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Chapter 1 - PRELUDIO I: EL OJO BLANCO

Joseon, Año del Dragón, La última primavera conocida

 

“No hay salvación sin destrucción.

Y no hay fin al invierno sin el grito del último rey de hielo”.

 

En un callejón oscuro, tras el muro oriental del Palacio Real, dos figuras cubiertas con mantos pesados se encontraban en la sombra quebrada de la noche. El resplandor de una linterna parpadeaba débilmente entre ellas, iluminando por momentos los bordes del rostro enjuto del Gran Consejero Yun Daechang.

—¿Estás seguro? —susurró el otro hombre encapuchado, su voz áspera como una rama seca—. Si es así, no hay forma de detener lo que viene.

El consejero asintió con los labios tensos.

—Los presagios no mienten. He visto las señales en la reina consorte, y sus puntos de punción espiritual están sellados. Todo apunta a que el nuevo portador del Ojo Blanco... nacerá esta misma noche. Y no será en los márgenes del mundo —hizo una pausa, bajando la voz aún más—. Será aquí. En la cuna de Joseon. Dentro del Palacio Real.

El desconocido apretó los dientes. No tenía sombra, pero aun así algo tembló bajo la luz oscilante.

—¿De sangre real? Esto es inesperado… Entonces los Grandes Espíritus quieren cambiar el destino de los mundos.

Yun no lo negó.

—Por eso te cité. Necesito que refuerces los sellos de la frontera y las fisuras incurables. No puedo asegurar que el invierno quiera venganza y tome el cuerpo del heredero. El Emperador, sin embargo, querrá matarlo antes de que el hielo lo consuma.

—¿Es por la memoria espiritual?

El consejero desvió la mirada hacia las murallas del Palacio, donde el eco de los gritos de una mujer atravesaba la cambiante ventisca crepuscular.

—El niño no debe saber la verdad… No todavía. Si abrimos la memoria de los anteriores portadores demasiado pronto, el nuevo ciclo podría verse perturbado por la voluntad vengativa de la novena calamidad.

El extraño no respondió. Solo se giró, perdiéndose entre las calles vacías como una sombra más de la noche.

Yun se quedó allí unos segundos, inmóvil, contemplando las estrellas cubiertas por nubes de tormenta. El aire se volvió húmedo y, el silencio quieto de la primavera, se rasgó por la luz de un relámpago.

—Que los cielos tengan compasión —susurró, antes de volver al interior del Palacio.

 

 ***

La lluvia no cesó en toda la noche. Cayó sobre los techos de teja azul, sobre los pabellones reales y los ciruelos dormidos, sobre los corredores de piedra que brillaban como cuchillas bajo el fulgor de los relámpagos. En lo más profundo del gineceo, entre lámparas encendidas y rostros tensos, una mujer gritaba.

El parto había comenzado al anochecer, pero ya era casi el alba, y aún no acababa. El viento aullaba como un animal herido en los aleros del Palacio de la Ceniza Blanca, y el cielo parecía rasgarse en dos con cada trueno. En la cámara perfumada por raíces de ginseng y sangre, la reina consorte Yun Min, joven aún, pero marcada por el miedo, apretaba las sábanas empapadas con las manos temblorosas.

—¡Está mal posicionado! —gritó la partera.

—¡Más agua caliente! ¡Traigan más lámparas! —ordenó otra.

Pero nada calmaba aquel vientre que parecía desgarrarse como si fuera a parir no un hijo, sino un dragón.

Y entonces, en medio del caos, llegó.

Un sollozo agudo, seco, como el chillido de una garza en la niebla.

La reina consorte alzó la cabeza, exánime, con los cabellos pegados al rostro. El mundo enmudeció.

—Un varón —anunció una de las parteras, pero su voz era tensa, arrugada por el espanto.

Todas callaron.

El niño era hermoso, de piel clara y labios como flor de azalea. Pero cuando lo levantaron a la luz de la lámpara, el silencio se volvió total. Uno de sus ojos —el izquierdo— era completamente blanco. No lechoso ni enfermo. Blanco. Como si contuviera en su centro la nevada primera de un invierno que jamás se derretiría.

