Ficool

Chapter 36 - Fe Oscura

Perspectiva de Dante 

Los pasos que daba hacían eco por todo el laboratorio. Supongo que era lo más emocionante que le había pasado al piso en semanas.

Observé el huevo dentro de la cápsula. Flotaba ahí, como si fuera la estrella de un espectáculo al que nadie fue invitado. Un huevo oscuro, peligroso… y con más mala vibra que una reunión de exorcistas sin té.

—¿Para cuándo estará listo? —pregunté, sin dejar de mirar ese capullo del fin del mundo.

—Probablemente en unas doce horas, señor Dante. El huevo eclosionará en cuatro horas y el crecimiento del bebé será de seis horas… —respondió uno de los científicos, entregándome un portapapeles lleno de numeritos que pretendían parecer importantes.

No sabía leerlo muy bien, pero lo entendía completamente. Sí, esa clase de genialidad.

—Perfecto. Ustedes encárguense de que el crío no salga con tres cabezas o algo así. Volveré cuando esté listo. Tengo que informarle al señor Vritra.

—Sí, señor.

Me di la vuelta y caminé tranquilamente. Luego desaparecí. Porque, claro, caminar es de principiantes.

Aparecí en un lugar más oscuro que mi sentido del humor, donde la luz de un sol rojo entraba a duras penas por las ventanas enormes del castillo. Los pasillos del señor Vritra… acogedores, si te gustaba el drama y la arquitectura gótica.

Desde la penumbra emergió una mujer. Cabello rosa. Sonrisa de las que esconden cuchillas. Selene.

—¿Y qué tal? —preguntó con una sonrisa.

La miré a los ojos, azul cielo como si el cielo valiera algo… luego aparté la mirada.

—Supongo que aún queda algo de tiempo. ¿Y el señor Vritra?

—Afuera. Dijo que necesitaba aire. Últimamente ha estado demasiado inquieto.

—Normal. Dos de las creaciones de Paradoja acaban de llegar al mundo. No es fácil ver cómo otros tienen familia mientras la tuya está en polvo cósmico desde hace milenios.

—¿Debería consolarlo?

—¿Crees que te hará caso? Lo has intentado mil veces y ni tu cuerpo ni tu devoción parecen conmoverlo. ¿Por qué no reconsideras mi oferta?

La tomé de la mejilla y me acerqué. Nada discreto. Pero Selene se apartó con ese aire de "otra vez tú".

—Por eso eres tan irritante.

Me reí por lo bajo, porque sí, tengo encanto hasta para molestar. Luego suspiré.

—¿Por qué sigues al señor Vritra, señor Errante? —preguntó mientras se acercaba a la ventana, mirando el sol rojo que colgaba en la noche como un farol sin alma.

—Me prometió venganza. Mientras siga manteniendo su palabra, lo seguiré. Las consecuencias me importan lo mismo que una hoja en el viento. Aunque… el apodo de Errante ya no me queda tan bien, ¿no crees? Solo dime Dante.

—Tienes razón…

—¿Y tú? ¿Por qué lo sigues todavía?

—¿Amor? Puede que sea eso. He estado a su lado durante al menos treinta reencarnaciones. No es de extrañar que en este punto esté vuelta loca por él.

—Eso es lo que no me cabe en la cabeza, Selene. Estás loca por un tipo que apenas te ve como algo más que parte del mobiliario. ¿Por qué seguir ahí?

—Ya te lo dije: por amor. Ese sentimiento es extraño. Cuando te enamoras, sientes que esa persona es todo para ti, y si te alejas demasiado, tienes miedo de perderlo. Y aunque él no me vea como una mujer, o alguien interesante… ese sentimiento simplemente no desaparece. Se queda ahí, como una maldita enfermedad.

—Supongo que no lo entenderé… hasta que me enamore perdidamente.

—¿No ya lo habías hecho?

Esa pregunta me dejó helado. Como si alguien me hubiera arrojado un balde de memorias no deseadas.

Porque sí. Lo había hecho. Sí, me enamoré. Pero ese alguien no era para mí. Ese alguien ya tenía a otro. Y tenía a otro… porque yo llegué demasiado tarde.

Ignoré la pregunta como un campeón.

—Será mejor que le informe al señor Vritra acerca de la eclosión del huevo.

—Bien. Te veré luego.

Asentí y desaparecí de nuevo. Porque sí, dramatismo y entradas repentinas son lo mío. Esta vez aparecí en el jardín del castillo.

Vi al señor Vritra parado en medio del jardín, estático, como si su mera presencia estuviera en guerra con el viento. Miraba hacia el norte, en dirección al continente Veloria. O, para ser más precisos, al triste y condenado reino de Millford.

—¿Alguna novedad? —preguntó, con la emoción de una piedra.

Antes de responder, me acerqué más. Bajé la cabeza, todo formal, porque a veces hay que saber jugar al soldado.

