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Chapter 5 - Capítulo 5: Noche de Dientes y Sombras

La noche del 12 de febrero de 1439 cayó como un manto plomizo sobre un París paralizado. Un viento cortante soplaba desde el este, trayendo consigo la promesa de más nieve y el eco lejano, pero inconfundible, de aullidos desde el Bois de Boulogne. Era el sonido de una manada en movimiento, nerviosa, hambrienta. El toque de queda se impuso con severidad inusual. Las calles se vaciaron antes de que el último resquicio de luz desapareciera. Puertas y contraventanas se cerraron con cerrojos reforzados. Hasta los perros guardaban un silencio ominoso, escondidos bajo escaleras o acurrucados en rincones oscuros, el pelo erizado.

Frente a la Porte Saint-Germain, el capitán Thibault, ahora sobrio y pálido tras ver las marcas en la madera, había apostado a cuatro hombres. "¡Solo vigilancia!", ordenó, su voz un susurro ronco. "¡Ni se os ocurra abrir! ¡Ni un centímetro!" Los guardias, veteranos curtidos en escaramuzas fronterizas pero no en esto, apretaban sus alabardas, sus ojos escudriñando la oscuridad más allá de las almenas. Solo se oía el silbido del viento y el crujido lejano del hielo en el Sena.

Fue un sonido metálico, agudo y breve, el que rompió la tensión. Un clink proveniente de abajo, de la misma base de la poterna. Como si una pieza de hierro floja hubiera cedido. Los guardias se miraron, paralizados. Luego, un chirrido prolongado, gutural, el sonido de hierro oxidado forzado más allá de su límite. El sonido que Thibault había jurado que nunca oiría. La compuerta interna de hierro, la que supuestamente sellaba la grieta incluso si la madera fallaba... estaba cediendo.

"¡Alarma! ¡ALARMA!" gritó uno de los hombres, su voz aguda por el pánico. Encendieron una antorcha y la arrojaron hacia abajo, al pie de la muralla. La luz mortecina reveló una escena de pesadilla. La losa de piedra desplazada había sido socavada aún más. La compuerta de hierro, torcida y deformada, estaba separada de su marco. Y en la oscuridad del túnel así creado, brillaban docenas de puntos de luz verde y amarilla. Ojos. Fríos. Hambrientos. Un gruñido profundo, más un rugido que un sonido animal, resonó desde las sombras. Era Courtaud.

Antes de que los guardias pudieran reaccionar, una avalancha de sombras y dientes irrumpió del agujero. Lobos enormes, pelaje erizado, babas colgando de fauces abiertas, se abalanzaron como flechas oscuras. Los primeros dos guardias fueron derribados al instante, sus gritos ahogados por gruñidos y el crujido de huesos. Thibault, tratando de desenvainar su espada, recibió el impacto de un lobo grisáceo en el pecho, cayendo por las escaleras de piedra hacia la base de la muralla. La antorcha se apagó al caer en la nieve.

La manada, liderada por la silueta colosal de Courtaud que apenas se detuvo a desgarrar a Thibault, se derramó en la callejuela adyacente al muelle. No había estrategia humana, solo un instinto depredador perfeccionado por el hambre y la audacia. Se dividieron en grupos más pequeños, sombras veloces que desaparecieron en las intrincadas callejuelas del barrio de Saint-Germain.

El terror se materializó en múltiples focos. En una casa de madera cerca del río, una familia escuchó arañazos frenéticos en la puerta antes de que esta saltara en astillas. Dos lobos entraron aullando, yendo directo a la cuna donde un bebé lloraba. La madre se interpuso con un desesperado grito, siendo derribada. En otra calle, un grupo de tres borrachos que se había retrasado fue acorralado contra una pared. Sus gritos y los gruñidos de los lobos luchando por la presa atrajeron a más bestias. En la plaza del pequeño mercado de Saint-Germain, un lobo solitario, más pequeño pero igual de feroz, arrastró a un anciano que había salido a buscar leña para su hogar moribundo.

París, la orgullosa ciudad, se convirtió en un laberinto de muerte. Los aullidos de triunfo de los lobos se mezclaban con los gritos desgarradores de las víctimas y el clamor de las campanas de alarma que finalmente sonaron, demasiado tarde, desde la Châtelet. Courtaud, sin embargo, no participó en la matanza indiscriminada. Se movía con propósito, como un general táctico. Su enorme figura gris se vislumbró cruzando la plaza principal del barrio, sus ojos escaneando las callejas más anchas que conducían hacia el corazón de la ciudad, hacia donde olía a más gente, a más miedo concentrado. Olfateaba el aire, un rugido bajo en su garganta que parecía una orden. Esta no era solo una cacería. Era una incursión. Una demostración de poder. La noche pertenecía a los lobos del Louvre, y París, dentro de sus propias murallas, saboreaba la derrota.

La sangre tiñe la nieve de París. ¿Podrá alguien detener la carnicería? Esta novela corta se adentra en su climax más oscuro. Tu apoyo en paypal.com/rrbaroni permite narrar estos momentos cruciales con la intensidad que merecen. ¡Accede a la versión extendida sin censura en Patreon!

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