Ficool

Chapter 4 - Acto 3

Isabelle, aún tambaleante por el alcohol y la adrenalina, murmuró desde la cama con la voz apenas audible:

—Richi… ¿estás ahí?

Richard giró levemente el rostro, su mirada cansada y dura, pero al oír ese tono vulnerable de Isabelle, su expresión se suavizó.

—Sí… estoy aquí.

Ella sonrió levemente, con la mejilla contra la almohada.

—Pensé que ya me habías dejado… como todos los demás.

Richard no respondió. Solo se quedó mirándola. Le dolía admitir que esa idea había cruzado por su mente durante los años de servicio, donde la supervivencia solía ser un juego solitario.

—¿Por qué te importa tanto ahora? —preguntó ella, abriendo un poco más los ojos—. ¿Desde cuándo el gran Richard se preocupa por alguien más?

Él bajó la cabeza, mirando sus propias manos, aún marcadas con la sangre seca de la pelea, los nudillos cortados.

—Desde que vi que no podía protegerte… —confesó en voz baja—. Desde que sentí miedo. Por primera vez… no por mí.

Un breve silencio se formó entre ellos, espeso como el humo. Isabelle parpadeó lentamente, asimilando esas palabras. Luego murmuró:

—Entonces… ya no eres un espía. Ahora eres… humano.

Richard soltó una pequeña risa sarcástica.

—¿Eso crees? ¿Un espía que traicionará a su agencia para una mafia con conexiones globales y una empresa privada de inteligencia que busca desmantelar gobiernos? Suena bastante humano, sí.

—Tú no los vas a traicionar. No lo harás. Solo estás… ganando tiempo.

Richard la miró, sorprendido de que ella lo entendiera tan bien.

—¿Y tú cómo sabes eso?

Isabelle cerró los ojos otra vez y dijo con una débil sonrisa:

—Porque si fueras a hacerlo… no me hubieras salvado esta noche.

Richard la observó unos segundos más antes de levantarse y acercarse a la ventana. Afuera, la lluvia comenzaba a caer sobre la ciudad como una cortina de gris.

En la mesa, junto al periódico que le había dado Hugo Darnell, había una nota:

"ADS: Autorité Des Souterrains – La autoridad de los subterráneos. Pronto comenzarás a trabajar para nosotros. Ya sabes cómo encontrarnos. No tardes. El tiempo no es tu amigo."

Richard lo leyó una vez más y lo apretó entre sus manos. Luego miró su reflejo distorsionado en el vidrio mojado de la ventana.

—¿Qué vendrá después? —se preguntó a sí mismo—. ¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar… por proteger lo poco que me queda?

El reloj marcaba las 2:17 a.m.

Y aunque el cuerpo le exigía descanso… el alma no podía dormir.

Richard se apoyó contra la mesa del motel, sosteniendo el periódico húmedo y arrugado. En la parte inferior, casi como una sombra entre la tinta de los titulares, se hallaba un número de teléfono. Sin pensarlo dos veces, marcó.

—Bonjour? —respondió una voz francesa, jovial, como si hubiese llamado a una panadería.

Richard entornó los ojos y dijo con voz seca:

—Es para la Autorité des Souterrains.

Hubo un silencio. Apenas unos segundos, pero en ese espacio se sintió el giro completo de una rueda invisible. La voz del francés cambió, se tornó seria, áspera, como si se hubiese quitado una máscara.

—A las seis… en las costas de París. Se te dará más información después, Americano.

—No llegues tarde.

Richard colgó sin decir nada más. Se giró hacia Isabelle, que aún yacía medio incorporada en la cama, cubierta con la sábana y su saco, sus ojos oscuros aún cargados de confusión y vulnerabilidad.

—Te dejo el arma. Algo de ropa mía, y un poco de dinero. —Richard colocó una pistola sobre la mesita, junto a un fajo de billetes franceses—. Quédate aquí hasta que esté seguro.

Isabelle se sentó, aún adolorida, sus ojos clavados en él.

—¿Qué vas a hacer?

Richard la miró por un segundo. La luz tenue del amanecer se colaba por la cortina, iluminando sus ojeras, sus heridas, pero también la determinación en su rostro.

—Lo que tengo que hacer.

Ella se levantó lentamente, tropezando un poco, y lo abrazó por detrás. Richard no se giró. Solo cerró los ojos.

—Tal vez no puedo hacer que te quedes… pero quiero que sepas algo —susurró ella, apretando el abrazo—. Te quiero… Richi.

