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Chapter 7 - Capitulo 7:Encuentros del Pasado

Capitulo 07:Encuentros del Pasado

Daiki sonrió apenas. Su voz, grave y con un eco que parecía surgir de algún abismo lejano, pronunció lentamente: —Kahos... Kahos... Kahos... Cuánto tiempo sin verte, viejo amigo. ¿Recuerdas cuando dijiste que mejorarías el sello? Uno que pudiera encerrarme por más tiempo... Jeje... Quiero verlo.

Esbozó una sonrisa burlona, y de sus ojos brotó una lágrima, no de tristeza, sino de una felicidad retorcida. Giró la cabeza apenas, observando a Kiku y a Viktor, que ahora estaban juntos. —Cuando acabe con Kahos... —dijo con voz fría— ustedes serán los siguientes.

Kiku, sosteniendo a un Viktor inconsciente entre sus brazos, palideció.

—¿Otro demonio...? —susurró, incapaz de apartar la vista—. No... esto es algo peor.

A pocos metros, Kahos, destrozado, con la piel calcinada y un brazo arrancado, clavó la mirada en Daiki con horror. Apenas respiraba, pero aun así murmuró entre dientes:

—...Jigoku no Saisei...

De inmediato, carne y hueso comenzaron a recomponerse grotescamente. El brazo perdido renació en cuestión de segundos, con un sonido húmedo y crujiente que heló la sangre de los presentes.

Kiku tragó saliva con dificultad.

—Se regenera... incluso después de eso...

Kahos alzó ambas manos temblorosas frente a su rostro, formando un triángulo con los pulgares y anulares. El aire se densificó, cargado de un frío antinatural.

—Ankoku Maisō... —entonó con solemnidad, como un réquiem—. ¡Sepultura Oscura!

El suelo bajo Daiki se tornó negro, devorado por energía maldita. Tentáculos oscuros emergieron, enroscándose en sus piernas y hundiéndolo hasta las rodillas. Un círculo de aura negra giraba con violencia, liberando un viento helado que sofocaba hasta el alma.

Kahos rugió con furia:

—¡Muere! ¡Dagas Malditas!

De la oscuridad brotaron decenas de cuchillas negras, dentadas y afiladas, cada una impregnada con una maldición letal. Se lanzaron contra Daiki, apuntando a cada articulación, a cada punto vital, buscando destrozarlo sin piedad.

El impacto fue brutal. El cuerpo de Daiki se inclinó hacia adelante, su cabeza baja, inmóvil... como si la pelea hubiese terminado antes siquiera de comenzar.

Kahos jadeó. Dio un salto que retumbó en el suelo y alzó el vuelo, alejándose a toda prisa, como si huyera de algo mucho peor que la muerte.

Pero entonces, Kiku lo vio. Y lo que observó la hizo estremecerse hasta los huesos.

Las cuchillas que habían atravesado el cuerpo de Daiki... desaparecían dentro de él, absorbidas como humo. Ni una sola herida quedaba en su piel. Al contrario: parecía alimentarse de la maldición, disfrutando cada fragmento de dolor que debería haberlo destruido.

Kiku no pudo evitar soltar un susurro entrecortado:

—Ese demonio... está huyendo... Kahos... ¡le teme!

Y en efecto, el rostro de Kahos al alejarse estaba deformado por un terror absoluto, el miedo más puro que Kiku había visto jamás.

Daiki levantó lentamente la cabeza. Su ojo izquierdo se entreabrió apenas, brillando con un fulgor antinatural, y lo fijó en Kiku y en el Viktor inconsciente que ella sostenía. Inclinó la cabeza hacia arriba como un niño travieso que acaba de encontrar un nuevo juego.

—Bien... —dijo con voz grave, resonando como un eco interminable— comencemos... con lo divertido.

Los tentáculos etéreos que lo aprisionaban se desgarraron como papel, quebrando las cadenas malditas de Kahos. Daiki se levantó con calma, se sacudió la pierna como si limpiara polvo y frotó el filo de la espada contra su ropa, quitándose la suciedad.

De pronto, gritó hacia la dirección de Kiku y Viktor con una voz atronadora:

—¡Cuánto tiempo sin ver humanos mínimamente fuertes!

