Ficool

Capítulo II - Las Murallas del Silencio

El sol de la tarde no lograba disipar el frío que se había instalado en los huesos de Vicktor. Cada paso que daba sobre los adoquines gastados de la calle principal del Sur se sentía diferente.

Ya no eran solo piedras; eran la tapa de una tumba. Las palabras del segundo tomo que había devorado, la “Compilación traducida del códice Vértice-120”, resonaban en su cabeza con la persistencia de un eco.

Miró la imponente muralla que se perfilaba a lo lejos, una silueta negra contra el cielo anaranjado. Ya no veía solo una defensa. Veía una cicatriz.

“El Reino de Lotus no fue fundado. Fue encerrado. Sus inicios no tienen himnos, ni nombres, ni pactos reales. Se formó como una trinchera, una última exhalación colectiva antes del colapso definitivo.”

Pensó en la gente a su alrededor: el panadero con su cara enharinada, los niños que correteaban con palos de madera, el guardia que lo miraba con desinterés. ¿Sus antepasados habían estado allí? ¿Habían sido ellos quienes sellaron las puertas?

El pensamiento era incómodo, como una astilla bajo la uña. El libro era cruel en su honestidad. Un fragmento del “Cuaderno de Ceniza” se le había grabado a fuego en la memoria.

“Vi cómo echaban tierra sobre los heridos que no cabían dentro. La ciudad ya estaba sellada. Las puertas no abrían para los que sangraban.”

Vicktor apartó la mirada, con una náusea repentina. Llegó a su casa, un taller modesto de dos plantas donde el olor a metal forjado era el único aire que se respiraba.

El almuerzo transcurrió en el silencio habitual, pero hoy era diferente. El silencio ya no era paz; era una ausencia. Un vacío que le recordaba a la leyenda más aterradora del códice: el Lamento Blanco.

“Otros hablan de un sonido, un grito que vació la vida de todo ser en un radio de diez leguas. No quedaron cadáveres. Solo una bruma ceniza que persiste hasta hoy, pegada al suelo como una maldición.”

Vio a su madre servir las papas con esa sonrisa helada y ausente. Vio a su padre, Marco, comer con la cabeza gacha, escondido tras el escudo invisible de la rutina. Vio a sus hermanas devorar la comida. Y en el tenso silencio de su propia familia, Vicktor creyó entender, por primera vez, el terror de un sonido capaz de borrarlo todo. Quizás por eso en Lotus se valoraba tanto el silencio. Era un miedo heredado.

Su padre carraspeó, mirándolo de reojo.

La palabra “fe” activó otro recuerdo. La fe de Lotus no era consuelo. Era control.

“La fe no es un camino hacia la salvación. Es una cerca. Alta. Implacable. Quien la cruza sin permiso, no regresa igual. Si regresa.”

El símbolo del Vértice, el triángulo invertido con el ojo cerrado, pareció flotar ante él. Las tres columnas del dogma eran los barrotes de su mundo: El Mundo Visible es una Prueba. El Árbol que Calla, Protege. Nadie cruza el Vértice dos veces.

Terminó de comer, recogió sus cosas y subió a su habitación, sintiendo el peso de mil años de historia sobre sus hombros de doce Lunas.

Se dejó caer en la cama, exhausto. Recordó otra cosa que había leído. No una crónica, sino una leyenda popular, anotada en los márgenes del códice.

“Los Ojos de la Noche: Algunos dicen que las criaturas antiguas no murieron... solo aprendieron a fingir que eran humanas. Viven entre nosotros, y solo los niños pueden ver sus verdaderos rostros.”

Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Sacudió la cabeza, intentando alejar la idea.

Su futuro estaba en el Este, el distrito del entrenamiento, donde nacían los Vigilantes del Ocaso. Pero ahora sabía que el Este no era solo un lugar de disciplina. Era una pieza más en la gran máquina de control de Lotus. Y las murallas… las murallas eran más que piedra. El libro lo había dejado claro.

“El Sector Prohibido: ‘El Eco’. Algunos afirman que fue allí donde encerraron a los primeros ‘caídos que regresaron hablando’.”

Caídos que regresaron hablando. Como Tharn El Inquisidor, cuya caída aún resonaba. O Maese Kaelon, el constructor, que se ahorcó en su propia creación. O Ylma, la herborista, silenciada por curar con cantos, las mismas canciones que los guardias temían en las caravanas de los aldeanos.

Todo estaba conectado. Los libros no contaban historias separadas. Contaban una sola, desde mil pedazos rotos.

Vicktor se levantó y fue hacia la ventana. La ciudad se extendía ante él, una jaula de piedra y orden. El sol se hundía en el horizonte, tiñendo las nubes de un rojo violento. El Ocaso estaba llegando. Y con él, la oscuridad.

Pero la última línea que había leído, la frase final del Cuaderno de Ceniza, le reveló dónde residía la verdadera noche. No estaba fuera. No del todo.

"Las murallas protegen, sí. Pero también separan. Y a veces... lo que protegen no está afuera. Está dentro."

Y por primera vez, Vicktor no solo quiso ser un espadachín para matar monstruos. Quiso serlo para derribar muros. Y no estaba seguro de por cuál empezaría.

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