Isolde y yo salimos del salón sin cruzar palabra. El aire exterior no era más fresco, pero al menos no olía a incienso ceremonial ni a expectativas. Caminamos hasta un pequeño patio entre los pasillos exteriores de la academia, una suerte de intermedio vegetal entre estructuras que pretendían ser grandiosas. Nos sentamos en el pasto. En silencio. Como si ese acto pudiera contener la marea de pensamientos que no habíamos terminado de ordenar.
Gareth y Leonard llegaron unos minutos después. La ceremonia había terminado, pero ellos todavía arrastraban su eco.
Nos mantuvimos callados durante un lapso que no supe medir. Hasta que Gareth rompió el hechizo.
—¿De verdad no sabían nada acerca de que iban a hacer un discurso? —preguntó, como si el silencio previo hubiese sido solo una pausa reflexiva y no una tensión latente que ninguno se atrevía a admitir.
—Sí… —respondí sin apartar la vista del cielo, donde las nubes empezaban a cubrir al sol como un telón que cae demasiado pronto—. Tuvimos que improvisar. Supongo que los discursos suelen ser más largos… más planificados.
—Estuvo bien —intervino Leonard, recostándose sobre el césped y cruzando las piernas, como si el suelo le perteneciera.
—¿De verdad?
—Considerando que nadie les avisó, sí. Nadie puede prepararse para algo que no espera. Y lo improvisado tiene su mérito... si se mantiene de pie.
Asentí, no porque necesitara su aprobación, sino porque tenía razón. En cierto sentido, me aliviaba no haber fallado. En otro, me perturbaba haber hablado frente a todos sin estar preparado. La vulnerabilidad pública es el precio de la visibilidad.
—Por cierto —dije, sin saber muy bien por qué—, ¿ustedes saben algo del consejo estudiantil? Me genera cierta… curiosidad.
—¿Por Alicia? —preguntó Isolde con una molestia que no se tomó la molestia de disimular. Ignoró mi mirada. Y yo decidí no insistir.
—No. Solo quiero entender cómo funciona.
—¿Alicia? ¿Ustedes la conocen? —La voz de Gareth sonó genuinamente sorprendida. Tal vez no esperaba que alguien como yo tuviera vínculos con alguien tan… visible—. ¿De verdad la conocen? Después de todo, sus padres son amigos del Rey. ¿Cómo es ella?
Isolde respondió sin vacilar, como si las palabras ya hubieran estado en la punta de su lengua desde hacía rato.
—Orgullosa. Fuerte. Molesta. Le falta carácter —dijo, sin suavidad ni resentimiento explícito—. Pero también es amable, agradable… apasionada. Esas cosas no se excluyen.
Su contradicción era sincera. Lo supe porque la incomodidad se mantuvo después.
—¿Cuánto tiempo han compartido juntos? —preguntó Leonard desde su postura horizontal, como si lanzara la pregunta al cielo más que a nosotros.
—No lo recuerdo con precisión. ¿Desde los seis años, tal vez? —Dudé. Porque aunque no pasábamos todo el tiempo juntos, Alicia siempre estaba cerca. Como una constante periférica. Sin embargo, desde que volvió al reino… ha estado ocupada. O distante. O simplemente evitando vernos.
No entendía cómo funcionaba la realeza. Y aunque mi familia es considerada noble, ese título es más una herencia oxidada que una verdad presente. Técnicamente, lo fuimos… por parte de unos abuelos a los que jamás conocimos. Me gustaría hacerlo. En mi vida pasada conocí a mi abuela materna, y no fue una experiencia digna de repetir. Pero tal vez aquí sería diferente. Tal vez.
—Ya veo… —dijo Gareth, con un dejo de envidia mal disimulada—. Debe ser genial tener de amiga a alguien importante.
—¿Lo es? —La voz llegó desde detrás de nosotros, serena pero filosa. Como una hoja bien templada.
Nos giramos. O casi todos. Leonard apenas alzó la mirada, sin molestarse en moverse. Alicia avanzaba hacia nosotros, con un vestido blanco de bordados rojos que parecía cuidadosamente elegido para destacar entre el verde del patio. Como siempre, incluso su presencia era una declaración.
Y no venía sola.
La acompañaba Beatrice. Presidenta del consejo estudiantil. Cabello blanco, ojos azules. Belleza fría, intencionada. No llevaba vestido. Un traje negro sustituía la formalidad esperada, y en su caso, era una elección que hablaba más que cualquier discurso.
Durante la ceremonia no había reparado en ella. El miedo y la presión me habían robado la atención. Pero ahora, con la cabeza más clara, podía observar. Y evaluar.
Firme. Distante. Precisa.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Alicia mientras se sentaba a mi lado, con la naturalidad de quien reclama un espacio que le pertenece por derecho.