Kiku apretó los dientes. Sujetaba a Viktor con su brazo izquierdo, protegiéndolo, mientras con el derecho adoptaba una postura de ataque, dispuesta a defenderse aunque supiera que no tenía ninguna oportunidad.

Entonces, una presencia se deslizó demasiado cerca. Una voz resonó al oído de ambos:

—Por favor, humanos... ¿pueden quedarse aquí... hasta que vuelva?

Kiku se estremeció. Había alguien entre ellos. Parpadeó y, con el corazón a punto de salirsele del pecho, descubrió que Daiki estaba en medio de ambos. Como si siempre hubiese estado ahí.

Con un movimiento suave mueve sus brazos levemente hacia arriba y bajo, Entre medio de Kiku y a Viktor, como si quisiera despreocupar a ambos.

—Gracias por entender —dijo con cortesía.

Kiku alzó la mirada. Sus ojos se encontraron directamente con los de Daiki. En ellos no vio la chispa de crueldad sádica que ardía en Kahos... lo que halló fue algo mucho peor: un vacío extremo, una oscuridad sin fin, como mirar dentro de un abismo que no devuelve reflejo alguno.

De pronto, Daiki se deslizó como una neblina oscura, colocándose frente a Kiku y Viktor. Levantó su mano izquierda hasta la altura de su cabeza y cerró el puño, dejando extendidos únicamente el índice y el medio, en un gesto ambiguo... casi como si se despidiera de ellos.

Apoyó su pierna derecha con suavidad y comenzó a caer, despacio, hacia el suelo. Y justo antes de tocarlo, su cuerpo cambió: su forma se deshizo en una bruma negra que se dispersó en el aire, viajando veloz en dirección a donde Kahos había huido.

Kiku quedó paralizada. El sudor frío recorrió su espalda mientras trataba de entender lo que había presenciado.

—¿Un demonio... bueno? —susurró, incrédula—. ¿De verdad existe un demonio así en este mundo...? No... me niego a creerlo...

Apretó los dientes con impotencia. Porque si Daiki hubiera sido como Reik o Kahos, nosostros dos ya estarían muertos.

Kahos repasaba el instante en su mente, incrédulo.

Había tenido la oportunidad perfecta para que lo maten... pero Daiki no hizo nada.

—Jajaja... —rió entrecortado, con un deje de alivio y nerviosismo—. Si no hubiera pensado en escapar y me hubiese atacado de frente... estaría muerto ahora mismo.

Las palabras resonaron en su interior como un eco procupacion.

Y entonces, una voz grave, tan cercana que le heló la sangre, le habló directamente:

—¿Me tienes tanto miedo, Kahos...? Qué decepción. Pensé que todavía podías ser mi amigo.

Los ojos de Kahos se abrieron de par en par. Sus músculos se congelaron al instante, incapaces de reaccionar. Giró lentamente la cabeza hacia un lado... y allí estaba Daiki, caminando a su lado como si nada, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y una postura relajada, casi despreocupada.

El corazón de Kahos dio un vuelco. Sin pensarlo, aumentó su velocidad de escape. Cada paso era más rápido que el anterior, desesperado, como un animal acorralado huyendo de un depredador invisible.

Daiki lo observaba con una expresión serena, hasta que su rostro se torció en una mueca de decepción.

—Cómo odio este juego del gato y el ratón... —susurró con voz baja, mientras sus ojos brillaban con un fulgor enfermizo. Y luego, sonrió, mostrando una felicidad retorcida—. Ah, ¿a quién engaño? En el fondo... me encanta.

Con un mínimo esfuerzo, Daiki aceleró de golpe y en un parpadeo apareció frente a Kahos, adelantándolo con una facilidad insultante.

Levantó la pierna derecha con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Kahos, al alzar la vista, abrió los ojos desmesuradamente. Su mandíbula tembló y la boca se le entreabrió, incapaz de ocultar su shock ante la velocidad inhumana que acababa de presenciar.

—E-esto... es imposible... —susurró, paralizado.

Daiki inclinó la cabeza levemente hacia un lado y, con una sonrisa sombría, murmuró:

—Esto va a doler.

Un instante después, la pierna descendió como un martillo divino. El impacto contra el cráneo de Kahos fue brutal, y el aire se sacudió con un estruendo seco.

