Ficool

Chapter 13 - Capítulo 13: No reces por mí... reza a mí

Dios dictó mi destino. Me mostró lo que era ser un esclavo, una cucaracha, alguien que llegó al mundo no para dictar, sino para obedecer. Para ser testigo del sufrimiento, de la decadencia, mientras el mundo se iba desmoronando, alejándose de la divinidad, de Dios. Él es la razón de mi ser. Fue Él quien perdonó a los pecadores con amor, quien me dio la tarea de juzgar a aquellos que se niegan a Su palabra… A ser Su relevo… A ser un Dios.

Los fragmentos del inmortal fueron los que me permitieron ser quien soy. El fragmento de mi amo, mi primer juicio. El fragmento de Dyr Yuuzora, la bestia incompleta que se negaba a mí, a Dios. Seres despreciables, que se creían por encima de la voluntad divina. Después de recuperar lo que me pertenecía, caminé sin rumbo, sin prisa. Sabía lo que tenía que hacer, conocía el camino a seguir, pero el hecho de estar tan cerca de Dios… Era algo que se sentía… Excelente.

La gente de Ghao me miraba. No por adoración, no por odio… Sino por terror. Me veían vagar sin rumbo fijo, con la mirada fija en mis manos, bañadas en sangre. Una sonrisa torcida y perversa, que nunca se desdibujaba de mi rostro, era todo lo que ofrecía. Mi espalda comenzaba a incendiarse, el fuego ascendiendo hacia el cielo, como si la misma furia de Dios se reflejara en mí. Mis ojos brillaban con la intensidad de las llamas del sol, mientras el viento danzaba a mi alrededor, como si respondiera a mi poder. Así me veía. Así me sentía. Un Dios, caminando entre mortales.

Algunos se apartaban, otros se acercaban, pero siempre respondía con una simple frase: "Ahora es mi momento." Un niño corría cerca de mí, ajeno a lo que ocurría. No debía tener miedo. No era un monstruo. El niño no veía un monstruo, veía una calle inmensa, solo para él. Corrió frente a mí, y, sin querer, tropezó. Estaba a punto de caer, de golpearse contra el suelo, pero… Yo solo moví mi mano. El viento respondió a mi llamada, deteniendo su caída antes de que pudiera tocar el suelo. La madre del niño apareció corriendo, su rostro se llenó de terror al verme. Gritó, apartándose de inmediato, porque se encontraba ante algo mucho más grande que ella… ante Dios. No me importó. No me detuve.

Continué caminando, pero algo dentro de mí me frenó. El poder del segundo fragmento me llamaba. Mis ojos brillaron como esmeraldas, llenos de un fulgor salvaje. Sentí un impulso, un deseo incontrolable de volar. Extendí mis alas invisibles, tan imponentes, tan angelicales, y me elevé en el aire. Volví al lugar que me vio nacer, el santuario maldito donde mis gritos, mis plegarias y mi voz fueron silenciados. Un lugar donde ni siquiera la muerte pudo alcanzarme, pero sí la verdad, la respuesta, mi destino. Necesitaba que supieran que aún me mantenía en la cima, mucho más allá de lo que podían imaginar.

Y ahí estaban…

Mirai, la portadora de la luz, que parecía desafiar la oscuridad misma. Sora, el que podía alterar la realidad a su antojo, acompañado de sus dos lobos, Shi y Ran. Nunca me habían caído bien esos animales. Siempre me parecieron… inferiores. Mirai hablaba con Sora, pero como siempre, él solo asentía, ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor. Me paré frente a ellos, sin prisa, sin miedo. Los observé fijamente, mientras Shi y Ran rugían, como bestias hambrientas, preparándose para atacarme. Pero Sora, con un gesto tan simple como indolente, los acarició y se calmaron. No me dijo nada. Perfecto.

Mirai me miraba con desafío en sus ojos, una chispa de arrogancia en su mirada. Pero yo solo la miré fijamente, con una sonrisa que helaba el aire.

Caminé lentamente hacia el lado de Mirai.

— No olvides darle devoción a Dios, —dije sin titubear, con un tono helado, como un eco distante de condena. — Aunque Él ya haya olvidado la tuya.

Sora no apartó la vista de mí ni un solo instante. Lo sabía. Le devolví la misma mirada, con la misma intensidad. El aire entre nosotros se distorsionó, como si la realidad misma dudara, temiera en qué punto nos íbamos a encontrar. Como si el universo se preguntara quién era más peligroso, quién representaba una amenaza mayor. La tensión se hizo tangible, el espacio entre nosotros vibraba con una fuerza invisible. Todo, desde el viento hasta la misma tierra, se había detenido, esperando a que uno de nosotros diera el siguiente movimiento. La atmósfera estaba cargada, como antes de una tormenta, y todos, incluso la misma realidad, sabían que algo iba a estallar. mostré misericordia y continúe mi camino.

