Capítulo 2: Nyza
El dolor seguía ardiendo en mi cuerpo días después de la batalla. Cada respiración era una punzada, cada intento de moverme una tortura. Pero había ganado. Y esa victoria, aunque pequeña, me había otorgado un nuevo lugar dentro del foso miserable donde sobrevivíamos.
Los demás duendes me miraban diferente. No con respeto, aún no... pero sí con una mezcla de temor y curiosidad. Nadie se atrevía a quitarme mi parte del cuerpo de la serpiente, y el viejo chillón mantenía la distancia, mascullando con rencor desde su rincón del fuego.
La marca en mi pecho palpitaba a veces, como si se burlara de mi sufrimiento... o me animara a seguir.
—"Sangra. Aprende. Sobrevive. Y renace." —las palabras seguían latiendo en mi mente como un tambor de guerra.
Me arrastraba por la cueva, apoyándome en una lanza improvisada para caminar. No dormía profundamente, y no me atrevía a salir a cazar aún. Observaba. Esperaba. Planeaba.
Y entonces, una noche, soñé con él.
La silueta de la voz. La figura detrás del eclipse.
Estaba de pie sobre un trono hecho de raíces negras y lunas rotas, cubierto por un manto de sombras. Sus ojos brillaban como carbones vivos, y su voz no era un sonido, sino una vibración en mi alma.
—"Aún no es tiempo. Pero tus pasos comienzan a resonar. El barro recordará tu nombre."
Me desperté sudando, con el pecho ardiendo y las manos temblorosas. No sabía si era un sueño o una visión. Pero lo sentí real. Tan real como el hambre, el miedo y la sangre.
Fue entonces cuando llegaron los rumores.
—¡Caravana! ¡Caravana humana! —graznó uno de los duendes mayores.
—¿Con mujeres? —preguntó otro, relamiéndose los labios.
—Dicen que muchas. Comerciantes, nobles caídos... ¡una oportunidad para capturar nuevas presas! —rió el viejo.
Esa frase me heló la sangre.
Había visto antes a las "cautivas": humanas, elfas, incluso alguna enana. Mujeres traídas por la fuerza, obligadas a vivir en condiciones crueles, despojadas de su voluntad y tratadas como recursos por la tribu. Las duendes hembras eran pocas y morían jóvenes. La desesperación por prolongar la raza había convertido a la tribu en una sombra de lo que alguna vez pudo haber sido.
Y ahora, una nueva caravana era el objetivo.
Yo sabía lo que implicaba: violencia, llanto, dominación. Pero también... posibilidades.
Me obligué a levantarme. Mi cuerpo protestó, pero mi alma ardía.
Si los goblins atacarían, yo iría también.
La noche del ataque fue como todas: rápida, violenta, sin misericordia.
Observé desde una colina, oculto entre las sombras. La caravana era pequeña: tres carromatos, un par de guardias y varias figuras encapuchadas. Una antorcha iluminaba débilmente el camino.
Los goblins se lanzaron como una marea verde. Chillidos. Flechas. Lanzas.
Los humanos no tuvieron oportunidad.
Vi cómo uno de los guardias era arrastrado vivo, otro empalado. Las mujeres gritaban. Algunas intentaban huir, otras se encogían junto al fuego.
Y entonces la vi.
Cabello negro como el abismo, ojos de un gris tormentoso, y una mirada que no reflejaba terror... sino furia. Una joven humana, no mayor que yo cuando era hombre. Vestía harapos nobles, sucia y manchada, pero no rota. No aún.
Un goblin se lanzó sobre ella, y sin dudar, la chica le hundió una daga en la garganta. Otro se le abalanzó por detrás, y ella giró con una patada que lo tiró al suelo.
Impresionante.
Pero no suficiente.
La golpearon. La sujetaron. Le quitaron la daga.
—¡Esta se resistió! ¡Más le vale comportarse! —bramó un goblin.
Ella escupió sangre a su rostro.
Y entonces interrumpí.
Me lancé desde la colina con un grito ahogado. Mi lanza impactó contra el goblin que la sujetaba. No lo maté... pero lo herí.
—¡¿Qué haces, loco?! ¡Es nuestra! —gritó otro.
—¡Ella es mía! —gruñí, con voz seca y mirada fija.
Los otros dudaron. No por respeto. Por miedo a lo que ya sabían: yo había matado a la serpiente. Y ahora, estaba reclamando.
La joven me miró confundida. Casi con asco. Pero no dijo nada.
Yo la levanté, aún atada, y la llevé conmigo de regreso a la cueva.
Así conocí a Nyza.
Los días siguientes fueron complicados.
