Capítulo 13:
El sol ya se encontraba alto en el cielo cuando los adolescentes, acompañados por Félix y Adrián, rompieron la densa vegetación que los había ocultado toda la mañana. Detrás de ellos, las ramas crujían y los trinos se apagaban ante un rugido grave y gutural que no podía pertenecer a ningún herbívoro.
—¡Ahí está otra vez! ¡Corran! —gritó Tomás, alzando la voz por encima del caos.
El Ceratosaurus emergió de entre la maleza con sus ojos inyectados en sangre, el cuerpo cubierto de rasguños, pero aún tan ágil como un depredador desesperado. Su enorme cuerno nasal brillaba bajo la luz del sol, y su mandíbula babeaba mientras detectaba de nuevo a su presa.
Sin tiempo para pensar, los siete sobrevivientes corrieron cuesta abajo, empujados por el miedo, atravesando ramas, raíces y piedras. Al fondo, un espacio abierto comenzaba a revelarse. El denso follaje se abría a una pradera interminable, bañada por la luz y salpicada de árboles altos como torres solitarias.
—¡Una pradera! —exclamó Kiara sin dejar de correr.
—¡Ahí no puede seguirnos tan fácil! —añadió Félix, aunque el tono de su voz no sonaba tan convencido.
La manada se adentró en el campo, y de inmediato notaron que no estaban solos. A lo lejos, sombras colosales se desplazaban con calma. Gigantescos cuerpos herbívoros pastaban entre las hierbas, levantando nubes de polvo al mover sus pesadas patas. Eran Torosaurus, Styracosaurus, Iguanodones, incluso un colosal Argentinosaurus que se erguía como una montaña viva.
—No lo puedo creer —murmuró Leo, sin detener su carrera—. ¡Una manada entera!
El rugido del Ceratosaurus volvió a escucharse, más cercano. Los chicos, sin pensarlo, se internaron entre los herbívoros.
—¡Es nuestra única oportunidad! ¡Tal vez se asuste o ellos lo detengan! —gritó Maya.
El grupo se dividió por instinto para no estorbarse mientras atravesaban entre las patas de Iguanodones que apenas se inmutaban por la carrera de los humanos. Pero el Ceratosaurus no era tan discreto. De un salto, rompió el límite de la pradera y arremetió tras ellos, ignorando el peligro de acercarse a criaturas tan grandes.
Y entonces, un bramido profundo sacudió la tierra.
Desde un pequeño claro entre la hierba alta, emergió un Triceratops adulto, un macho de gran tamaño, con cicatrices en su cuello y cuernos afilados como lanzas. La criatura giró lentamente su corpulento cuerpo, y sus ojos se posaron sobre el Ceratosaurus.
El depredador lo ignoró al principio. Su mirada estaba fija en Tomás, que tropezaba entre las sombras de un Parasaurolophus. Pero apenas el Ceratosaurus pasó cerca del Triceratops, este bajó la cabeza con una exhalación ronca. Su cuerpo tensó los músculos, sus patas cavaron la tierra con fuerza, y con un poderoso bufido, embistió.
El impacto fue brutal.
El Triceratops cargó con toda su fuerza contra el costado del Ceratosaurus. El cuerno derecho perforó la piel del depredador a la altura del abdomen y lo lanzó hacia el aire. El Ceratosaurus chilló de dolor, cayendo varios metros más allá, sobre unas rocas. Intentó levantarse, herido, pero el Triceratops no se detuvo.
Los chicos observaban desde la seguridad entre los Iguanodones, con el corazón latiendo con fuerza.
—No... no puede contra él —susurró Dario.
El Triceratops rugió una vez más y embistió por segunda vez. Esta vez, su cuerno atravesó el cuello del Ceratosaurus, clavándolo al suelo. El crujido de huesos resonó por la pradera. La bestia carnívora dio su último aliento en medio de un espasmo seco. Su cuerpo quedó inerte, manchado de sangre y polvo.
El silencio fue absoluto por unos segundos. Solo se escuchaban las pisadas lentas del Triceratops alejándose y los resoplidos nerviosos de los demás herbívoros.
—Nos salvó... —dijo Félix, incrédulo.
—Y todo por proteger a los suyos —añadió Leo, observando cómo el Triceratops se reunía con tres crías que pastaban cerca.
El grupo, aún tembloroso, comenzó a caminar lentamente en dirección opuesta, sin atreverse a correr. Sabían que en la isla, cada paso podía ser el último, y que un depredador menos no significaba estar a salvo.