Una voz conocida me llamó. '¡Ren, hijo!'. Mis músculos se tensaron antes de que mi mente procesara el sonido. Hacía siglos que no escuchaba ese tono... cálido, imperfecto, humano. Giré la cabeza sin querer, y por un segundo —solo un segundo— vi sus rostros: mi madre con las manos extendidas, mi padre con esa cicatriz en la ceja que le dejó el látigo de los sacerdotes.

Algo en mi pecho se encogió —una vieja herida que creí cicatrizada—. Pero no era dolor. Era furia. ¿Osaban profanar sus memorias? ¿Usar sus voces como armas? sus rostros reconstruidos con el polvo de mis recuerdos. estaban allí, sonrientes, como si los siglos de tormento nunca hubieran existido. Sora los había colocado estratégicamente, con Shi y Ran a sus pies como perros domésticos.

Levanté la cabeza, desafiante. Si Sora quería jugar, le mostraría el verdadero rostro de la realidad: el de un mundo donde solo yo decidía qué era sagrado

Entonces olí el engaño. El aire vibraba con el poder de Sora, como un espejo agrietado. Shi y Ran no gruñían; sus ojos brillaban con la misma luz falsa de mis padres.

Sonreí. ¿En serio creían que una ilusión podría conmover a un dios?" —Sora —dije, sin apartar la vista de mis padres ilusorios—, si quieres que alguien rece por ti, dile que lo haga ante mi altar. Porque cuando Dios deje de escucharlos... solo yo podré salvarlos. O condenarlos

Por un instante, el santuario entero pareció inclinarse. ¿Era ira? ¿Dolor? No. Era el universo corrigiéndose a sí mismo ante tal blasfemia

—Patético —murmuré, alzando la mano—. Los muertos no merecen segundas actuaciones. Un chasquido de mis dedos, y los cuerpos de mis padres se desintegraron en ceniza. Sora ni siquiera parpadeó, pero los lobos retrocedieron. Ahora entendían: no había realidad que pudiera protegerlos de un dios.

La quietud frente a mí tenía nombre.

Y respiraba.

Sora.

Aun después de todo… todavía osaba sostener mi mirada.

Apreté los dedos. La tensión entre nosotros era un hilo invisible al borde del colapso. No había marcha atrás. No para mí. No para él.

Di un paso hacia el borde, hacia ese punto sin retorno, y le hablé directamente. Cada palabra era un veneno cuidadosamente destilado, dirigido a su alma.

—Ahora elige, Sora… ¿Ojos o patas?

La pregunta flotó en el aire como una sentencia. No era un juego. No era un aviso. Era el precio.

Su rostro palideció apenas. Las bestias a su lado, Shi y Ran, rugieron con violencia desatada. Aún querían protegerlo. Pobres ilusos.

Pero yo no dejaba de mirarlo. Solo a él.

Cada segundo que callaba era una confirmación de su impotencia.

—Tus mascotas… —dije, con un tono bajo y afilado— juegan con la memoria de quienes más amé. —Lo vi apretar los dientes. Perfecto.—Así que son una ofrenda perfecta para ellos.

Fue entonces cuando supe que no elegiría.

—Bien… yo decido.

Di otro paso. A los ojos de Sora, ese movimiento debió parecer un derrumbe del mundo. Todo su esfuerzo por alterar la realidad… tan inútil.

Extendí mi mano hacia una de sus criaturas. No importaba cuál. Shi, Ran… eran sombras con nombre. Igual que su dueño.

Tomé una de sus patas.

Y tiré.

No hubo resistencia. Ninguna fuerza divina, ninguna barrera emocional o física que me detuviera. Ni siquiera el grito de Sora, ahogado por la impotencia.

La carne se desgarró. Los tendones se partieron.

Y en mi mano, caliente y tembloroso… quedó el brazo de Sora.

Lo observé otra vez.

Vi el horror asomarse por fin en su rostro.

—Buena decisión, Sora… Esto servirá.

Pero el mundo no aceptó la ofrenda en silencio.

Desde la oscuridad, una luz brutal emergió como un castigo celestial. Un rayo de energía pura atravesó el espacio, dirigido a mí.

No me aparté. No lo necesitaba.

Giré apenas.

El impacto fue devastador. El suelo explotó a mis espaldas, creando un cráter que devoró la tierra.

Las bestias, con reflejos rotos por la desesperación, movieron a Sora justo a tiempo.

Pude verlo. A él. Mirándome, aún jadeante, aún creyendo que era posible detenerme.

—Si quieres que te mate, Mirai… —murmuré al vacío— hazlo cuando al menos puedas tocarme.

Luego me giré hacia Sora. Sus ojos, aún temblando, sostenían la estupidez de la esperanza.

—¿Realmente creen que son dignos de tocar a un dios?