—Sí, señor. El espécimen estará listo en doce horas. Lo que significa que el reino Millford tendrá sus fuegos artificiales... dentro de ese mismo plazo.

—Bien. Gracias, Dante.

Un silencio incómodo flotó en el aire. Así que, como siempre, me tocó romperlo yo.

—¿Es realmente necesario que lo hagamos tan pronto?

—¿A qué te refieres? —preguntó mientras giraba levemente la cabeza hacia atrás. Sus ojos verdes me perforaron como si pudieran leer pensamientos que ni siquiera yo había tenido. Su largo cabello oscuro ondeaba con esa elegancia amenazante que tanto le gustaba mostrar.

—Digo… apenas han pasado doce años desde que esos chicos nacieron. Ni siquiera podrían hacerle cosquillas a Aldebarán o Capella. ¿No será que está apretando el gatillo demasiado rápido?

—Dante… —Esta vez se giró por completo, y con ello vinieron las escamas. Oscuras. Sólidas. Una armadura viva que decía: pégame si quieres, igual vas a perder. Su tono de voz bajó, y con él, mi temperatura corporal.

—¿Sí, señor? —levanté la cabeza. No por valentía, más bien para no parecer una estatua derretida.

Vritra comenzó a caminar hacia mí. Cada paso que daba se sentía como si la gravedad se duplicara solo para molestarme.

—Esos chicos son más peligrosos de lo que puedes imaginar, incluso con tu ego inflado. Llevan la sangre de ese maldito Paradoja. ¿De verdad crees que esto es apresurado? Si no actúo rápido… estaré dejando crecer hasta su limite a los hijos de ese maldito. Y créeme, ese límite es mucho más alto de lo que tú puedes ver desde tu cómoda nube de arrogancia.

Bajé la cabeza de nuevo. El sudor ya estaba corriendo por mi espalda como si se entrenara para una maratón. Su presencia tenía la misma presión que una maldita singularidad.

—Perdón, señor.

—No te disculpes. Es normal que no lo sepas. Ni siquiera yo tengo un registro exacto del poder real de Paradoja. Pero sé suficiente. Ahora, prepara un pequeño ejército. Quiero Millford reducido a escombros cuando llegue el momento.

—Sí, señor.

Me puse de pie, todavía empapado de sudor, y desaparecí antes de que mi dignidad se evaporara también. Reaparecí en el laboratorio, tomé una silla —bastante incómoda, por cierto— y me dejé caer.

A esperar. Porque, claro, no hay mejor forma de prepararse para una masacre que viendo cómo nace un bebé monstruo.

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Perspectiva de Lucius 

El tiempo pasó con una rapidez insultante. Si he de ser honesto —y en este caso no me conviene mentirme—, dos meses se desvanecieron sin que pudiera realmente sentirlos. Uno tras otro, los días se difuminaron como hojas secas arrastradas por el viento, y antes de que pudiera entenderlo, llegó el Día de la Gracia Suprema.

Una celebración de año nuevo, según los estándares de este mundo. Una noche de luces, rituales y brindis fingidos. En mi vida pasada, tampoco solía asistir a fiestas. Nunca me interesaron. En esta vida, no fue diferente. Madre tampoco mostraba interés alguno, ni Isolde. Era la primera vez que notaba su desdén hacia un evento social. Curioso. Casi perturbador. Nunca nos explicaron por qué.

Padre, en cambio, sí acudía. Estaba obligado. El rey asistía, y alguien debía velar por su seguridad.

Pero dejando eso de lado, la academia resultó menos opresiva de lo que había imaginado. Aun así, había algo... incómodo. Como si el aire se llenara con una quietud estratégica. Un descanso artificial, como si la institución misma estuviera ahorrando energía para algo inminente. Algo que nos devoraría si llegábamos agotados.

A lo largo de estos dos meses, las clases teóricas se volvieron una reiteración constante de conocimientos básicos. Materia reciclada. Nombres, fechas, estructuras mágicas. Todo ya lo sabíamos. Lo verdaderamente interesante —y revelador— comenzó en el campo de entrenamiento.

Nos entregaron armas. El símbolo inequívoco de que lo académico era solo fachada.

A mí me asignaron una pistola. A Isolde, una escopeta de doble cañón. Gareth recibió un rifle largo, elegante, casi ceremonial. Leonard rechazó cualquier tipo de arma de fuego y eligió una ballesta. Nadie objetó. Se notaba que no lo hacía por capricho. Había decisión, incluso historia, en su elección. Luego nos confesó que la usaba desde niño, para cazar junto a su padre en los bosques nevados del norte. Esa imagen se quedó conmigo. El niño, el bosque, la sangre sobre la nieve.

Nunca creí que en este mundo se mezclaran armas de fuego con esgrima. Me pareció ridículo. Incompatible. Un despropósito estético. Hasta que lo intentamos. Y descubrimos que lo ridículo... era no haberlo imaginado antes.