—¡No, el príncipe...! —susurró una sirvienta, cayendo de rodillas—. Es un mal augurio de los Grandes Espíritus.

La reina, a pesar de lo que dijeran, lo tomó en brazos, con el cuerpo aún temblorosos, y lo acunó contra su pecho. El niño dejó de llorar al instante. Abrió ambos ojos y miró a su madre por primera vez.

Ella sintió cómo algo en su alma se rompía. No de miedo, sino de amor. Un amor feroz, lleno de una angustia primitiva, como si ya supiera que ese hijo suyo, perfecto e imperfecto, sería temido por el mundo.

Las puertas se abrieron de golpe. Entró su padre: el Gran Consejero Yun Daechang, con su barba húmeda por el aguacero y la cara pálida como el mármol. Se acercó bajo la atenta mirada de las parteras y las sirvientas. Primero vio a su hija y ella se mordió los labios; y luego, sus ojos se clavaron en el príncipe heredero.

La habitación quedó en suspenso.

Daechang, en un gesto que heló a las sirvientas, se arrodilló ante el niño. Sus manos no temblaron al unirse en una reverencia que pareció una promesa. Su frente perlada tocó el suelo pulido y su voz no se quebró cuando habló.

—El Ojo Blanco ha despertado… —murmuró casi como una revelación— El ciclo de la luna comienza otra vez.

Las parteras se miraron unas a otras, sin comprender. Nadie en la sala supo qué significaban aquellas palabras. Nadie, salvo él. Yun Min, en cambio, se aferró más al niño entre sus brazos.

—Es un niño, padre. Mi hijo. ¡El príncipe heredero! —replicó.

—Él es la sombra de la luna, un heredero de los Grandes Espíritus —anunció el Gran Consejero cuando se levantó y se acercó otro poco hacia la reina consorte—. Tendrás que ser fuerte, hija. Su destino ya fue escrito en las estrellas.

—No es una sombra, abeoji —susurró la reina, cubriéndolo con su cuerpo como una loba—. Es solo un niño. Uno hermoso. Perfecto.

El Gran Consejero Real se volvió hacia el monarca, que acababa de llegar en compañía de su eunuco.

El rey Yi Gyeong, también joven, pero maltratado por las guerras y las traiciones, no se atrevió a mirar a su hijo por más de un segundo. Algo en ese ojo blanco lo hizo retroceder. No era miedo a la deformidad, sino a lo desconocido. A lo que no podía controlarse. Aun así, el monarca no lo rechazó. Era su primogénito. El futuro rey.

—El niño… heredero de Joseon, deberá llevar un parche por el resto de vida. Desde hoy diremos que nació ciego de ese ojo.

La reina consorte levantó la cabeza con lentitud. El niño se movía contra su pecho, pequeño, frágil, silencioso.

—¿Y su nombre?

—Yi Hwan —dijo el rey con voz temblorosa—. El que resplandece.

Un parche de seda blanco fue cosido en secreto por la nodriza más fiel. Las parteras hicieron juramento de silencio. En los registros reales se anotó: “salud robusta, leve ceguera en el ojo izquierdo al nacer.”

Pero la verdad latía, intacta, en el regazo de su madre.

Aquella noche, cuando todos se habían retirado y solo quedaban los ecos de la tormenta, la reina sostuvo al niño entre sus brazos, bajo la escasa luz de una lámpara.

Él la miraba con su único ojo descubierto. El otro —blanco como la luna en la nieve— se ocultaba tras la seda como un escudo.

—Te juro que no dejaré que el mundo te rompa —susurró ella, rozando su frente con la suya—. Te convertiré en un rey que traiga luz al mundo. Paz. Armonía. Aunque tenga que desafiar a los Grandes Espíritus, nadie te hará daño.

El niño no respondió. Solo respiró hondo, como si ya lo supiera.

La luna esa noche era del color del hueso. Hinchada, demasiado grande y refulgente.

Así nació Yi Hwan, el príncipe con un ojo sellado por el hielo, cubierto no por ceguera. Si no por temor a lo que ello pudiera significar.

Y junto a él, llegó el invierno. Uno eterno.

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