pintado a mano decía: "PROHIBIDO ENTRAR SIN AUTORIZACIÓN. O CON MALAS INTENCIONES."

—¡Mira quién volvió de los muertos! —exclamó Mike, con su típica sonrisa de mecánico loco.

Tenía el overol manchado de aceite, un cigarrillo apagado colgando de la boca y unos lentes soldados con cinta en el borde. Estaba terminando de ajustar un revólver a una caja acolchada.

—Vera me avisó. Te vas a Pont-Saint-Esprit, ¿eh? Bien, bien. Hora de sacudir el polvo a los juguetes buenos.

Richard se acercó al banco de trabajo. Mike sacó una pequeña maleta negra y comenzó a explicarle.

—Primero, lo importante: la "Asesina".

Abrió un compartimento escondido dentro de un encendedor Zippo plateado.

—Es un Zippo común, pero cuando lo giras dos veces a la derecha, libera un conector interno. Lo conectas a cualquier puerto RS-232 —sí, esos grandotes— y copia todo lo que hay. Lo hace en menos de treinta segundos. También transmite la info por radiofrecuencia a nuestra torre repetidora en Marsella, oculta en un monasterio. Genial, ¿no?

—Brillante —dijo Richard, tomándolo con cuidado.

—Aquí tienes también: una Beretta con silenciador personalizado, balas de titanio. No se traban, aunque la sumerjas en vino francés. Reloj de pulsera con micrófono integrado. Doble presión en el botón del cronómetro y activa la transmisión directa al canal de Vera. Resistencia: cuatro horas.

—¿Explosivos? —preguntó Richard, frío.

—Solo uno. Pega aquí —le entregó una petaca metálica—. Parece una petaca, pero tiene C3 modificado. Golpe magnético, suficiente para fundir cerraduras y quemar archivos. No usar en zonas cerradas… a menos que no quieras salir.

Richard asintió, metiendo todo cuidadosamente en su chaqueta y su maletín de cuero.

—Y Richard —dijo Mike antes de que se marchara—, no seas héroe. Sé espía.

Richard solo lo miró. Sabía que lo intentaría… pero lo dudaba.

Segundo Piso – Oficina de Operaciones – 10:34 AM

—¿Y tú dices que vamos con Kane? —preguntó Gutierres, ajustándose los lentes de aviador.

—Así es —respondió Vera mientras revisaba el mapa sobre la mesa—. Cubiertos, como civiles. Shaw, tú serás el contacto de respaldo. Si Kane cae, tomas el control.

Shaw, alto, flaco y con una cicatriz en el cuello, se encendía un cigarrillo mientras reía.

—¿Richard Kane? El lobo solitario… Esto va a estar divertido.

—No es un juego, Shaw —dijo Vera con dureza—. Estás ahí para cubrirlo. No para competir.

—Lo sé, lo sé —respondió, sacando humo por la nariz—. Pero es emocionante. Como los viejos tiempos. Kane, tú, yo, contra los demonios del Este.

—No hay demonios esta vez. Solo hombres con armas y secretos. Y Richard está en medio de los dos mundos.

Gutierres asintió con la mandíbula tensa.

—Nos moveremos una hora después que él. Vamos como civiles, pero llevamos lo necesario. Si hay problemas, yo me acerco a la iglesia del pueblo. Desde ahí tendremos visión completa.

—Perfecto —dijo Vera—. Este no es solo otro operativo. Si esto sale mal, perdemos el doble: información y a Richard. ¿Entendido?

Ambos hombres asintieron. Shaw soltó una última bocanada de humo antes de apagar el cigarro en la palma de su mano enguantada.

—Lo haremos bien, jefa.

Francia – 11:02 AM – Camino a Pont-Saint-Esprit

Un Citroën DS negro recorría la carretera secundaria con el sonido monótono del motor. Al volante, Anton miraba el horizonte cubierto de bruma. Llevaba un traje gris y gafas oscuras, y en el asiento del pasajero descansaba un maletín de cuero con una etiqueta: "Confidentiel".

Encendió un cigarro mientras se acercaba al pequeño pueblo.

—Ah… Pont-Saint-Esprit… lugar maldito por las alucinaciones —dijo con sorna—. Perfecto para esconder a los verdaderos monstruos.