Mi voz se volvió ceniza que caía sobre él. No había salvación, ni comprensión posible.

Solo un veredicto.

—Entiende tu lugar, Sora y sobre todo Tú Mirai.

Di un paso más, tranquilo, mientras observaba su expresión fracturarse. Las paredes del santuario sangraban. No era metáfora: la piedra supuraba rubíes líquidos donde mis pisadas quemaban el suelo

—Por ahora… tu ofrenda calmará mi furia. —Los lobos de Sora ya no rugían. Aullaban. Sus cuerpos se retorcían, como si sus huesos olvidaran cómo ser lobos.—Rezaré por ti, Sora. Pero no a Dios... a mí. Porque cuando Él te ignore, solo yo escucharé tu sufrimiento

El brazo en mi mano sangraba aún.

Pero no más que su alma.

Y entonces, un destello…

Un recuerdo prohibido, tan vívido como una puñalada.

—Mirai ¿Sabes por qué no te mato? —dije, recogiendo un hilo de la sangre del brazo de Sora con mis dedos—. Porque los dioses no matan...

...condenan.

*Y entonces, el brazo en mi mano estalló en llamas doradas. No era un fuego cualquiera. Era el mismo que consumió a mi amo. El que devoraro a Dyr. Al mundo.

Dyr.

Nanatori.

Nombres que ardían detrás de mis ojos como brasas que nunca se apagan.

—…si alguno más lo intenta…

Una sonrisa deformada cruzó mis labios.

—Lo mataré sin dudar.

Pero eso…

Eso solo fue el preludio. Un susurro miserable antes del verdadero grito.

Él me observaba. Ya no con miedo.

Ahora me veía con rencor.

Se colocó frente a sus bestias, como si eso sirviera de algo. Como si pudiera protegerlas. Como si pudiera protegerse a sí mismo.

Mi regalo… o, mejor dicho, su ofrenda, regresó a él. Aquel pedazo grotesco de carne y hueso volvió a regenerarse en su sitio con un estremecimiento antinatural.

Pero no intacto.

Desde la muñeca hasta el hombro, una marca carmesí se extendía como una serpiente viva.

No era simple sangre. Era un símbolo. Una advertencia.

Una cicatriz que llevaría por el resto de su existencia.

Mi señal.

La señal de Dios.

A su lado, la voz de la otra irrumpió en el aire.

Discutían.

—¿Cómo acabamos con él?

—¿De dónde saco el fragmento del inmortal?

Palabras. Palabras y más palabras.

Sonaban como moscas zumbando alrededor de un cadáver que aún no entiende que está muerto.

Idiotas.

No sabían nada.

No entendían nada.

Ya se les había dicho. A pesar de su desesperación, de sus planes inútiles, de esa ridícula esperanza que aún se atrevía a respirar…

Lye lo dijo con claridad:

"Novara ha muerto."

Sí.

Murió.

Pero no el fragmento.

No lo que custodiaba.

Y eso era todo lo que importaba.

Volví a la ciudad donde el caos había comenzado.

La ciudad que escuchó, expectante, mi réquiem.

Un lugar que alguna vez supo de amor por parte de Lye… y que luego fue manchado con la sangre de Dyr.

La ciudad que sería la primera en expiar sus pecados.

Descendí desde el cielo.

No con violencia. No con furia. Sino con la calma de lo inevitable.

Cada paso en el aire era un juicio en sí mismo.

Bajaba lento, constante, con los brazos extendidos, como si abrazara al mundo entero.

Como si resguardara a los vivos del dolor…

Y al mismo tiempo, mostraba mis llamas.

Un fuego divino, sagrado, incorruptible.

Una advertencia para todo aquel que osara ir en contra de mi palabra.

Abajo, entre las ruinas de lo que alguna vez fue civilización, los rostros se alzaban.

La misma gente que tiempo atrás se había sumido en desesperación, en terror, en súplica…

Ahora me veía con otros ojos.

Con devoción.

Con fe.

La primera vez que me mostré ante ellos, el mundo contuvo la respiración.

Muchos se quedaron petrificados.

Otros, tambaleantes, se acercaban como niños perdidos, como huérfanos temblando frente a un milagro, esperando…

Esperando escucharme.

Y entonces hablé.

—Yo soy la luz… y el camino.

Mi voz resonó más allá del sonido. Fue una vibración en el alma de todos los presentes.

Las alabanzas comenzaron.

Las plegarias, los rezos…

Todo por lo que había esperado estaba allí, floreciendo en los escombros de una humanidad que finalmente comprendía.

Los pecadores…

Ah, los pecadores…

Eran incinerados sin juicio previo, sin perdón, sin redención.

El fuego los reclamaba con justicia absoluta.

No gritaban. No alcanzaban a hacerlo.