—Buscábamos algo de paz —respondió Isolde, pegándose más a mí como si su cercanía pudiera desplazar a la recién llegada. La presión en mis costados era tangible. Casi incómoda.
—Ah, ¿sí? Es el primer día de clases. Podrías aprovechar para ir con el directivo. Preguntar qué clase te corresponde —Alicia se acercó más. Colocó su barbilla sobre mi hombro. Un gesto posesivo, deliberado.
Isolde me jaló suavemente. Yo no reaccioné. No por indiferencia. Sino por estrategia. A veces, el movimiento más seguro… es no moverse. Y convertirme en un objeto pasivo evitaba escalar la tensión.
—Es lo que pensábamos hacer —respondió Isolde con tensión—. Vamos, Lucy. Levántate.
—En realidad —dijo Alicia con una sonrisa suave—, quería pedirte a tu hermano prestado por un rato. Sería buena idea que le muestre la academia, ¿no crees?
—Puedes hacerlo más tarde. Con mi presencia.
Las dos intercambiaban frases como si fueran espadas. Yo seguía en medio, una piedra entre dos corrientes. Hasta que algo, más allá de ambas, captó mi atención.
No era una voz. Ni un sonido. Era una presencia. Una sensación visceral, casi primitiva.
La conocía.
Una mirada. Cargada de intención. Una que no nacía del deseo ni del interés político, sino de algo más… oscuro. La había sentido en mi vida pasada. Y ahora volvía. Igual de afilada.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. El vello de mi nuca se erizó. Mis ojos recorrieron el entorno, en busca de un rostro que coincidiera con la sensación.
No era Beatrice. Ni los cuatro estudiantes que la acompañaban. Tampoco Gareth, que parecía hipnotizado con ella. Leonard seguía acostado, los ojos cerrados como si nada importara.
Entonces lo comprendí: el peligro no venía de ellas. Ni de ellos. Ni siquiera del presente.
La incomodidad entre Alicia e Isolde persistía, pero ya no era el centro. Lo que me inquietaba no era el conflicto evidente. Sino aquello que se ocultaba… en los bordes de la escena.
Me levanté de golpe, incómodo. Como si una descarga eléctrica me hubiese recorrido la columna. Isolde y Alicia me observaron primero sorprendidas, luego preocupadas, y se levantaron también. No dije nada más. El instinto me pedía salir de ese lugar cuanto antes.
—Vayamos con el directivo. No deberíamos faltar a clases el primer día —dije, ya caminando hacia los pasillos.
Pasé junto a Beatrice. Me detuve un momento y le hice una leve reverencia. Medida. Formal. Necesaria.
—Si es posible, me gustaría conocer más sobre el funcionamiento del consejo estudiantil. La buscaré más tarde —dije, con una neutralidad cuidadosamente ensayada.
—Estaré encantada de proporcionarte información, Lucius —respondió. Su tono era frío, pero cortés. No me sorprendió que supiera mi nombre; lo había pronunciado frente a cientos durante la ceremonia. Pero, aun así, el que lo recordara… tenía peso.
Gareth levantó a Leonard con una patada sin ningún tipo de ceremonia, y ambos se pusieron detrás de mí. Isolde caminó a mi lado, dejando a Alicia atrás.
Avanzamos por los pasillos. Uno tras otro, en línea recta. Algunos estudiantes ya entraban en sus aulas. Otros, agrupados como manadas desorganizadas, charlaban con la ligereza de quien aún no sospecha la magnitud del lugar en el que está.
Llegamos finalmente a la sala directiva. Había varios estudiantes parados contra la pared, como si esperaran su turno… o como si temieran acercarse a la puerta. Ninguno parecía tener verdadera intención de entrar. El umbral estaba despejado, así que lo crucé sin anunciarme. No había nadie frente a la puerta. Nadie dentro, aparentemente. Así que entramos los cuatro y nos sentamos junto a una de las paredes.
El lugar era… peculiar. Una mesa al fondo, con una silla solitaria detrás. Libros por todas partes: algunos ordenados en estanterías, otros amontonados de forma casi violenta. Sobre el escritorio descansaba una pequeña pecera. Una escopeta —sí, una escopeta— reposaba en una esquina, como si fuera parte del mobiliario habitual. Unas plantas de interior decoraban el entorno con un verdor forzado. Un candelabro colgaba del techo. Y en conjunto, todo gritaba: "esto no tiene sentido, pero funciona".
De pronto, un golpe seco resonó en la mesa. Nos giramos al unísono.
Desde debajo del escritorio, emergió una figura humana. Se sobaba la cabeza, probablemente por haberse golpeado al intentar incorporarse. Sus movimientos eran torpes, pero no carentes de intención.