Él se separó, suavemente, y le regaló una sonrisa breve, seca. Dolida.

—Cuídate.

Y con eso, se giró, se colocó el abrigo gris, ajustó el cinturón con la pistola escondida, y salió del motel.

El viento de París cortaba como cuchilla esa mañana. Tomó un taxi, cruzó las avenidas serpenteantes, mientras la ciudad aún dormía con sus secretos podridos.

La costa estaba vacía, húmeda y cubierta por una neblina densa. Parecía que el mundo allí mismo se disolvía en silencio. Pero no estaba solo.

Alrededor del espigón de concreto, figuras comenzaron a emerger. Al principio eran sombras. Luego, hombres con cicatrices, tatuajes de cárceles rusas, ojos de psicópatas. Richard los reconocía. Había leído sus nombres en expedientes sellados:

Miloch "El Degollador de Ucrania"Dante LeFevre, el Caníbal de MarsellaAnnalise Petrovna, la Viuda Roja

Todos reunidos en ese punto ciego del mundo, y todos mirando al recién llegado: un espía vestido con la chaqueta oficial de la DSI (Division of Strategic Intelligence).

Un par de mafiosos se acercaron, rodeándolo.

—¿Y este qué es? —dijo uno con tono burlón—. ¿Nos mandaron carne fresca?

Antes de que pudieran ponerle una mano encima, una figura surgió entre ellos. Y como si fuera un demonio salido del infierno… todos retrocedieron.

Vestía de blanco. Lentes oscuros. Una cicatriz que le cruzaba desde el mentón hasta la sien. Fumaba un cigarrillo largo con elegancia enfermiza. Su nombre pesaba más que el plomo:

Jean-Luc "Le Collectionneur" Drouet, el hombre con más mujeres desaparecidas en Europa Occidental.

Un monstruo con traje de diseñador.

—Valla, valla, valla… —dijo con una voz rasposa y seductora al mismo tiempo—. ¿Qué tenemos aquí? Un espía, non? En territorio de criminales. Qué… curioso.

Risas. Silbidos. Burlas.

Richard no dijo nada.

Jean-Luc se acercó y lo abrazó de forma exagerada, pegando su boca a su oído, aún con la brasa del cigarrillo encendido.

—Más te vale que no nos vayas a traicionar, mon ami… porque si lo haces… —le dio una calada profunda y sopló el humo frente a su cara— todo lo que conoces será masacrado. Isabelle. Tu madre. Tus amigos. ¿Oui?

Richard apretó los dientes. La mirada firme. El alma en guerra. Pero solo respondió:

—Entendido.

Jean-Luc se giró con una sonrisa letal.

—Magnifique.

Y entonces, del otro lado del espigón, una limusina negra apareció entre la niebla, abriéndose como un mausoleo sobre ruedas.

—Súbete, Americano. Tu infierno… apenas comienza.

Richard tragó saliva y, sin decir palabra, caminó hacia la limusina. Sus pasos retumbaban en el concreto húmedo, resonando entre las olas y los murmullos de los criminales que lo miraban como si fuera un trozo de carne lanzado a una jaula de lobos.

Cuando la puerta se abrió con un clic seco, el interior de la limusina lo envolvió como una trampa silenciosa. El cuero negro, los cristales polarizados, el olor a cigarro importado… y sentado frente a él, en el centro del lujo y la oscuridad, estaba el mismo hombre de la limusina anterior. Impecable. Frío. Como si el mundo le debiera algo.

—Bienvenido de nuevo, Richard —dijo, sin mirarlo directamente. Jugaba con un encendedor de oro mientras un nuevo cigarro colgaba de sus labios. Su voz sonaba como un disparo con silenciador.

Richard se sentó.

—¿Y ahora qué? Ya estoy aquí.

—Ahora, empieza la parte difícil —respondió el hombre, chasqueando los dedos.

Una pantalla se encendió en el lateral de la limusina. Una serie de documentos, fotos y nombres comenzaron a desfilar. Rostros de agentes. Mapas de bases secretas. Conversaciones cifradas de la DSI.

—Tu trabajo es simple —dijo el hombre mientras el humo llenaba el espacio entre ellos—: nos das la información, todos los movimientos, los nombres, los puntos débiles. Y a cambio… tu madre sigue viva, tu chica sigue respirando, tus amigos siguen tomando café por las mañanas.

—¿Y si no coopero?