Solo eran reducidos a polvo… o mejor dicho, a cenizas.

Las mismas que los vieron nacer.

A lo lejos, sentí su mirada.

Ella.

Quería actuar.

Mirai.

Lo veía en sus ojos. Ardían con esa obstinación infantil que se niega a aceptar la verdad.

Pero era inútil.

Era demasiado tarde.

La gente me reconocía como lo que soy.

No un salvador.

No un líder.

Sino algo más.

Algo que trasciende.

Un Dios.

Y yo lo era.

Cada intento, cada ataque, cada gesto de oposición… era en vano.

Porque ya no luchaban contra un hombre.

Luchaban contra la voluntad divina.

Contra mí.

Todo era perfecto.

El mundo, por fin, comenzaba a entender.

Mi voluntad se manifestaba en cada rincón, como un manto que cubría a los vivos y silenciaba a los necios.

Hasta que aparecieron.

Los herejes.

Aquellos que ponían en duda mi mandato, que susurraban entre ellos con arrogancia disfrazada de razón.

Bestias inútiles.

Alimañas que aún no aceptaban la divinidad que tenían frente a sus ojos.

No hacía falta escucharlos.

No lo merecían.

Yo era la prueba viviente de que Dios existe.

Yo caminaba entre ellos.

No como uno más, sino como la cima del mundo.

La ciudad había encontrado la paz.

Una paz real.

No había dolor.

No había peligro.

Solo silencio…

y obediencia.

Las calles, antes grises, estaban ahora bañadas por una quietud sagrada.

El aire era ligero, las miradas eran bajas, y cada paso que daba era acompañado por el murmullo de plegarias o por el simple sonido de la vida perfecta.

Un paraíso construido con fuego y ceniza.

Todo era como lo había soñado.

Hasta que…

Un sonido seco atravesó el momento.

Sordo.

Lento.

Débil al principio, como un suspiro roto entre muros lejanos.

No le di importancia.

Un simple eco, pensé.

Pero entonces volvió.

Más rápido.

Un golpe. Luego otro.

Acelerando.

Más…

Y más…

Un ritmo irregular que invadía el aire como una advertencia disfrazada.

Y entonces…

Se detuvo.

Todo quedó en silencio.

El mundo pareció contener la respiración.

Y yo…

Lentamente…

Alcé la mirada al cielo.

—¿Eres tú… Mirai?

Mi voz cortó el silencio como una cuchilla templada.

No lo pregunté por curiosidad. Lo sabía. Solo quería que lo escuchara de mí.

Quería que aceptara que la veía. Que no había lugar en este mundo donde pudiera ocultarse de mi juicio.

—¿Entiendes que Sora no está interesado en ayudarte?

El aire, sin que lo ordenara, comenzó a agitarse por sí solo. Se alborotaba con furia divina, reconociendo la presencia de una duda, de un alma que aún no se arrodillaba por completo.

Las corrientes de viento eran como cuchillas invisibles, rozando las paredes, azotando los altares.

—Haz lo mismo que él. La gente puede inculcarte mi palabra. Sin resistencia. Hay altares míos por toda esta ciudad.

Elige uno.

Entonces el espacio mismo se quebró.

Se dobló como un espejo antiguo, temblando, como si la realidad dudara ante mis palabras.

No era ilusión. Era el mundo preparándose para un veredicto.

—Aunque si así lo deseas…

Me giré lentamente. La certeza dibujada en mi rostro, la autoridad que se asentaba en mis ojos… todo eso debía ser absoluto.

—…puedo juzgarte y matarte.

Pero entonces, algo en mí se quebró.

Apenas terminé la frase, mi mirada se cruzó con *eso*…

Y la seguridad se desvaneció al instante, como humo ante el viento.

—Tú…

Yo… yo te maté.

El mundo se volvió más silencioso que nunca.

Allí estaba.

Él.

La bestia incompleta.

Dyr Yuuzora.

De pie.

Frente a mí.

Desafiándome con su sola existencia.

No hablaba. Pero su presencia lo gritaba todo.

El aire a su alrededor oscilaba, como si incluso las leyes naturales lo rechazaran y lo invocaran al mismo tiempo.

Un error.

Un milagro imposible.

Un recordatorio.

—El fragmento del inmortal…Te lo arrebaté…

Mis palabras salieron rotas, como si intentaran convencerse a sí mismas.

Y sin más, se lanzó hacia mí.

Su cuerpo, aún marcado por la muerte, se impulsó como si nunca hubiera caído.

Venía dispuesto.

Dispuesto a ser destruido.

Dispuesto a ser un ejemplo…

Una ofrenda más para advertir a los que se oponían a Dios.

Y, sin embargo, mientras alzaba mi mano para juzgarlo…

Una sola pregunta se quedó, encarnada como una astilla en mi mente, punzante, insoportable:

"¿Cómo volviste?"

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