Ficool

Chapter 3 - Capítulo 3: El primer rugido del barro

Las horas pasaban con lentitud dentro de la caverna. Koru se sentaba junto a Nyza bajo la penumbra titilante, mientras las gotas de humedad caían desde el techo como metrónomo de una espera silenciosa. Sus cuerpos, aunque mermados por el agotamiento, comenzaban a recuperarse.

Nyza limpiaba su hoja con trapos de cuero raído mientras Koru afilaba una lanza improvisada con una piedra. La calma era tensa, pero diferente a otras veces. Ya no era sólo temor; había un atisbo de propósito.

—No puedes protegerme siempre, goblin —dijo ella, sin levantar la vista.

—No intento hacerlo —respondió Koru, con voz firme—. Pero si quiero que vivas... necesito que seas fuerte.

Nyza entrecerró los ojos. —Ya lo soy. Pero aún no soy libre.

Koru no respondió. Sabía que su poder, por ahora, era limitado. Aun así, comenzaban a correr rumores de su osadía, y los más jóvenes lo observaban desde las sombras con respeto mal disimulado.

Fue entonces cuando lo vio.

Un niño goblin, recién nacido, pero con los ojos demasiado claros, lo miraba fijamente desde la entrada del pasadizo. Era distinto. No por su aspecto, sino por su calma.

—Ese niño... no debería estar aquí —murmuró Nyza.

Koru se acercó, y el pequeño no huyó. —¿Tienes nombre?

El niño negó con la cabeza.

—Lo tendrás algún día —susurró Koru, y le puso una mano sobre la frente—. No hoy, pero pronto.

En ese momento, apareció el viejo goblin tuerto, arrastrando un saco de huesos y con mirada agria.

—¡Ese niño es raro! Nació cuando el cielo se oscureció sin razón. Yo digo que trae mala suerte...

Pero Koru no lo escuchaba. Porque al mirar más allá, vio a otra joven goblin. Tenía los ojos grises, y la piel más clara que el resto. Jugaba con unas rocas cerca del agua subterránea, trazando espirales. Su concentración era antinatural para alguien de su edad.

—Veyla —dijo el tuerto, escupiendo al suelo—. Esa niña es aún peor. No llora. No se queja. Solo observa.

Koru sintió algo en su pecho. Como un eco antiguo. El eclipse pulsó en su marca.

Esa noche, soñó con la sombra otra vez. El trono de raíces, los ojos ardientes. Una silueta que no podía ver con claridad, pero que emanaba una presencia divina. No hablaba esta vez. Solo lo miraba.

La figura alzó una mano, y el suelo a sus pies se partió como barro seco. De esa grieta, emergieron otras sombras: pequeñas, difusas, como si fueran reflejos borrosos de lo que vendría. Y entre ellas... Veyla. El niño. Y otros que aún no conocía.

Koru despertó agitado, sudando a pesar del frío. Su marca ardía levemente.

—Te acercas al primer cruce. La sangre de tus iguales será tu camino. Pero también... tus aliados.

Ya sabía lo que debía hacer. No podría proteger a Nyza ni cambiar el destino de esa tribu solo. Necesitaba fuerza. No solo suya, sino de otros como él. Diferentes. Anormales. Él los llamaría.

Y empezaría con Veyla. Y con aquel niño de ojos de plata.

Durante los días siguientes, Koru comenzó a observarlos desde la distancia. Veyla tenía una mente aguda, resolvía pequeños rompecabezas con piedras y huesos, e incluso alejaba a otros goblins más grandes con solo mirarlos fijamente. En ella había algo latente, como un poder dormido.

El niño, en cambio, lo seguía a escondidas. Koru se dio cuenta, pero no lo detuvo. Lo dejaba hacerlo. En su silencio, había voluntad. En su mirada, una promesa.

Una noche, Koru llamó a Veyla.

—Quiero mostrarte algo.

Ella lo miró sin hablar y lo siguió. Caminaron hasta un claro bajo una grieta donde la luna apenas tocaba el suelo. Koru colocó una piedra, una vara afilada y una piel curtida frente a ella.

—Haz algo útil.

Veyla observó los objetos durante largos minutos. Luego, con movimientos precisos, empezó a ensamblarlos. Un lanzador de piedras rudimentario. Tosco, pero funcional.

—¿Satisfecho? —dijo ella, por primera vez con voz firme.

—Mucho —respondió Koru. Y sonrió.

El niño llegó al día siguiente. Sin decir palabra, colocó frente a Koru un insecto gigante muerto. Una ofrenda.

Koru asintió. —Bienvenido.

Y así, el barro empezó a temblar.

Mientras tanto, Nyza practicaba en los túneles. Sus movimientos eran cada vez más certeros. Comenzaba a formar estrategias en silencio. Koru le confiaba mapas mentales de la cueva, le hablaba de rutas de escape, puntos de vigilancia, fuentes de agua.

Ella, a su vez, empezó a enseñar a Veyla lo poco que sabía de lectura rúnica, cosas que había escuchado en su niñez noble. Veyla aprendía con rapidez inquietante.

—Es como si su mente ya supiera leer estos símbolos —murmuró Nyza.

Koru escuchaba, y asentía. Porque en su corazón lo sabía: ellos serían la base.

La base de su ejército.

El día que el viejo goblin intentó castigar al niño de ojos claros por "comer más de lo que le tocaba", Koru actuó. Interpuso su cuerpo, y con una vara, lo tumbó frente a todos.

—Ya no golpeas sin razón —dijo.

Los demás goblins miraron en silencio. La autoridad del viejo se quebró, aunque no completamente. Pero algo había cambiado. El miedo ya no era absoluto.

Esa noche, tres jóvenes goblins se acercaron a Koru en la oscuridad. Uno de ellos tenía las orejas rasgadas, otro llevaba una trenza hecha con pelos de rata, y el último apenas hablaba.

—Enséñanos —dijeron.

Y él aceptó.

Porque el barro... ya comenzaba a rugir.

En los días que siguieron, Koru instauró rutinas. Pequeños entrenamientos con lanzas de hueso, patrullas en los túneles exteriores y turnos de vigilancia para evitar que alimañas como la serpiente volviesen a atacar. Nyza lideraba uno de los turnos, enseñando a defenderse sin ser descubiertos. Veyla enseñaba a reconocer símbolos y marcar pasajes seguros. El niño, aún sin nombre, se volvió su sombra, observando cada paso, absorbiendo como una esponja todo lo que veía.

Los más ancianos murmuraban. Algunos con miedo. Otros, con esperanza. El caos se resquebrajaba, y en su lugar... se alzaba algo nuevo.

Un joven goblin de cuerpo delgado y mirada torva se le acercó un amanecer. —Te vi matar a la serpiente. Quiero aprender a pelear así. Para que no me coman como a mi hermano.

Koru lo miró con gravedad y le entregó una vara.

—Empieza aquí. Aprende. Luego, enseñarás.

Ese fue el nuevo pacto. Cada uno que aprendía... debía enseñar a otro. Era lento, pero estaba funcionando. Las cadenas invisibles que mantenían a los goblins arrastrándose en la miseria se comenzaban a aflojar. El barro, sí... ya rugía, pero ahora también soñaba.

Y en el centro de todo... Koru. Con su marca ardiendo en el pecho, con su lanza improvisada en la mano, y con una visión que solo él podía ver.

La era de los goblins estaba por cambiar.

Y los primeros pasos de esa era... ya resonaban como un tambor lejano, marcando el ritmo de una rebelión aún por nacer.

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