Ficool

Capitulo I.- Crónicas del mundo.

El silencio de la iglesia era distinto al silencio de la noche.

La noche estaba llena de tensión, de oídos aguzados y corazones contenidos. Aquí, en el Archivo Menor del Templo del Ocaso, el silencio era pesado, denso, cargado con el polvo de siglos y el peso de palabras olvidadas.

Vicktor contenía la respiración, aunque sabía que el Padre Simón no volvería hasta la tarde. El anciano sacerdote, con su vista cansada y su sonrisa cómplice, le permitía estas incursiones secretas. “El conocimiento no debería tener cerrojos, muchacho”, le había dicho una vez, “solo el debido respeto”.

Y Vicktor respetaba el libro que descansaba en su regazo. Era un tomo bastardo, una recopilación de textos prohibidos titulada “Extracto consolidado del Manuscrito Brumario y fragmentos rescatados del Archivo Gris”.

Su lomo estaba agrietado como la tierra seca y sus páginas olían a cera fría y a un tiempo que ya nadie se atrevía a recordar.

Sus dedos, manchados de hollín de la herrería de su padre, rozaron la primera línea.

I. El Levantamiento de lo Imposible

“No nacieron. Surgieron. Como un error del mundo que no sabía cómo terminarse.”

Fragmento oral, recogido en la aldea extinguida de Yaren.

Antes del Ocaso, el mundo era imperfecto pero comprensible. Entonces vinieron ellas: ciegas, deformes, abominables. Criaturas que no nacieron bajo ningún sol conocido. Emergieron desde lo profundo —no de una cueva ni de una grieta— sino de la memoria misma de la tierra. Como si el planeta hubiera intentado vomitar algo que nunca debió tragar.

Vicktor tragó saliva. La palabra “vomitar” le provocó un escalofrío. Miró a su alrededor, a los sólidos muros de piedra de la iglesia. Esas piedras eran su realidad. Eran la única respuesta que su mundo había encontrado para contener ese horror incomprensible.

II. El Repliegue de la Humanidad

Ante el avance de lo inexplicable, la humanidad no luchó. Se escondió. Reinos enteros se replegaron como un animal herido. Construyeron muros descomunales, sellaron puertas de hierro negro, quemaron los mapas.

Las decisiones no fueron heroicas. Fueron necesarias. Los reyes —pálidos, temblorosos— firmaron con manos temblorosas los decretos de aislamiento. Así nacieron los reinos encerrados: estados de piedra, acero y miedo.

“Miedo”, susurró Vicktor para sí mismo. La palabra sabía a herrumbre en su boca. Era el mismo miedo que sentía cada atardecer, cuando las campanas del Cierre sonaban y el silencio forzado se apoderaba de las calles del Distrito Sur. El libro no mentía. El Reino de Lotus estaba construido sobre los cimientos del pánico. Siguió leyendo.

III. Las Aldeas que la Historia Quiso Olvidar

Más allá de los muros, en la espesura del mundo quebrado, quedaron miles. Atrapados entre ruinas, sombras que se movían mal, y un cielo que ya no respondía a las plegarias. A su alrededor, surgieron los Árboles del Alba: gigantes vegetales que torcían el aire, distorsionaban el sonido, confundían a las bestias. Donde hay un Árbol, hay canto. Donde ya no hay nada, hubo uno.

Vicktor frunció el ceño. Había visto a los aldeanos. Llegaban a la ciudad en caravanas polvorientas, con la mirada lejana y la piel curtida. Los guardias los trataban con desprecio, como si trajeran consigo el hedor del mundo exterior. Nunca había entendido por qué. El libro, al parecer, tenía algunas respuestas.

IV. La Guerra de las Creencias

En Lotus, los Árboles del Alba son pilares sagrados, los restos transformados de hombres y mujeres elegidos por la divinidad. Emisarios anclados al mundo para protegerlo.

Pero fuera de los muros, la historia es distinta. Para las aldeas, los Árboles son hermanos mayores. Espíritus del bosque que despertaron por compasión. No se les reza. Se les canta. Se les agradece. Se les cuida.

Ahora lo entendía. El desprecio no era solo por sus ropas raídas o su acento extraño. Era una guerra de fe. En los sermones del Templo, los sacerdotes hablaban de los “paganos de las ramas”, de los “salvajes que aúllan a la madera”. Y el libro lo confirmaba. La muralla no solo separaba a la gente de los monstruos, sino a la gente de otra gente.

El texto se volvía más directo, como las notas de un cronista hastiado.

V. Discriminación: La Segunda Muralla

Lo que empezó como una diferencia teológica contaminó todo lo demás. Para los ciudadanos de Lotus, los aldeanos son supersticiosos. Para los aldeanos, los citadinos son cobardes. Las leyes reflejan esa distancia: las caravanas rurales son inspeccionadas con brutalidad; los comerciantes sin sello citadino pagan triple arancel.

Diario de un guardia de frontera: “Me obligan a revisar los carros de madera como si buscaran bestias. Lo que temen es otra cosa: las canciones.”

Vicktor apartó la vista del libro y miró por una de las altas ventanas de vitral. Podía ver las torres del castillo en el Distrito Norte, distantes y altivas. El libro describía su propia ciudad, su hogar, como si fuera una tierra extraña.

VI. El Reino Interno

Lotus es una contradicción contenida. El Sur, dominado por el ruido de talleres, el fuego de las forjas y los sueños mutilados. El Norte, asiento del poder, una colmena de vigilancia y temor perpetuo. El Oeste, silencioso y severo. El Este, donde cada espada levantada es una oración muda contra el miedo. En el centro, la Plaza del Eco, donde la voz oficial del reino calla a todas las demás.

Vicktor asintió. Él vivía en ese Sur de fuego y ruido. Conocía el olor del metal y los sueños rotos de los artesanos. Y anhelaba el Este, el lugar donde podría aprender a convertir su propio miedo en un arma.

Estaba llegando al final. La última página era una sola anotación, con la tinta ligeramente desvaída, firmada por una misteriosa "H".

VII. Última Anotación: La Verdad no Tiene Muro.

“El mundo se quebró. No en dos. En miles. Cada muro no divide solo tierra, sino memoria. Y de las memorias rotas, nacerán las próximas guerras.”

El eco de esas últimas palabras resonó en la mente de Vicktor con la fuerza de una campana de alarma. Las próximas guerras…

Un crujido de madera en el pasillo exterior lo sacó de su trance. ¡Alguien venía! Con el corazón en la garganta, cerró el pesado tomo con un golpe sordo y lo deslizó de vuelta a su escondite, en el hueco más oscuro de la estantería más olvidada.

Se puso de pie, sacudiéndose el polvo de los pantalones, y salió del archivo justo cuando uno de los acólitos más jóvenes doblaba la esquina. El chico lo miró con suspicacia, pero Vicktor pasó a su lado con una calma que no sentía, como si solo hubiera estado allí para rezar.

Al salir del Templo, el sol de la tarde le golpeó la cara. La vida de la ciudad bullía a su alrededor, indiferente a la historia que pesaba en las páginas que acababa de leer.

Pero para Vicktor, algo había cambiado. Ya no solo veía muros de piedra. Veía muros de miedo, de fe y de memoria.

Y se preguntó cuál de ellos sería el primero en caer.

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