Estacionó en una casa vieja, alejada del centro. Una casona abandonada, tapiada, que ahora servía como cuartel improvisado.

Bajó del auto y respiró hondo el aire húmedo del campo francés. Mientras exhalaba el humo, susurró para sí mismo:

—Vamos, Richard. Quiero ver si todavía queda algo de Argos-7 en ti…

Base DSI – Exterior – 11:11 AM

Richard salió por la puerta trasera, caminando hacia su moto BMW R90, negra como la noche. Ya estaba vestido como civil: abrigo largo, gafas de sol, guantes. Se sentó, encendió el motor y, antes de ponerse el casco, murmuró:

—Argos-7... una última vez.

Aceleró y desapareció en la autopista rumbo a Pont-Saint-Esprit.

Base de la DSI – Garaje de Operaciones – 12:04 PM

Un Renault 16 color verde oliva, con el chasis algo oxidado y vidrios tintados, esperaba en el extremo norte del garaje subterráneo. Era un modelo popular en Europa, discreto, familiar, el tipo de auto que nadie miraría dos veces. Perfecto.

Gutierres ajustaba su abrigo marrón, de tela gruesa, mientras revisaba el mapa de carreteras con los puntos marcados por Vera. Vestía como un profesor universitario en viaje de descanso: boina gris, bufanda y lentes de marco dorado. Nadie lo reconocería como parte de la División de Seguridad e Inteligencia.

—¿Todo en orden? —preguntó Shaw mientras se acercaba al auto, silbando con una botella de Coca-Cola en la mano.

Vestía un suéter beige, pantalones algo gastados y un abrigo de segunda mano. Su cigarro, como siempre, encendido entre los labios.

—Sí. Comida enlatada, gasolina, identidades falsas, radios ocultos… y dos maletines en el fondo del baúl, por si la cosa se pone fea.

Gutierres abrió el maletero y mostró el contenido. Dentro, cuidadosamente asegurados bajo una manta:

Un par de Sterling SMG plegables desmontadas en sus piezas.Cargadores sellados con cinta negra.Un juego de placas falsas para el coche.Un estuche con ampollas de adrenalina, vendas, torniquetes y herramientas quirúrgicas básicas.

—No me gusta improvisar —dijo Gutierres, cerrando el baúl—. Si las cosas se salen de control, no quiero sorpresas.

Shaw rió por lo bajo y se acomodó en el asiento del pasajero.

—¿Sabes qué es lo que me gusta de trabajar contigo, Guti? Que eres tan paranoico como yo, pero mucho más elegante.

—Sube y cállate.

El Renault arrancó con un rugido discreto. Gutierres tomó la carretera secundaria que lo llevaría por el sur de Marsella, rumbo a Pont-Saint-Esprit.

—¿Y si Richard no quiere ayuda? —preguntó Shaw, mirándolo de reojo.

—Entonces no se la daremos. Pero estaremos allí. Si cae… nosotros terminamos el trabajo.

Silencio. Solo el sonido de los neumáticos sobre el asfalto, mientras el paisaje rural comenzaba a volverse más denso y montañoso.

Pont-Saint-Esprit – 1:39 PM

Anton llegó a la casa vieja. Abrió las ventanas cubiertas con tablones, dejando entrar un poco de luz. En el interior, el polvo flotaba como cenizas, y el aire olía a humedad y abandono.

Colocó el maletín sobre una mesa rota y sacó un proyector de diapositivas, un mapa de Europa del Este, y un paquete de cigarrillos Gauloises.

Mientras encendía uno, miró el reloj de bolsillo que llevaba colgado en una cadena de plata.

—Una hora y veinte minutos para que llegue Richard... Qué curioso, los que antes desafiaban gobiernos ahora reparten microfilmes.

Se recostó en el sillón raído, dejando que el humo llenara el espacio.

En la carretera – 2:04 PM

El Renault con Gutierres y Shaw se mantenía a unos treinta minutos del pueblo. Ambos en silencio. Ambos preparados. La radio transmitía una canción suave de Charles Aznavour mientras el campo francés pasaba lentamente por las ventanillas.

La guerra fría no había terminado, pero lo que estaba a punto de suceder, aquí, en un rincón olvidado de Francia... podría incendiar un nuevo fuego.

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