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Chapter 158 - La Cumbre Política

El aire de las Montañas Rocosas era cortante, un frío purificador que parecía limpiar los restos de pólvora y miedo que Kaira y Bradley habían traído de Ottawa. Fuera de la entrada de la base, el gigante dormido dominaba el paisaje. Arthur Sterling, el Primer Ministro de Canadá, permanecía de pie frente a la inmensa estructura orgánica, sintiéndose más pequeño de lo que jamás se había sentido en sus treinta años de carrera política.

—Es... es magnífica —susurró Sterling, extendiendo una mano temblorosa hacia la piel escamosa y rugosa de la criatura—. ¿Puedo?

Ryuusei, parado a su lado con las manos en los bolsillos y una expresión pensativa, asintió levemente.

—Adelante, Arthur. Aunque te advierto que todavía no sé muy bien cómo manejarlo. Es como tener un portaaviones que tiene voluntad propia y necesita dormir la siesta.

Sterling apoyó la palma de su mano sobre la superficie de Genbu. No se sentía como piedra, ni como metal. Estaba caliente, vibrando con un pulso tan lento y profundo que parecía el latido de la tierra misma. El Primer Ministro cerró los ojos, dejando que la conexión se asentara.

—¿Sabes, Ryuusei? —comenzó Sterling, con la voz cargada de una nostalgia ancestral—. En mi país hay leyendas que los libros de texto decidieron ignorar. Los pueblos nativos de estas tierras hablaban de una noche, hace muchos siglos, en la que el cielo se rasgó. No fue un meteorito común lo que cayó; fue una estrella verde que no traía fuego, sino vida.

Sterling acarició un surco en la piel de la tortuga, donde un pequeño brote de musgo brillaba con luz propia.

—Decían que del cráter emergió una pequeña tortuga, apenas del tamaño de un lobo, pero que irradiaba una energía que hacía florecer el hielo. Mis antepasados pensaban que era un mito, una metáfora de la resiliencia del Norte. Pero ahora, viéndola con mis propios ojos... me doy cuenta de que Genbu siempre estuvo aquí. Pero según los relatos de los ancianos, lo que estamos viendo ahora... es todavía un niño.

Ryuusei arqueó una ceja, genuinamente sorprendido por la información. —Un niño... ¿Estás diciendo que esta montaña todavía tiene que crecer más?

—Mucho más —confirmó Sterling, volviéndose hacia él—. Si la leyenda es cierta, cuando Genbu alcance su forma adulta, su caparazón no será una base; será una ciudad. Una isla viviente capaz de cruzar los océanos. Mira a tu alrededor, Ryuusei. Todo este bosque, la exuberancia de este valle en medio de las Rocosas, es gracias a él. Genbu es el corazón de Alberta. Su mera presencia purifica el suelo y acelera la vida.

Ryuusei miró hacia las copas de los pinos, que se mecían bajo una brisa que olía a primavera eterna. Empezaba a comprender que no solo habían encontrado una fortaleza, sino una deidad biológica que apenas estaba despertando.

—Entremos —dijo Ryuusei—. El aire libre es hermoso, pero tenemos asuntos que queman más que el frío.

Ya en el interior de la base, la atmósfera cambió. El ambiente orgánico y las venas de luz de Genbu no lograron disipar la gravedad de la reunión que tuvo lugar en la sala de juntas.

Arthur Sterling se sentó a la mesa, dejando su bastón a un lado. Miró a Ryuusei directamente a los ojos. El tono diplomático de la superficie se había evaporado.

—La OTAM nos ha sacado del grupo, Ryuusei —soltó Sterling sin preámbulos. Su voz era amarga—. Oficialmente, Canadá ya no pertenece a la Alianza Atlántica. Nos han cortado el acceso a la red de satélites compartida, a los protocolos de defensa mutua y a los fondos de reserva.

Ryuusei se cruzó de brazos, procesando la magnitud del desastre geopolítico que su misión en Ottawa había provocado.

—¿Y qué significa eso para ti, Arthur?

—Significa que estamos en el limbo —respondió el Primer Ministro, golpeando la mesa con el dedo—. Pero lo que más me preocupa no es el dinero, sino la legitimidad. ¿Cómo justificaríamos esto internacionalmente si las cosas escalan? ¿Qué pasaría con mi cadena de mando? Mis generales están nerviosos. Se preguntan cómo se asegurarían de que otros países —la OTAN, por ejemplo— no vieran este despliegue como una declaración de guerra canadiense contra Japón para proteger a un grupo de... "insurgentes".

Ryuusei abrió la boca para responder, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Podía planear cómo derribar a un guardia en tres segundos, cómo infiltrarse en una base enemiga o cómo mantener la calma cuando el mundo estallaba a su alrededor en medio de una pelea. Pero esto... esto eran leyes, tratados y percepciones globales. Era un campo de batalla donde no servían las manos ni los reflejos.

Se dio cuenta, con una punzada de frustración, de que no sabía absolutamente nada de política.

—Kaira —llamó Ryuusei por el intercomunicador—. Necesito que vengas. Ahora.

Minutos después, Kaira entró en la sala. Ya no llevaba sus gafas de sol; sus ojos violetas estaban claros, aunque mostraban las sombras de un cansancio profundo. Se sentó junto a Ryuusei, escuchando el resumen de Sterling sobre la situación con la OTAM.

