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Chapter 3 - PRÓLOGO: EL RUGIDO DEL OLVIDO

Baekjoseon, Año de la Serpiente, Quinto invierno

 

“La calidez del sol partió sin despedirse.

El tiempo se detuvo en el crujido del hielo.

Y el mundo, tal como lo conocían, se convirtió en una tumba pálida.”

 

Cinco inviernos han pasado desde que nació el príncipe heredero.

Cinco inviernos sin deshielo, sin tregua, sin sol.

Cinco años de nieve sin pausa, de días que no eran días, sino espejismos pálidos bajo un cielo ceniciento. Y la gente del reino, al borde de la locura, ya hablaba de un príncipe que encarnaba una calamidad. Palabra que provenía del imperio. De los exorcistas que cruzaban la frontera.

Las campanas de los templos dejaron de sonar. Los eruditos dejaron de dar respuestas. Los monjes bajaban la mirada. Y el pueblo, poco a poco, comenzó a escribir su propia religión: una donde el sacrificio del niño ciego trazaría el regreso del sol.

Las aves migratorias no regresaron.

Las flores se convirtieron en capullos de cristal que clamaban por el fuego —si es que alguien aún tenía fuego.

En el sur, allí donde el sol había sido soberano, los campos se petrificaron en una mueca blanca. Los aldeanos cavaban pozos para encontrar vetas de agua bajo la nieve petrificada. Madres cubrían a sus hijos con harapos y rezaban a los Grandes Espíritus que ya no contestaban. El hambre era un demonio silencioso. Dormía entre las camas y se levantaba con los gallos.

Los arrozales murieron en su raíz, trayendo consigo a traficantes de Ming que comerciaban sus cosechas con despiadada avaricia.

Las aldeas se vaciaron.

Las mujeres enterraron hijos envueltos en mantas congeladas. Y los perros empezaron a devorar cadáveres en las esquinas. En Seohan, la capital, las paredes del Palacio de la Ceniza Blanca eran las únicas que aún resistían. Pero incluso la madera tiembla cuando el pueblo ruge.

El pueblo ya no rezaba. Maldijo.

Maldijo al cielo, a los ministros, a los generales... y al niño: El príncipe de hielo. El que nació en medio de una tormenta que cubrió hasta los cimientos de las estatuas de los Grandes Espíritus. El que no lloró al nacer. El que trajo el invierno consigo.

—¡Es por él! —gritaban las viudas, arrancándose el cabello en la plaza, apuntando hacia el Palacio Real con dedos rígidos.

—¡Maldito sea el heredero! —clamaban los ancianos, con la saliva congelada en sus barbas.

—¡Denle muerte! ¡Denle muerte y el sol volverá!

En Baekjoseon, el frío había dejado de ser una estación. Se convirtió en un castigo. El cielo, un manto de nubes grises que nunca se apartaba. El viento, un cuchillo invisible que hendía la piel hasta hacerla sangrar. La nieve caía con la lentitud de una condena perpetua, cubriendo tejados vencidos por el peso del hielo, caminos que ya no conducían a ningún lugar, cuerpos que yacían inmóviles bajo cobijas de escarcha.

El norte, en cambio, bajo la sombra de las montañas y los muros del Imperio, donde incluso antes del invierno las noches eran largas y cálidas, el pueblo aprendió a resistir. Masticaban cuero y carne seca. Quemaban tablones de sus propias casas para sobrevivir.

No lloraban. No pedían. Ellos esperaban.

Porque en las tierras del norte, influenciadas por las voces de los reformistas imperiales, se decía que no habría fin al invierno hasta que el fuego oculto bajo el hielo resucitara. Que el niño era un sello. O una llave.

Allí, en cuevas donde aún danzaban las energías espirituales, los exorcistas de Ming, enviados por el Emperador, susurraban a los fantasmas del pasado en busca de respuestas y fortaleza.

Pero en el corazón de la nación, las mujeres habían perdido la fe. Se prendían fuego frente al Palacio Real, gritando el nombre de su hijo muerto por el frío. Los enfermos caían muertos en las calles. A los ministros les lanzaban carbón ardiente contra los palaquines que los transportaban dentro del Palacio de la Ceniza Blanca, y a los soldados reales, piedras envueltas en papel de arroz donde se leía una sola palabra: traidores.