Nyza no hablaba. Me miraba con desconfianza silenciosa, comía sólo lo necesario y dormía con la espalda contra la pared. No gritaba, no lloraba, no se quejaba. A diferencia de otras prisioneras, mantenía su espíritu firme. Y eso... me intrigaba.
Le di mi carne. Le dejé agua. Y cada noche, la observaba desde mi rincón.
Hasta que habló.
—¿Por qué no actúas como los demás? —preguntó un día, con una mezcla de rabia y desdén.
Tragué saliva. La miré a los ojos.
—Porque no soy como ellos.
—Eres un goblin. No tienes derecho a esa frase.
—Y sin embargo, aquí estás. Viva.
Ella se quedó en silencio.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté.
—Nyza. Última hija de la Casa Elbreit.
No sabía qué era eso, pero lo noté: su espalda se enderezó, su voz recuperó nobleza. Incluso en ruinas... ella era algo más.
—Yo... no tengo nombre aún —dije.
Ella me miró de reojo. Por primera vez, sin odio.
—Entonces no eres nada. Pero al menos, eres un nada que me salvó.
Las lunas pasaron. Empezamos a hablar, al principio con frases cortas, luego con relatos más largos. Ella me habló de su familia, de cómo fueron traicionados y vendidos a los goblins. De su madre muerta, de su hermana menor desaparecida.
Yo no le conté nada de mi mundo anterior. No aún.
Pero le hablé del eclipse. De la voz. De mis sueños.
—Estás mal de la cabeza —me dijo con una sonrisa apenas visible.
—Y sin embargo, tú me escuchas.
—Porque quizás estás menos roto que todos los demás.
Ese fue el principio de un vínculo extraño. Uno hecho de heridas, silencio compartido y objetivos aún no dichos. Ella no me veía como un salvador, pero tampoco como un enemigo. Algo intermedio. Algo... que podría crecer.
Y creció.
Una noche, mientras el resto dormía, un grupo de duendes intentó arrastrarla fuera de la cueva. Yo los vi.
Y los enfrenté.
Sin pensarlo, sin vacilar. Tomé una rama con punta afilada y me interpuse. Sangre verde cubrió mis manos y mis garras. Nyza estaba en shock, pero no gritó. Me miró. Largo. Y luego dijo:
—Eres distinto.
Me limité a asentir.
Y en la oscuridad, la marca de mi pecho ardió otra vez.
A partir de entonces, Nyza y yo comenzamos a entrenar en secreto.
Le conseguí un cuchillo oxidado, y nos adentrábamos en los túneles menos transitados. Yo le enseñaba lo que sabía sobre movimientos, sobre cómo moverse en la oscuridad, cómo escuchar antes de actuar. Ella, a cambio, me mostraba técnicas con la daga, formas de desviar golpes y atacar arterias.
—No creas que te debo nada —dijo un día, girando la hoja con elegancia entre los dedos—. Si quiero vivir, es por mí.
—Lo sé —respondí. Pero no me importaba. Verla fortalecerse era como ver una semilla crecer en tierra maldita.
Un día, durante uno de esos entrenamientos, una manada de ratas negras nos rodeó. No eran como las demás. Sus ojos brillaban con rabia, y sus colmillos eran anormalmente largos.
—¿Mutadas? —susurré.
Nyza asintió, tensa. —No retrocedas. Peleamos juntos.
Fue una lucha breve pero intensa. Ella cortaba con precisión. Yo golpeaba con crudeza. Al final, terminamos jadeando, cubiertos de sangre y sudor.
—No está mal —dijo ella, sonriendo por primera vez.
Y esa sonrisa... fue una pequeña luz en un mundo podrido.
No había cambiado solo por dentro. Cada día, mis sentidos se agudizaban más. Podía oler la sangre desde lejos, detectar las pisadas más leves, y hasta presentir cuando algo malo iba a ocurrir. Era como si mi cuerpo se estuviera preparando para algo... para una evolución.
La voz ya no se presentaba con palabras. Ahora era presencia. Una sombra en mi espalda. Una presión en mis sueños.
Y en una de esas noches, mientras dormíamos cerca del arroyo subterráneo, Nyza me miró y preguntó:
—¿Qué eres en realidad?
No respondí de inmediato. Luego murmuré:
—Algo que aún no tiene forma. Pero que está a punto de nacer.
Ella asintió. Como si ya lo supiera.
Y bajo la tenue luz de los cristales verdes de la cueva, vi mi reflejo en el agua: ya no era un simple goblin. Mis ojos habían cambiado. Más hondos. Más oscuros. Casi... humanos.
Mi historia apenas comenzaba.