El hombre sonrió sin humor y volvió a sacar aquella foto. La casa de su madre. Esa misma mañana. Un hombre con binoculares. Una figura detrás del ventanal. Tan cerca.

—¿De verdad quieres probarlo?

Richard cerró los puños.

—Bastardo…

—No, Richard. No soy un bastardo. Soy un hombre que entiende cómo se mueve el mundo. —El encendedor hizo un clic más fuerte esta vez—. Autorité des Souterrains no es una organización de espionaje. Es una fuerza subterránea que limpia el desorden que gobiernos e imperios dejan atrás. Somos la realidad bajo la realidad. Y tú… tú ahora eres parte de ella.

El silencio cayó como una bomba.

—¿Cuál es mi primera orden?

—Recibirás un paquete en 24 horas. Contendrá un transmisor, una lista de blancos y tu nueva identidad. Tu código será Argos-7. Nadie debe saberlo. Nadie debe sospecharlo.

—¿Y si descubren que estoy infiltrado?

—Te mataremos… después de matar a los que amas. —El hombre sonrió como si hubiera contado un chiste liviano—. Pero tranquilo, Richard. Yo protegeré tu trasero.

La puerta de la limusina se abrió de nuevo. Richard bajó, aturdido. El mar seguía rugiendo. El cielo se oscurecía.

La limusina se alejó lentamente, perdiéndose en la niebla.

París, 08:46 AM.

Richard empujó las puertas de vidrio de la DSI. El ambiente seguía igual que siempre: el sonido de teclas, las pantallas proyectando informes clasificados, el café recalentado en la esquina. Pero para él, todo era distinto. El mundo, desde aquella noche, ya no tenía el mismo color.

Algunos compañeros alzaron la vista al verlo. Uno de ellos, Marceau, se le acercó con media sonrisa.

—¡Mírenlo! Pensábamos que te habías escapado con Isabelle de luna de miel. ¿Dónde te metiste estos días?

Richard no respondió. Solo se quitó el abrigo lentamente, como si cada movimiento pesara toneladas. Llevaba la cara parcialmente cubierta por una venda y las heridas en el cuello aún estaban frescas.

—Oye —insistió Marceau—, hablando de Isabelle… ¿sabes dónde está? No responde los mensajes.

Richard lo miró de reojo, su voz fue apenas un susurro seco.

—No. No lo sé.

Marceau frunció el ceño. Dio un paso hacia él y bajó la voz.

—¿Estás bien? No pareces tú… Tu cara… ¿Qué pasó?

—Quiero hablar con Vera. ¿Dónde está?

—Richard…

—¿Dónde está Vera?

El tono fue firme, casi cortante. Marceau tragó saliva, levantó una mano como señal de paz y señaló hacia el fondo del pasillo, donde el despacho de Vera tenía su vista habitual hacia el Sena.

Richard caminó sin decir palabra. Cada paso en aquel corredor se sentía más largo. Sus dedos se cerraban y abrían como si recordaran un arma. Al llegar, se detuvo frente a la puerta.

Allí estaba Vera, revisando documentos con su clásica eficiencia. Al verlo entrar, alzó la vista con una sonrisa.

—Richard. Pensé que esta vez sí habías decidido tomarte vacaciones. ¿Cómo está—?

Richard desenfundó su pistola.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Vera, confundida.

Apuntó. No dudó. Su dedo empezó a presionar el gatillo como si fuera una orden automática de su cerebro. Todo su cuerpo temblaba.

Entonces, la puerta se abrió detrás de él.

—Richard… —Isabelle.

Al volverse y verla, algo dentro de él se quebró. El arma le cayó de las manos. Los latidos en su pecho retumbaban como explosiones. Quiso hablar, pero no podía. Quiso correr, pero sus pies estaban anclados. Los gritos comenzaron. Las armas se levantaron.

Y entonces… despertó.

06:29 AM. Motel La Sirène, París.

Richard abrió los ojos de golpe, cubierto de sudor. La habitación apenas iluminada por la luz filtrada de una ventana rota. Isabelle dormía a su lado, respirando con dificultad. Tenía el rostro en paz.

Él se sentó al borde de la cama, apoyando los codos en las rodillas. Se llevó las manos al rostro, tratando de calmar su respiración.

—¿Vas a asesinar a Vera…? —murmuró para sí mismo.

Le temblaban las manos.

En su mente, la imagen de Anton surgió con claridad. El primer paso ya había sido dado. No podía borrar lo que había aceptado.