Hubo intentos de irrumpir en los muros reales. Hubo cuchillos escondidos en carretas de arroz. Una criada fue sorprendida con veneno en la manga. Y todos, todos, susurraban lo mismo al anochecer:

—Que el niño sea sacrificado a los Grandes Espíritus. Que el niño muera. Que el sol regrese.

Pero el sol no volvió. Cincos años había sido demasiado tiempo. El pueblo no podía soportarlo más. Se negaban a aceptar el invierno eterno.

Y detrás de los muros de jade pálido del Palacio de la Ceniza Blanca, la reina consorte Yun Min abrazaba a un niño dormido con manos que ya no sabían dar calor. Sus ojos, al igual que los del pueblo, estaban llenos de temor. No por el niño que sostenía… Sino por lo que él podría llegar a ser si era consumido por el odio de su nación. Porque ella sabía que pronto el descontento se extendería más allá de Baekjoseon.

El rumor del Ojo Blanco no tardaría en ser descubierto y en llegar a oídos del Emperador.

Entonces, una noche… El Gran Consejero Yun, viendo el reino al borde del colapso, decidió actuar por su cuenta. Consultó los libros sellados, los nombres olvidados, las invocaciones perdidas.

Y, sin la aprobación del rey, decidió recurrir a un Gran Espíritu.

Uno capaz de borrar. Uno capaz de silenciar.

En un crepúsculo sin luna, bajo un cielo gris y cruel, el Consejero se escabulló en el Templo de la Verdad, y allí, bajo los símbolos del Mundo Silencioso, llevó a cabo su plan para salvar al príncipe heredero y a la nación.

La sala ritual del Templo de la Verdad —un recinto subterráneo tallado en piedra de jade negro, sellado durante generaciones— se abrió solo para él. El Gran Consejero Yun, cubierto con el hanbok ceremonial de escamas blancas y bordados de fénix invertido, descendió por las escaleras húmedas con la gravedad de un hombre que caminaba hacia un abismo sin fondo. A su lado, temblando, lo seguía un joven sirviente, de apenas dieciséis inviernos, ignorante del papel que estaba a punto de cumplir.

En el centro de la sala, cinco braseros de hierro ardían con llamas azules, alimentadas por sal petrificada y ramas de pino del norte. El aire olía a sangre seca, hierro viejo y ceniza bendita. Alrededor del círculo ritual, cinco máscaras de animales sagrados —Dragón Arcoíris, Tigre Azulado, Serpiente Blanca, Tortuga de Oro y Grulla de Plata— miraban en silencio desde lo alto, como testigos del juicio que vendría.

Yun se colocó en el centro del círculo, donde el suelo era de cristal tallado con inscripciones antiguas que brillaban tenuemente al contacto de su aliento; y bajo la mirada celosa de la noche, cerró los ojos para encender su jujeong, al mismo tiempo que formaba un sello con los dedos de una mano. Luego, con voz grave, entonó las palabras sagradas del Libro de las Lunas Espirituales, cuyo canto solo podía ser entonado por alguien con suficiente cultivación espiritual:

 

“Espíritu sabio, bestia de justicia, guardián del equilibrio entre lo humano y lo divino; el bien y el mal…Despierta de tu letargo, abre tus ojos a la corrupción de los mortales.”

 

El joven sirviente intentó retroceder, pero Yun lo sujetó por el brazo. Con una calma que solo tienen los hombres que han matado antes, desenfundó la daga ceremonial: una hoja curva de obsidiana encantada, forjada con hueso de exorcista y grabada con símbolos imperiales.

—Perdóname, niño —susurró Yun, sin una pizca de temblor—. El futuro depende de esto. Yi Hwan debe reinar a cualquier costo.

La daga atravesó el pecho del sirviente en un solo movimiento. El cuerpo cayó hacia adelante, y la sangre se derramó justo en el centro del círculo de cristal, tiñendo las runas y encendiendo la piedra con una luz roja imposible. No hubo grito, solo el golpe seco del cuerpo al desplomarse.

El aire se quebró.