El cuerpo de Kahos fue lanzado en dirección al suelo, y al chocar, levantó un cráter y haciendo un agujero gigantesco. La onda expansiva retumbó por toda la zona, y el eco del golpe resonó segundos después, como si el mundo mismo tardara en reaccionar a la violencia del ataque.

Entre el polvo y los escombros, Kahos yacía incrustado en la tierra, su cuerpo inmóvil, reducido a un despojo por la fuerza abrumadora de Daiki.

Daiki descendió lentamente, flotando sobre el cráter, y miró hacia abajo con una sonrisa .

—¡Vamos, Kahos! —rugió con voz atronadora—. ¿Sigues vivo ahí dentro?

Del agujero emergió un grito desgarrador, cargado de rabia y desesperación:

—¡¡Ráfaga Maldita por Cien!!

En un instante, el cráter se iluminó con un resplandor oscuro y ominoso. De las profundidades brotó una oleada descomunal de energía maldita comprimida en ráfagas consecutivas que se entrelazaban como un torrente imparable, ascendiendo directo hacia Daiki.

Él, sin apartar la mirada y sin perder la calma, levantó una sola mano con indiferencia. Una chispa negra brilló en su palma, transformándose en un rayo compacto de energía abismal.

—Que Divertido...

Con un movimiento brusco, lanzó el rayo hacia la tormenta de dagas oscuras.

El choque fue inmediato. El cielo tembló con el impacto de ambas energías, y el mundo pareció contener la respiración. Una colisión brutal estalló en un resplandor cegador, seguida de una onda expansiva que sacudió todo a su alrededor como si se tratara de una bomba

Kahos salió del agujero, aplaudiendo lentamente, como si todo el miedo que lo había paralizado se hubiera desvanecido por completo. Su voz resonó, confiada y burlona:

—No esperaba menos del ex Rey Demonio, Daiki.

Daiki, al escuchar solo las palabras "Rey Demonio", perdió la compostura por un instante. Su mirada se tornó feroz y avanzó para golpearlo sin pensarlo.

Kahos reaccionó al instante, bloqueando el ataque con rapidez y, con un movimiento calculado, conectó un golpe directo al rostro de Daiki, marcando el primer contacto físico de la pelea.

Daiki cayó al suelo, tambaleándose, mientras sus ojos se fijaban en Kahos, que ahora lo miraba con una mezcla de diversión y sed de venganza tras escuchar sus palabras.

—¿Qué pasa, Daiki? —rió Kahos, su voz cargada de burla—. ¿Se hirió tu dolio?

El ambiente se cargó de tensión. Por primera vez, la pelea ya no era solo poder contra poder; era un enfrentamiento de voluntades, orgullo y desafío. 

Daiki se cubrió el rostro con una mano y estalló en una carcajada alta, resonante, que vibró en el aire como un trueno oscuro. Su risa sonaba divertida, como si disfrutara de un espectáculo privado, pero al mismo tiempo tenía una seriedad que helaba la sangre.

—¡Jajajaja! Otra excusa para matarte —gritó entre risas—. Me ha dolido lo que dijiste... no sólo quiero ver cuánto tiempo...

Los tentáculos de su espalda se soltaron de su cuerpo como serpientes vivientes y descendieron con lentitud calculada hasta tocar la tierra. En el punto de contacto, la realidad pareció plegarse sobre sí misma y se condensó una esfera de pura energía oscura: densa, perfecta, un hueco de nada que devoraba la luz.

Kahos, con los ojos encendidos por la furia, alzó el brazo derecho y concentró su poder en un único disparo. La ráfaga de oscuridad comprimida se lanzó con violencia contra la esfera. El impacto desató una llamarada infernal; fuego brotó y rugió, tiñendo el aire de rojinegro mientras explotaba en un estruendo que sacudió el suelo.

En paralelo, Daiki se sentó en el suelo, preocupado y concentrado. Su postura era meditativa: el brazo derecho apoyado sobre la pierna, la mano izquierda cubriendo parcialmente su rostro, mientras un extraño murmullo escapaba de sus labios:

—Ba.... —juntando las dos manos, la derecha abajo y la izquierda arriba— kka... —y terminó el sonido con un "ku", pronunciándolo todo junto: —Bakkaku.