Era un hombre joven. Tal vez de la misma edad que mi padre… o un poco menor. Su cabello, verde oscuro, tenía el tono turbio de un pantano. Sus ojos, de un rojo tan intenso que eclipsaban incluso a los del Rey. Dejó una pluma sobre la mesa con un gesto mecánico y nos miró. Fijo. Sin pestañear.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó. Su mirada no solo cuestionaba nuestra presencia. Parecía diseccionarnos.
Sentí la presión en el aire. Leve, pero real. Como un peso sobre los hombros que uno solo nota cuando intenta moverse. Me obligué a ignorarla.
—¿Estudiantes? —respondió Isolde con tono suave, y una inflexión de sarcasmo apenas disfrazado. "¿No lo notas, idiota?", decía su voz sin decirlo.
—¿De verdad? ¡Ah! Claro… la ceremonia terminó. Perdón. Estoy algo distraído —se rascó la cabeza como si eso pudiera aclarar su mente—. ¿Qué quieren?
No sabía si era estúpido, o simplemente tan poderoso que podía permitirse parecerlo. Si mi intuición era correcta —y por lo general lo era—, este hombre no estaba fuera de lugar. No era un intruso, ni un empleado confundido. Era el director.
O, peor aún: era alguien que actuaba como si nada le importara porque en verdad podía permitirse esa indiferencia.
—Nos dijeron que viniéramos aquí para saber en qué aula estaremos —replicó Isolde, poniéndose de pie.
—¿Eh? —frunció el ceño. Su confusión era casi caricaturesca. Casi.
Suspiró y tomó una hoja del escritorio.
—Se supone que eso le corresponde a la vieja Floiyo, no a mí. Pero en fin… sus nombres.
—Lucius Van D'Arques.
—Isolde Equidna D'Arques.
—Gareth Rex Sauructe.
—Leonard Da'Dufflain.
Lo dijimos en orden. Como soldados de una lista que no entendíamos. El hombre revisó el papel. Luego alzó la mirada solo para observarnos a Isolde y a mí. Entonces, sonrió.
—Vaya, vaya… parece que los hijos de esos dos idiotas vinieron a causar estragos también. ¡Bien! Aula 45, pasillo 78.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—¡Sí! Los cuatro están en la misma clase. (En realidad, es obra mía).
No lo pensó. Lo dijo.
—Sabe que lo escuchamos, ¿verdad? —pregunté. Él ni se inmutó.
—Jajaja. Igualito que tu padre. Bueno, váyanse. Y díganles a los otros 34 estudiantes afuera que su aula es la 21, pasillo 2.
—¿Cómo sabe que son 34? —preguntó Gareth, con una chispa de genuina curiosidad.
—El maná —respondió el hombre, subiendo los pies al escritorio. Abrió un pequeño compartimiento del mueble, sacó una caja, tomó un cigarro y lo encendió con calma—. Hay 38 fuentes de maná en un radio de 10 metros. Ustedes son cuatro. El resto… ya hacen la cuenta. Ahora lárguense. Necesito dormir.
Aparentaba amargura, pero yo veía otra cosa detrás de esa máscara de indiferencia. Me llamó más la atención su dominio del maná que su actitud desganada. Percibir fuentes de energía así... era un talento que necesitaba aprender. No por vanidad, sino por supervivencia.
Nos levantamos e hicimos una breve reverencia.
—A todos los estudiantes que están esperando —dije en voz alta al salir—: les corresponde el aula 21, pasillo 2. El director pide que no lo molesten.
—¿Qué?
—¿Por qué no nos dijeron esto antes?
Murmullo tras murmullo. Preguntas sin sentido que no pensaban en responderse solas. Pero eso ya no era problema mío. Si no podían tomar decisiones frente a una puerta cerrada, poco durarían en una academia como esta.
La sensación que me dejó esa oficina fue clara: este lugar no era como lo imaginé.
Era peor.
Y no podía evitar emocionarme.
Nos dirigimos a nuestra aula. Por suerte —o previsión de Gareth—, contábamos con un mapa de la academia. Al parecer, lo había adquirido con antelación, intuyendo la dificultad de navegar este lugar. Buena jugada. La transversomancia podía distorsionar incluso la orientación más básica, así que tener algo tangible nos evitó quedar atrapados en pasillos en espiral o escaleras que no conducían a ningún piso real.
La llegada al aula fue más fácil de lo que habría imaginado. Lo que encontré al cruzar el umbral, sin embargo, no lo fue.
Era un aula con estructura de anfiteatro, como las grandes salas universitarias de mí antiguo mundo. Amplia, casi oscura, y cubierta por el silencio de lo desconocido. El sol entraba a través de los vitrales en la parte alta, dejando manchas de luz sobre un suelo que absorbía el sonido. Di un paso al frente. A pesar del impacto seco de mis botas, el piso se sentía… suave. Miré hacia abajo. Una alfombra roja, espesa, cubría toda la superficie como una lengua carmesí que amortiguaba la realidad.
