Aunque el sol aún iluminaba el mundo exterior, en el Bosque Susurrante la espesa niebla y los árboles frondosos hacían parecer que la noche era eterna.
La humedad se pegaba a la piel como una segunda capa helada, y el aire olía a moho, sangre y ceniza vieja.
El crujir de las ramas y el viento silbante daban una sensación lúgubre.
A ratos, el bosque parecía respirar… como si estuviera vivo, escuchando cada grito.
En el centro del bosque, un alboroto estremecía la quietud.
El suelo estaba marcado por surcos, charcos oscuros y restos de magia: el brillo moribundo de hechizos ya extinguidos.
Una caravana luchaba por sobrevivir contra una bestia de cuatro coronas, un ser no muerto salido de sus peores pesadillas.
El lich observó al grupo: solo quedaban siete con vida; de los demás ni siquiera quedaban cadáveres que llorar.
Donde antes había compañeros, ahora solo quedaban manchas, jirones de tela y silencio… un silencio demasiado pesado para ser natural.
Luego pensó por un momento:
—Me pregunto si ese maldito mocoso ya usó el pergamino… y me dejó un regalo de despedida con la sangre de esos despreciables académicos.
Terminaré rápido con esto y volveré antes de que la sangre se seque. ¡JAJAJAJA!
Su risa macabra hizo estremecer al grupo, que temblaba, quizá por miedo o agotamiento.
La vibración de esa risa no era solo sonido: era una presión que apretaba el pecho, como si la muerte se riera dentro de sus costillas.
El único que se mantenía relativamente firme era Seron, el veterano, seguido por los tres aventureros y los tres escoltas que apenas podían mantenerse en pie.
Algunos respiraban con un silbido húmedo; otros apretaban sus armas con manos entumecidas, sintiendo la fatiga como plomo en las articulaciones.
Seron observó al grupo y dijo:
—Puedo detenerlo por un rato. Aprovechen para escapar y avisen al gremio. Si este lich llega a la ciudad… las muertes serán incontables.
El grupo lo pensó un momento y asintió.
El miedo se mezclaba con culpa: la clase de culpa que deja una marca, incluso si sobrevives.
Comenzaron a alejarse, dejando a Seron atrás.
El lich no los detuvo; solo se quedó allí, mirándolos con su rostro huesudo, pensativo.
Ni siquiera parecía apurado… y eso era lo más aterrador: la calma de quien decide si te concede un segundo más de vida por diversión.
Uno de los escoltas se detuvo y les dijo a los demás:
—Yo me quedaré con Seron. Ustedes, apresúrense.
Los demás no discutieron. Solo siguieron adelante, sin mirar atrás.
Cada paso alejándose sonaba como una renuncia; como si el bosque contara sus latidos, burlándose.
Al ver que el escolta volvía, Seron se alteró.
—¿Por qué no te fuiste?
El escolta se quitó la capucha, mostrando su rostro: era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de cabello castaño con mechones plateados. Lo miró con ojos tiernos y dijo:
—Sabes que no te dejaré aquí solo. Hemos estado juntos siempre.
Si esta será tu última batalla… también será la mía.
Sonrió.
Esa sonrisa no era ingenua: era la paz de alguien que ya tomó la decisión y no piensa retroceder.
Seron no dijo nada más. Asintió y se preparó.
Tragó saliva. Sus hombros se tensaron. Por dentro, una parte de él quería gritarle que corriera… pero sabía que no lo haría.
Y en ese instante, el peso de la derrota no cayó sobre el cuerpo… cayó sobre el corazón.
El lich sacudió la cabeza y exclamó:
—El amor puede ser tu mayor fortaleza… o tu mayor desgracia.
Me encargaré de liberar a ambos de este sufrimiento.
Luego señaló a Seron.
—Ataquen con todo lo que tengan. Recibiré cada uno de sus golpes.
La mujer escolta y Seron se miraron y asintieron al unísono.
Una luna llena brilló intensamente en el brazo de Seron.
La luz marcó las hojas, la niebla, la sangre seca del suelo; por un instante, el bosque pareció recordar lo que era un héroe.
La mujer, por su parte, tenía una luna llena en la mejilla, que brillaba aún más fuerte.
Cerró los ojos y gritó con fuerza:
—¡Refuerzo de Sacrificio!
Al instante, su cuerpo comenzó a sangrar.
No fue una herida: fue como si la vida misma se abriera paso hacia afuera, gota a gota, sin posibilidad de regreso.
Su maná se drenó por completo y cayó al suelo.
Un aura majestuosa cubrió el cuerpo de Seron… su fuerza aumentó de manera abrumadora.
Era imponente.
La presión de esa aura hizo vibrar la hierba y empujó la niebla hacia atrás, como si incluso el bosque dudara en acercarse.
El lich lo miró con cierto asombro.
—Así que una habilidad prohibida… A cambio de su vida, ella te ha dado un refuerzo casi divino.
Seron miró a la mujer pálida en el suelo, ya sin vida.
Aún tenía aquella sonrisa pícara en el rostro.
Una lágrima corrió por su mejilla.
Esa lágrima quemaba más que cualquier hechizo: no por el dolor… sino por lo que significaba.