El aire alrededor vibró levemente con el poder que emanaba de la esfera, como si la energía misma respondiera al nombre de la técnica. La tensión se volvió casi tangible; incluso la luz parecía inclinarse hacia esa concentración oscura, anticipando lo que estaba a punto de ocurrir.

Los ojos de Kahos se abrieron con incredulidad al ver la magnitud del fenómeno: la esfera permanecía intacta, creciendo lentamente mientras Daiki permanecía tranquilo, observando pacientemente como los tentáculos regresaban a su espalda, como si todo el caos fuera parte de un plan meticulosamente calculado.

Daiki no se inmutó. Permaneció sentado, como en meditación, con el brazo derecho apoyado en su mano izquierda. Ante él se erigió un domo casi invisible, una barrera transparente que lo separaba de la furia ígnea. Desde ese refugio miró la conflagración con fría curiosidad, esperando a que el espectáculo llegara a su fin.

Cuando las llamas por fin se apagaron y el humo se disipó, la esfera de oscuridad se deshizo en volutas y se evaporó. Los tentáculos regresaron, silenciosos, acoplándose de nuevo a la espalda de Daiki como si nunca se hubieran movido.

Entre la bruma apareció Kahos: maltrecho, la piel abierta por quemaduras y cortes, respirando con el pecho hecho trizas. Aun así, sus ojos no cedían; ardían con un furor que no conocía derrota, el impulso de seguir luchando, de medir fuerzas hasta el final.

Daiki abrió apenas un párpado y cerró la frase que antes había dejado a medias:

—...No sólo quiero ver cuánto tiempo duras. Quiero ver la capacidad de los Reyes Demonio... los que me quitaron todo lo que alguna vez tuve.

El silencio posterior fue denso, cargado de intenciones encontradas. No era sólo un combate físico: era un ajuste de cuentas, un choque de memorias y voluntades.

A apenas unas calles, donde el polvo aún flotaba por la explosión, el pánico se mezclaba con la huida. Gentes corrían enloquecidas, familias tirando de manos, gritos que se perdían con la distancia. Y entre ese caos, surgió una figura que rompía la lógica del desastre: un anciano. Caminaba sin prisa en dirección a la pelea, sosteniendo una bolsa de compras. Murmuraba para sí, contado los ingredientes con una calma absurda.

—Zanahoria... daikon... cebollín... calabaza... wakame... algas... el condimento —repitió, dejando escapar una pequeña baba que recordó su emoción por la cena, pero enseguida recompuso la compostura y alisó la solapa de su ropa con la mano libre.

Llevaba un bastón que le ayudaba a caminar, ropa blanca sencilla con una camiseta blanca y una corbata roja en el cuello y una camiseta negra; parecía un hombre con todo el tiempo del mundo. Mientras avanzaba sin apresurarse, un pedazo enorme del pavimento, desgajado por la explosión, rodó en caída libre hacia un niño que huía con su familia. El niño, aterrorizado, cerró los ojos y aceptó su destino.

El anciano lo vio. Por un segundo el instinto del cocinero se mezcló con algo inesperado: una calma profunda y una certeza repentina. Sin ningún gesto teatral, sin dejar de sostener la bolsa, se desplazó con una velocidad imposible para su figura encorvada. Su ropa blanca ondeó apenas; sus movimientos, medidos y serenos, parecieron tener todo el espacio del mundo.

Se colocó frente al niño en un parpadeo. Alguien diría que fue la bendición de un milagro: el anciano alzó un solo dedo, señaló hacia la roca y, con una presión mínima, la roca se resquebrajó hasta convertirse en polvo que se esparció en el aire. Polvo y escombros cayeron mansamente al suelo; el niño abrió los ojos, temblando, y abrazó a su madre.

El anciano sin prisa recolocó el bastón, limpió con el dorso de la mano la baba que se le había escapado y sonrió con ternura. Continuó su camino hacia la tienda cercana como si nada extraordinario hubiese ocurrido, tarareando algo sobre el miso-shiru que iba a preparar. No percibió—o no le dio importancia—la naturaleza demoníaca del combate que se desarrollaba más adelante; su misión era clara y simple: conseguir los ingredientes para su sopa favorita.

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