—¿Por qué no hay nadie? —preguntó Isolde, colocándose en el centro del anfiteatro. Miraba hacia las gradas escalonadas donde se encontraban los escritorios. Su voz resonó con una mezcla de duda y desconfianza.
—Tal vez se retrasaron por lo mismo que nosotros —dijo Gareth, girando sobre sí mismo, escaneando el lugar como si buscara trampas invisibles.
—¿Pero no es un aula demasiado grande? —intervino Leonard, clavado en el umbral como si aún no decidiera si entrar o no.
—Lo es —dije, caminando hacia los asientos con pasos lentos, deliberados—. Me agrada. Es cómodo. Pero… ¿y el profesor?
Miré a mi alrededor. Nada. Ni un alma. Solo arquitectura antigua, madera barnizada, ecos y la sensación de que habíamos llegado demasiado pronto o demasiado tarde a algo que no sabíamos interpretar.
Apoyé la cabeza sobre la mesa. El silencio no era incómodo. Era… denso. Como si el aula misma estuviese conteniendo la respiración.
Los tres subieron uno a uno, sentándose junto a mí. Isolde a mi izquierda, Gareth a mi derecha. Leonard se sentó junto a él. Una configuración extrañamente natural, como si no hubiera otro orden posible. El tiempo pasó. Y pasó.
Hasta que la puerta chirrió.
El sonido desgarró la quietud con una intensidad que me hizo alzar la cabeza al instante. Un eco gutural se propagó por toda la sala.
Una anciana entró. Su cabello blanco enmarañado como hilos de niebla. Desde nuestra altura, no podía ver con claridad sus ojos, pero percibía su expresión. Era la misma mirada que dan los jueces antes de dictar sentencia: distante, indiferente, tal vez cansada. Cargaba un libro bajo el brazo. Antiguo. Como ella.
—¿Ya están aquí? ¿Son todos? —preguntó, caminando con pasos pesados hacia el mueble frente al pizarrón.
—¿Eh? Ah… sí. Creo. Nadie más ha entrado —respondió Isolde, somnolienta. El letargo del ambiente la estaba consumiendo poco a poco. No podía culparla. Incluso Gareth, que se había medio dormido, parecía afectado por esa espera interminable.
—¿De verdad? Parece que los genios son cada vez más raros… Solo cuatro. Bien. ¿Y Alicia?
—¿Alicia? ¿La Alicia? —preguntó Isolde, pestañeando.
—Sí. La princesa. ¿Dónde está?
—Oh… está en el consejo estudiantil. ¿Debería estar aquí?
—Entiendo… Maldito Frederic. Esas cosas se informan con antelación. Bueno. Isolde, baja.
—¿Qué? ¿Cómo sabe…?
—¡Baja! —gritó.
La palabra resonó como un látigo. Incluso yo me incorporé de golpe. Isolde no dudó en moverse.
Bajó de inmediato, alerta. La anciana alzó el brazo. Por un segundo, creí que la golpearía.
Pero no. En su lugar, posó la mano sobre su cabeza con una delicadeza que parecía incompatible con su aspecto.
—¿Cómo estás, pequeña? —preguntó, con una voz suave, casi maternal.
—¿Qué…? ¿Cómo sabe mi nombre…?
La anciana se rió por lo bajo. Una risa que no sonaba burlona, sino nostálgica.
—Pequeña, yo estuve allí cuando naciste. A ti y a tu hermano. Fui quien ayudó a traerlos al mundo. No me recuerdas porque no volví a verlos desde entonces. Pero ahora que están en la academia… pasaremos mucho tiempo juntos.
Mi mente procesaba rápido. La situación adquiría nuevas capas. Historia compartida. Vínculos invisibles. Influencias antiguas que nos precedían sin que lo supiéramos.
La anciana me miró directamente.
—Lucius, ven aquí. No te quedes ahí.
Obedecí sin objeción. Me coloqué junto a Isolde. La anciana acarició mi cabeza con la misma ternura. No había juicio en su gesto. Solo reconocimiento. Como si ya supiera exactamente quién era. Y vi sus ojos amarillos, cálidos…
—Yo soy Floiyo —dijo—. Seré la instructora personal de ustedes cuatro. Bueno… cinco en realidad, pero Alicia estará ausente por el consejo estudiantil. Ya pueden irse a sentar.
Su voz era diferente a todo lo que habíamos experimentado hasta ahora. Ni autoritaria, ni fría, ni sarcástica. Era una voz que uno simplemente… obedecía. No por miedo, ni por respeto. Sino porque hacerlo parecía lo más lógico, lo más natural. Como seguir el cauce de un río sin cuestionarlo.
No era lo que esperaba.
Era mejor.