Luego enfocó toda su atención en el lich y dejó escapar un rugido gutural.
La luna llena brillaba con una intensidad aterradora.
Tras un breve momento, Seron alzó su espadón hacia el cielo.
El espadón parecía más pesado que antes… no por el metal, sino por el destino que cargaba.
—¡Pacto del Héroe!
Su espada comenzó a absorber maná de su cuerpo, aumentando el aura que lo envolvía.
El proceso era brutal: se notaba en la rigidez de su cuello, en la forma en que su respiración se quebraba, en el temblor que intentaba ocultar.
La luz de la hoja iluminó todo el bosque.
Por primera vez, el lich mostró preocupación.
—Así que tenías esta carta… Creo que te subestimé —murmuró.
Comenzó a lanzar hechizos sobre su cuerpo huesudo.
Con cada hechizo, su miasma aumentaba.
Al final, parecía una masa viviente de oscuridad.
El aire se volvió más frío, más pesado; el olor a muerte se volvió tan fuerte que raspaba la garganta al respirar.
Abrió un pequeño vórtice en el aire y sacó una espada de hueso.
El aura de aquella arma era más siniestra que el propio lich.
—Al fin podré usarte como arma —dijo acariciándola—. Y no solo para cortar mis poemas fallidos.
Volvió a mirar a Seron.
La espada del guerrero brillaba como un faro.
Los vientos se arremolinaban a su alrededor.
Las hojas giraban en círculos, los árboles crujían, y la niebla era arrancada del suelo como si la voluntad de Seron la estuviera empujando.
—Bien, valiente héroe. Te recibiré con lo mejor de mi arsenal.
Te presento la Espada Sacrílega, hecha con los huesos de una antigua bestia demoníaca.
Ven. Ataca con todo lo que tengas.
Seron no esperó más.
Su cuerpo estaba al borde de romperse.
Cada paso era una amenaza de desgarro interno; cada latido un martillo golpeando un cuerpo que ya no debía moverse.
Cargó con la espada y lanzó su ataque.
—¡Cuchilla Esmeralda! —rugió.
Una luz verde descendió hacia el con fuerza suficiente para partirlo en dos.
La luz no solo cortaba: parecía juzgar, como si el mundo entero se negara por un instante a aceptar la existencia del lich.
El lich recibió el ataque con su espada.
Aun así, el golpe destrozó su capa y sus huesos comenzaron a crujir.
Seron mantuvo el ataque durante unas pocas respiraciones antes de caer al suelo.
Su espadón salió volando, la luz esmeralda se extinguió.
Solo quedó el lich, con la mitad de su cuerpo agrietado, a punto de colapsar.
Miró a su oponente, que aún respiraba con dificultad mientras su vida se desvanecía.
Seron intentó incorporarse, aunque fuera un poco… pero su cuerpo ya no respondía. Solo le quedaba mirar.
El lich lo apuñaló con su espada y dijo:
—Recibí tu golpe como prometí.
Ahora tu alma es mía.
Olvidé mencionar… que esta espada puede absorber el alma de quien muere por ella.
Se echó a reír siniestramente.
La risa sonaba hueca, pero la maldad era tan concreta como el hierro.
Luego lanzó un hechizo: el miasma y la energía de muerte de los alrededores se reunieron en su cuerpo, reparándolo.
La grieta se cerró como si el bosque, ofendido, le devolviera lo que le habían arrebatado.
—Por suerte hay mucha energía de muerte en este bosque.
Con esto podré restaurarme por completo —dijo, satisfecho.
El lich se acercó al carruaje. Con su túnica nueva y su cuerpo intacto, abrió los cofres del interior.
Sus cuencas brillaron aún más al ver los cristales.
Se rió sin parar durante un rato y luego dijo:
—Con esto podremos planear una masacre en masa en todo el reino… ¡JAJAJA!
Abrió un vórtice que devoró el carruaje y los cristales.
Luego lanzó un hechizo que redujo todos los cuerpos a polvo.
El polvo se elevó apenas… y después cayó, como si incluso el aire se negara a cargar con ellos.
Cuando terminó, se escucharon los cascos de caballos.
Se acercaron al lich rápidamente.
Este los miró y preguntó:
—¿Ya está listo?
—Sí, mi señor —respondieron dos esqueletos de tres coronas que montaban corceles de hueso.
Otro jinete llegó arrastrando al grupo que había escapado.
El lich volvió a lanzar el hechizo: todos fueron reducidos a polvo.
Solo quedaron rastros de sangre y lucha en el bosque.
Un último hilo de niebla pasó por encima de las manchas rojas… y siguió su camino, indiferente.
Ese día desaparecieron cuatro aventureros de rango oro, diez escoltas del comerciante Lerwen y uno de los mercenarios veteranos más fuertes de la ciudad de Trimbel.
El rumor no tardaría en nacer, pero el miedo viajaría más rápido que cualquier palabra.
El caos apenas comenzaba a gestarse a manos del lich.
Y en algún lugar, muy lejos de ahí, el destino de otros empezaba a tensarse… sin saberlo.
Fin del capítulo.