Una grieta se abrió en el suelo con un crujido que no pertenecía al mundo físico. El humo azul se alzó en espiral, y de él emergió la silueta del Haetae.

Era majestuoso y aterrador.

Su cuerpo era como el de un león gigante cubierto de escamas de acero; sus patas, gruesas como columnas, dejaban manchas oscuras allí donde tocaban. Tenía un solo cuerno curvo de plata en medio de la frente y ojos como brasas infernales: un equilibrio perfecto entre el fuego del juicio y el yugo del castigo. Su melena flotaba como humo blanco, emitiendo un leve murmullo que parecía hablar en lenguas olvidadas.

El Haetae olfateó el aire. Miró el cadáver aún humeante en el suelo. Luego, giró su cabeza hacia el consejero.

—¿Quién miente en esta tierra? —rugió, sin abrir la boca.

La voz surgió dentro del cráneo de Yun como una campana rota.

—El pueblo —respondió él con solemnidad—. Olvidaron su deber, su fe, su historia. Maldicen al heredero y al invierno, cuando ambos son necesarios para mantener la paz entre los mundos.

—¿Y tú qué ofreces? —tronó el Haetae, caminando hacia él. Cada pisada agrietaba el suelo—. Lo que pides es peligroso.

—Ofrezco mi alma y… sus memorias. Bórralas. Borra al sol de sus sueños. Borra la primavera de sus plegarias y el presagio de una calamidad. Haz que recuerden solo la nieve, el frío y al heredero que traerá el Sol del Amanecer.

El Haetae no respondió. Solo alzó su mirada al cielo del templo —un cielo tallado en roca— y rugió con la potencia de una tormenta feroz y destructiva.

El sonido viajó como una ola bajo tierra, ascendiendo a través del Palacio Real, cruzando campos y aldeas, bosques y costas. Al instante, como si un ráfaga de hielo les hubiera tocado el corazón, hombres y mujeres; niños y ancianos en sus casas o donde sea que hubieran estado dejaron de recordar el calor del sol. Los recién nacidos en la penumbra dejaron de llorar por lo que nunca habían sentido. Los eruditos dejaron de hablar del pasado.

Y así, con un único sacrificio y una bestia invocada, la historia fue reescrita.

Yun cayó de rodillas, temblando. No por miedo, sino por lo que sabía que acababa de hacer: encadenar a toda una nación al invierno eterno. Pero también sabía que ese era un precio mínimo con el fin de que Caos no retornase.

Y el Haetae, igual que un fantasma, desapareció entre una lluvia de ceniza negra y blanca, dejando en su lugar un rastro efímero de voz que tintineó en la brisa invernal hasta morir.

“Volveré por ti.”

 

Yun Daechang ascendía los escalones del Templo de la Verdad con los hombros hundidos por el peso de lo que había hecho. En el aire helado, el aroma de la última primavera aún flotaba como un velo entre este mundo y el otro. La criatura sagrada había cumplido su propósito: la memoria del pueblo se había deshecho como tinta en agua.

Afuera, el mundo era blanco y mudo.

Hasta que una voz lo quebró.

—Has tejido el olvido como quien cose una mortaja —dijo alguien, desde la bruma congelada del amanecer.

El consejero alzó la mirada.

Una figura encapuchada se alzaba en medio del sendero, donde los cerezos petrificados por la escarcha mantenían aún sus flores dormidas. El rostro cubierto por sombras. La túnica, de un negro que parecía absorber la luz. Una brasa temblaba bajo la manga: una hebra de fuego, apagada a medias.

—¿Quién eres? —preguntó Daechang, con voz tensa.

—No es a mí a quien debes temer —respondió la figura—. El invierno que sellaste... se va a derretir. Y cuando lo haga, no quedará refugio para ti. Ni en los salones del palacio, ni en las grietas del tiempo.

El consejero frunció el ceño. Dio un paso al frente, pero el extraño ya no estaba.

Una ráfaga de viento barrió la escarcha del suelo. Solo quedaba allí, donde antes se había posado, una sola huella humeante sobre la nieve.

Yun Daechang se quedó inmóvil. Por un instante, el frío pareció no venir del exterior, sino desde el centro de su pecho.

No puede ser él es…

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