Ficool

Chapter 6 - Capítulo 6:El tren abandonado

Capítulo 6: El tren abandonado

*Borde del sector 8-Delta, bosque de Arklay, cerca de las vías del tren*

La lluvia ha vuelto. Lenta. Fría. Casi respetuosa.

Rebecca camina sin mirar atrás. Su uniforme está empapado, manchado de sangre ajena y propia. No sabe cuánto tiempo ha pasado desde que escaparon de la cueva. Solo recuerda el último grito. El último disparo. Y las fauces abiertas del infierno.

Richard, a su lado, guarda silencio. Él tampoco mira atrás. A diferencia de ella, su respiración está controlada, firme… pero su mandíbula está tensa. Muy tensa.

Los dos son lo único que queda.

—Kenneth... Forest... Enrico… —murmura Rebecca.

La lista pesa. Más que el rifle en sus manos. Más que el miedo.

Richard no responde. Solo se detiene un segundo, le toca el hombro con suavidad. El contacto es breve, casi mecánico. Pero está ahí. Presente.

—No fue tu culpa —dice él. Su voz suena más grave, más gastada que nunca—. Ellos sabían a lo que venían.

—Pero no sabíamos esto —replica ella con un hilo de voz. Su mirada tiembla—. Nadie... está preparado para ver a sus compañeros… devorados.

Un trueno parte el cielo. Las sombras tiemblan entre los árboles.

Un zumbido lejano los hace detenerse. Motor. Rieles.

—¿Escuchaste eso? —pregunta Rebecca, con un atisbo de urgencia.

—Sí —dice Richard—. Parece un tren.

Se miran. Luego corren.

El barro los arrastra, las ramas les rasgan la ropa. La linterna de Rebecca parpadea. Pero al salir de la maleza… ahí está.

Un tren detenido en medio de la nada. Las luces encendidas. Silencioso. Como un cadáver aún tibio.

—¿Un tren? —susurra Rebecca.

—¿Un tren...? ¿Qué hace aquí? —susurra Rebecca, confundida al ver los logotipos apenas visibles en los vagones metálicos.

—No parece militar… pero tampoco civil —responde Richard, con cautela.

—Sea lo que sea… está encendido.

Un estremecimiento los recorre. El silencio del entorno lo hace aún más antinatural.

Richard levanta su arma.

—¿Listos para otro infierno? —dice Richard con una media sonrisa amarga, forzada, los ojos fijos en la estructura del tren.

Rebecca no responde de inmediato. Sus dedos tiemblan cuando limpia sus lágrimas con la manga rasgada y manchada de sangre.

—Nadie queda para esperarnos… —murmura—. No podemos parar ahora.

Un aullido rompe el silencio.

Uno solo, profundo, largo.

Luego… otro. Más cerca.

Ambos giran la cabeza al bosque, justo donde la oscuridad parece moverse con vida propia. Entre los árboles, brillan varios pares de ojos. Amarillos, fijos. Se oyen ramas quebrándose, jadeos guturales, patas contra tierra húmeda.

—¡Perros! —dice Richard, levantando su fusil—. ¡Muévete!

Rebecca asiente sin pensarlo. Corren por el último tramo de tierra hasta el costado del tren. Las compuertas laterales están entreabiertas. Richard las empuja con fuerza, el metal cediendo con un rechinar oxidado.

El aullido ahora es un rugido grave y húmedo.

Se cuelan dentro justo cuando los primeros Cerberus irrumpen desde la maleza. Bestias descompuestas, con músculos expuestos, ojos secos y espumosa rabia. Sus colmillos parecen demasiado largos, como si hubieran crecido para desgarrar más carne por mordida.

Richard lanza una patada que empuja una caja de herramientas, bloqueando la entrada. La puerta se cierra con un estruendo.

Las uñas de los perros raspan el metal desde fuera.

Rebecca cae de rodillas, jadeando, con el corazón martillándole el pecho.

—Casi… casi no lo logramos —susurra.

Richard apoya la espalda en la pared, respirando con dificultad. Sus ojos recorren la penumbra del vagón.

—Bienvenida a bordo.

Rebecca levanta la vista. El tren huele a óxido y muerte.