La anciana Floiyo hizo que todo fuera más comprensible. Sus instrucciones eran precisas. Cada palabra, medida. Cada gesto, exacto. Enseñaba como si hubiera transcrito las Escrituras de la Paradoja con sus propias manos. Lo hacía tan fácil que lo difícil se volvía excusa.

Según ella, lo verdaderamente exigente vendría más adelante, cuando el entrenador oficial pudiera dedicarnos tiempo. Hasta entonces, ella se encargaría.

No me costó demasiado adaptarme a la pistola. En mi vida pasada nunca empuñé una. No tenía necesidad. Pero algo dentro de mí —algo enterrado y frío— sabía cómo usarla. Lo que me complicaba no era disparar. Era acertar. Mi puntería era errática. Frustrante.

Isolde no tenía ese problema. Su fuerza de agarre, su control muscular... disparar se volvió algo casi natural para ella. Su rostro reflejaba una satisfacción contenida, aunque aún no alcanzaba la perfección. Le faltaba técnica. Tiempo. Pero no voluntad.

Gareth parecía tener experiencia. Y Leonard, con su ballesta, disparaba con la familiaridad de alguien que solo confía en lo que ha probado bajo la amenaza del invierno.

Ahora tocaba teoría. Sobre las balas. El alma de nuestras armas.

—¿Entonces si dreno maná en el arma, la bala absorberá ese maná y se potenciará? —preguntó Gareth, inspeccionando una de sus municiones con la mirada de un alquimista inexperto.

—Así es —asintió Floiyo—. Pero si no sostienes el arma con firmeza, te arrancará la mano o saldrá volando.

—Lo tengo...

Yo apunté a un fragmento de madera, a unos cincuenta metros. Usé Syrix, canalizandolo dentro del arma. Disparé. La bala salió con fuerza, pero falló por centímetros. Solo rozó la nieve acumulada sobre el blanco. Ni siquiera un impacto digno.

Miré a Isolde. Ella apuntó, canalizó maná, y disparó. Las balas volaron. Una tras otra. Precisas. Casi en el blanco. Casi. Ella sonrió. Merecidamente. Pero la perfección aún le era esquiva.

Volví a intentarlo. Otro disparo, otro uso de Syrix. Esta vez acerté, aunque solo en la esquina del blanco. No era suficiente. Me sentí decepcionado. Ridículo. Como si cada fallo fuera una grieta más en la fachada que intento sostener. Quise lanzar el arma. No lo hice.

—Lo lograrás —dijo la anciana Floiyo, acercándose a mí.

—No lo sé... —admití. Ya habían pasado tres semanas desde que comenzamos este entrenamiento. Y aún fallaba. Aún fallaba.

Con la punta de mis botas, dibujé círculos en la nieve. Círculos que se convertían en metáforas: un blanco imposible, una espiral sin centro, un camino sin llegada.

—No esperes ser bueno en algo cuando no tienes años de experiencia, Lucius. No te desesperes.

—Es que...

—Está bien. Vamos. Apunta.

No quería hacerlo. No después de fallar tantas veces. Pero obedecí. No por obediencia. Por algo más. Algo que no entendía.

Apunté. Sentí su mano reacomodar mi postura. Elevó mi brazo, corrigió mi cuello, ajustó mi ángulo de visión. Todo con una precisión quirúrgica.

—Toma aire. Relájate. Luego dispara. Si puedes canalizar maná incluso en calma, dominarás esto más rápido de lo que crees. Ahora... dispara.

Inhalé. Exhalé. Usé Syrix. Sentí la energía recorrer el cañón. Chispas naranjas danzaron alrededor del arma. La tomé con fuerza. Disparé.

El retroceso fue firme. La explosión de energía, intensa. La bala surcó el aire como una flecha de rayo. Impactó de lleno. El blanco estalló con un destello de electricidad. Sentí el crujido del impacto en el aire mismo.

Sonreí. Apenas. Pero sonreí. Por primera vez en semanas.

Miré a Floiyo. Ella también sonreía. No con triunfo. Con certeza. Como si dijera: primer paso, pero buen paso.

Guardé el arma en el cinturón y me acerqué a Isolde. Luego Gareth y Leonard se reunieron con nosotros.

—Supongo que ahora tenemos que irnos —dijo Gareth.

—Así es —asentí.

—¿Nos vemos más tarde? —preguntó Leonard.

—Por supuesto, ahí estaremos —respondió Isolde.

Nos separamos. Aunque Isolde y yo nos dirigimos de nuevo hacia Floiyo.

No sé en qué momento sucedió, pero ella se convirtió en algo más que una instructora. Una figura materna, sí, pero también algo más profundo. Una presencia constante. Una guía. Nos corregía con firmeza, nos ayudaba con paciencia, nos enseñaba con orgullo. Disfrutaba cada avance nuestro como si fuese propio.

Según sus palabras, le recordábamos a nuestros padres cuando eran jóvenes. Cuando también caminaban por los pasillos de esta academia. Cuando también fallaban y volvían a intentarlo.

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