La oscuridad comenzaba a disiparse en la cueva, arrastrada por una débil línea de luz que se colaba entre las grietas del techo rocoso. La noche había sido larga, insomne, cargada de un silencio demasiado pesado. Nadie quería romperlo. Nadie podía. La imagen de Marta, arrastrada y devorada por el Ceratosaurus, flotaba en la mente de todos como una pesadilla que no acababa con el amanecer.
Kiara, con la espalda apoyada en una roca, mantenía los ojos abiertos aunque su mirada estaba vacía. Tomás dormía encogido, pero su respiración temblorosa delataba su ansiedad. Maya, junto a Leo, se abrazaba a sí misma, temblando. Darío se mantenía en silencio, observando la entrada como si esperara que el monstruo regresara en cualquier momento. Y los adultos, Adrián y Félix, parecían tan agotados como los adolescentes. Nadie hablaba. Todos escuchaban.
Félix fue el primero en romper el mutismo:
—No podemos quedarnos aquí. Ese bicho podría volver...
—O haber traído a otros —agregó Adrián, con voz ronca.
Leo asintió. —Tenemos que buscar un lugar más seguro. Más lejos del bosque.
Darío se incorporó con dificultad. —Y comida. Agua. Algo que nos permita aguantar unos días más.
Sin mucha discusión, recogieron lo poco que tenían. El cuerpo de Marta había quedado atrás, entre la vegetación, en la oscuridad. No podían enterrarla. Ni siquiera sabían cómo volver a ese lugar exacto. Pero todos la recordaban. Y a todos les pesaba.
Salieron de la cueva al amanecer. La humedad del suelo impregnaba sus pasos, y la bruma flotaba a baja altura como un velo fantasmal. El bosque los recibió con el crujido de ramas secas y el susurro del viento entre las hojas. No había cantos de aves. No había insectos. Solo una calma antinatural que helaba la sangre.
Avanzaron en fila, con Félix al frente y Darío cerrando la marcha. El terreno era irregular, cubierto de raíces y fango. A cada paso, Leo observaba el entorno con los dientes apretados, esperando ver otra vez aquellos ojos amarillos entre la maleza.
Una hora después, cuando el sol comenzaba a filtrarse más firme por entre los árboles, Maya se detuvo.
—¿Lo escucharon?
Todos se quedaron quietos.
Un crujido. Luego otro. Ramas partiéndose. Hojas agitadas. Pesadas.
—No estamos solos —susurró Tomás.
El rugido fue seco, cortante, gutural. Desde la espesura, el Ceratosaurus emergió con los ojos inyectados de hambre y furia. Era el mismo. Tenía una mancha de sangre seca en el hocico y una herida superficial en el costado. Al verlos, rugió con fuerza y comenzó a correr.
—¡CORRAN!
El grito de Adrián no hizo falta. Ya todos habían comenzado a correr por instinto. La criatura los persiguió, saltando entre troncos, arrancando ramas con su cuerpo alargado. No era tan rápido como un raptor, pero su fuerza y tamaño lo hacían aterrador. Cada pisada suya sacudía el suelo.
Leo tropezó con una raíz pero Félix lo sujetó del brazo y lo arrastró consigo. Kiara y Maya corrían tomadas de la mano. Tomás gritaba sin mirar atrás. Darío jadeaba, empapado en sudor.
La vegetación comenzó a abrirse. El bosque terminaba.
—¡Allá! ¡Una salida!
Emergieron de pronto en una pradera inmensa, tan vasta que el cielo parecía abrazarla. El sol los encegueció unos segundos, pero no se detuvieron. Corrieron colina abajo, hacia la planicie cubierta de hierba alta.
Detrás, el Ceratosaurus rugió una vez más y los siguió sin detenerse. Su instinto cazador era más fuerte que su juicio.
A lo lejos, comenzaban a distinguir figuras gigantescas moviéndose en la pradera...