El interior del tren está en penumbra. Solo algunas luces de emergencia parpadean en rojo tenue, lanzando destellos irregulares sobre los asientos vacíos y las cortinas rasgadas. El pasillo largo y estrecho se extiende delante de ellos como un corredor sin fin.

Richard revisa el cerrojo de la puerta que acaban de cerrar tras de sí. Los aullidos ya son apenas ecos lejanos. El chirrido de los rieles oxidados, sin embargo, continúa. El tren… está quieto, pero su estructura cruje como si respirara.

Rebecca se apoya contra una de las paredes acolchadas, cerrando los ojos un instante. Está agotada. Lleva aún rastros secos de sangre —de Kenneth, de Forest, de ella misma— en los guantes quirúrgicos rasgados. Su rostro luce más pálido bajo la luz rojiza, pero sus ojos siguen firmes.

—Parece vacío —dice Richard en voz baja, recorriendo el vagón con la mira del rifle—. Demasiado vacío.

—¿No deberíamos… oír algo? ¿Un motor, un ventilador? —pregunta Rebecca, aún sin moverse.

—Sí. Pero está muerto.

Richard se aproxima al panel de control lateral. Luces apagadas. No hay energía, no hay respuesta. Al fondo, una puerta metálica permanece cerrada, con una cerradura electrónica que parpadea en verde.

—Está desbloqueada. —Richard asiente con la cabeza—. Vamos con cuidado.

Avanzan por el pasillo, escuchando cada crujido, cada vibración del piso metálico bajo sus botas. Las ventanas del tren están sucias, cubiertas por polvo seco y lo que parecen ser marcas de dedos… desde dentro.

Rebecca frunce el ceño.

—¿Ves eso? —señala una de las ventanas—. Son huellas… humanas. Pero hay algo más.

Se acercan. Las marcas no son solo de manos. Hay pequeños rastros viscosos, como babas densas, arrastradas por la superficie.

Richard traga saliva.

—No me gusta esto.

Cruzan la puerta metálica.

*Vagón comedor*

El comedor está decorado con cortinas de terciopelo raídas, vajilla de porcelana rota y cubiertos esparcidos por el suelo. En algunas mesas aún hay restos de comida —podrida, con moho espeso—, y un aroma fétido llena el aire como una nube invisible.

En el centro, un cadáver.

Un hombre con uniforme de maquinista, el rostro pegado a un plato con carne podrida. Parece que colapsó de frente. Pero su espalda… está cubierta por protuberancias violáceas, como si algo se gestara bajo su piel.

Rebecca se acerca lentamente, saca su estetoscopio con manos temblorosas.

—No hay pulso. Está muerto.

Richard no baja su arma.

—¿Estás segura?

—Sí… —Rebecca se endereza, respirando agitada—. Pero… hay algo mal en su espalda. Parece que va a… estallar.

Una gota cae del techo.

Plop.

Ambos levantan la mirada.

Entre los compartimientos de equipaje, pegadas a las paredes, hay decenas de formas viscosas. Negras. Pequeñas. Algunas se mueven.

—¿Eso son… sanguijuelas?

La primera cae. Luego otra. Luego decenas.

Y el cuerpo del maquinista se contrae.

Richard grita:

—¡ATRÁS!

Las sanguijuelas cubren el cadáver, que se retuerce con un crujido de huesos. Las protuberancias revientan, y algo sale de él.

La figura que emerge no es humana. Es una amalgama de carne, babas y ojos vacíos. Se yergue con forma humanoide, pero su piel no es piel: es un enjambre de sanguijuelas, apretadas, vivas, chirriantes.

Rebecca grita, retrocediendo con el rostro cubierto por el horror.

Richard dispara.

—¡CORRE! ¡CORRE, AHORA!

*Vagón de lujo, primera clase*

—todos murieron por esto. Por este infierno… y ni siquiera sabemos por qué….

Richard se agacha frente a ella. Le toma los brazos.

—Lo sabremos. Lo juro.

Ella lo mira, los ojos inundados, pero sin lágrimas.

—¿Y si no salimos?

—Entonces haremos que valga la pena.

En el exterior, el tren vuelve a crujir.

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