Marcó el número. No necesitó buscarlo; ya lo sabía de memoria.

Tres timbres. Luego, la voz al otro lado de la línea:

—Te habías tardado, Argos-7 —dijo Anton, con una sonrisa que podía escucharse a través del teléfono.

Richard miró su reflejo en el espejo. Las vendas. Las ojeras. La expresión vacía.

—Tenemos que hablar.

—Perfecto. Ya estás dentro. Ahora empieza el verdadero juego.

Richard colgó. Afuera, el cielo de París comenzaba a aclarar. Pero para él, el día recién comenzaba en la más profunda oscuridad.

París, 08:12 AM. Café Le Sépia, distrito 13.

Richard bajó del taxi con el cuello de su abrigo subido, ocultando parte de su rostro. Caminó hasta el fondo del callejón, donde el cartel del café colgaba oxidado sobre una puerta que apenas se sostenía. Al entrar, un leve aroma a tabaco y vino viejo flotaba en el aire. Pocas mesas, un par de parroquianos y, al fondo, Anton.

Lo reconoció de inmediato. El mismo corte, la misma postura despreocupada. Pero había algo en su mirada que ya no era el de antes.

—Richard —dijo Anton, sin levantarse—. Tardaste más de lo que esperaba.

Richard se sentó sin saludar. Se quitó los guantes lentamente, clavando los ojos en su antiguo camarada.

Anton sonrió y encendió un cigarrillo.

—¿Recuerdas Berlín? —preguntó de pronto—. Cuando creíamos que podíamos cambiar el mundo, ¿eh?

Richard no respondió. Solo lo miró con el ceño fruncido, recordando las calles frías, los muros llenos de grafitis, y las noches sin reglas.

—Éramos unos críos con ideas peligrosas —continuó Anton, exhalando el humo—. Tú, yo y Zahar. Nos hacíamos llamar Los Tres Dardos. Un nombre estúpido, pero eficaz. Donde nos metíamos, desestabilizábamos todo. Antinacionalistas, anarquistas… no respondíamos ante nadie. Hacíamos lo que queríamos, y a veces… incluso lo correcto.

Richard miró hacia el ventanal, donde la lluvia comenzaba a marcar los cristales.

—Zahar murió en Varsovia, ¿verdad?

Anton asintió, apagando el cigarro en un cenicero oxidado.

—Sí. Y ahí se acabaron los viejos tiempos. Tú decidiste pelear por la ley. Yo… por el caos.

Hubo un silencio entre los dos. Una camarera pasó sin prestarles atención.

—¿Y ahora me necesitas? —dijo Richard con voz baja.

Anton se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando como cuchillas.

—Quiero que volvamos, Richard. A ser lo que éramos. A tener el poder, la influencia. A no responder ante nadie. Ya no eres solo un agente. Eres alguien con historia, con sangre en las manos. Úsala.

—¿Y si eso significa tener a mi madre a salvo…? —murmuró Richard.

Sus manos temblaban ligeramente. Lo ocultó bajo la mesa.

—No quiero hacerlo. Pero debo hacerlo. Cuenta conmigo, Anton.

Anton sonrió ampliamente y extendió la mano. Richard la estrechó sin emoción.

—Bienvenido de nuevo, Argos-7.

Richard bajó la mirada, mordiéndose por dentro.

—¿Y bien? ¿Qué tengo que hacer ahora?

Anton sacó un periódico doblado del bolsillo de su abrigo y lo deslizó por la mesa.

—Simple. Lee esto. Hay un artículo cifrado en la página 7. Marca el inicio del contacto con nuestros socios. Mientras tanto, reúne toda la información que puedas de la DSI: movimientos, perfiles, rutas de vigilancia, vigilancia satelital... lo que tengas.

Richard lo hojeó. El artículo parecía una nota cultural sobre una exposición en Marsella. Nada llamativo a simple vista.

—Una vez tengas todo, vas al lugar indicado. Allí recibirás más instrucciones.

—¿Eso es todo? —preguntó Richard, con frialdad.

Anton asintió.

—Eso es todo. Por ahora.

Richard se puso de pie, guardó el periódico bajo el abrigo, y sin mirar atrás, salió bajo la lluvia. Cada paso que daba lo sentía más lejos de sí mismo.

Mientras tanto, Anton, solo en la mesa, se recostó hacia atrás, encendió otro cigarro y dijo en voz baja:

—Te dije que volverías.

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