—El problema —intervino Kaira, cruzando sus manos sobre la mesa— es que la OTAM no nos ve como una nación, sino como una anomalía. Arthur, si quieres que tu ejército no sea visto como una milicia rebelde, necesitamos transformar la "ayuda comunitaria" en un marco legal sólido.

Kaira y Sterling empezaron a charlar en un lenguaje que Ryuusei apenas seguía: soberanía compartida, protocolos de intervención no hostil, estatutos de refugiados metahumanos. Ryuusei los observaba, sintiéndose como un espectador en su propia guerra. Comprendió que el liderazgo no era solo dar órdenes de ataque, sino saber cuándo dejar que otros hablaran por él.

Pasaron las horas. El café se enfrió y los mapas holográficos mostraron las nuevas fronteras de un mundo que se estaba fracturando. Finalmente, Sterling pidió un momento a solas con Ryuusei. Kaira se retiró con un asentimiento, dejando a los dos hombres solos.

—Ryuusei —dijo Sterling, inclinándose hacia adelante—. He visto lo que tus amigos son capaces de hacer. He visto a ese chico, Bradley, sacrificar sus pies por una causa. He visto a Kaira morir y volver por una idea. Canadá es un país grande en territorio, pero pequeño en fuerza bruta. No tenemos héroes reconocidos a nivel mundial. No tenemos a un Aurion, ni a un escuadrón de élite que pueda frenar una invasión de la Asociación de Héroes de Japón.

Ryuusei escuchaba con atención.

—Quiero un pacto —propuso Sterling—. Un pacto formal entre la Corona de Canadá y la Operación Kisaragi.

Ryuusei se sorprendió. Sabía que tenía un pacto con Rusia, nacido de la necesidad y la sombra, pero que el líder de Canadá le propusiera una alianza oficial, en papel y con todas las de la ley, era algo que no había previsto. Recordó lo que Kaira le había mencionado antes: Canadá era un país con muchos policías y pocos héroes de renombre. Eran vulnerables.

—Si nos atacan, tú serás nuestro escudo —continuó Sterling—. Y a cambio, Canadá te dará todo lo que Rusia no puede: legitimidad, suministros constantes, y un lugar que puedas llamar hogar legalmente.

Ryuusei se tomó un momento para pensar. Miró las paredes de Genbu, la tortuga que era un niño según la leyenda, y luego al hombre que representaba a millones de personas. Si aceptaba, ya no sería solo un líder de un grupo de marginados. Sería el aliado de dos de las naciones más grandes del planeta.

—Acepto, Arthur —dijo Ryuusei, extendiendo su mano—. Hagámoslo oficial.

Sterling sonrió por primera vez en la tarde, un gesto de alivio que le quitó diez años de encima. Sacó una carpeta de cuero de su maletín.

—Bien. Porque me tomé la libertad de traer los borradores.

Lo que siguió fue una ceremonia que a Ryuusei le pareció surrealista. En una de las cámaras de Genbu que Aiko había habilitado como oficina, Ryuusei se sentó frente a una serie de documentos legales.

—Firma aquí —indicó Sterling, señalando una línea junto a un sello oficial—. Y aquí. Esto es el acuerdo de cooperación logística. Esto es el protocolo de asilo para tus operativos.

Ryuusei tomó el bolígrafo. Se sentía más pesado que un martillo de guerra. Firmó su nombre con trazos rápidos, sintiendo que cada letra era una cadena que lo ataba a una responsabilidad inmensa.

—Ahora, una foto —dijo un asistente de Sterling, preparando una cámara—. Para los archivos reservados del gabinete. Es necesario para la posteridad y para confirmar la identidad ante el Estado Mayor.

Ryuusei se puso de pie junto a Sterling. El Primer Ministro, con su traje impecable y su bastón de mando, y Ryuusei, con su ropa de combate gastada y su mirada fija. El flash de la cámara iluminó la estancia orgánica por un milisegundo.

—¿Para qué es todo esto exactamente? —le susurró Ryuusei a Kaira, quien observaba desde la sombra con una sonrisa divertida, mientras Sterling guardaba los papeles.

Kaira se acercó a él, bajando la voz.

—Eso, mi querido líder, es tu acta de nacimiento política. Hasta hace cinco minutos, eras un fantasma que el mundo quería cazar. Ahora, según esos papeles, eres el Comandante en Jefe de una Fuerza de Intervención Aliada. Si Aurion te toca ahora, no está atacando a un criminal; está atacando a un aliado oficial del gobierno canadiense.

Ryuusei miró su mano, la misma que acababa de estrechar la de Sterling.

—Sigo siendo el mismo tipo de ayer, Kaira.

—No —dijo Kaira, mirándolo a los ojos con una seriedad absoluta—. Ayer eras un hombre con un plan. Hoy eres un hombre con una bandera. Y créeme, Ryuusei, para el resto del mundo, eso te hace mucho más peligroso.

Sterling se despidió con un apretón de manos final, prometiendo volver con los primeros cargamentos de tecnología defensiva. Mientras el Primer Ministro salía de la base hacia su limusina, Ryuusei se quedó mirando el espacio vacío que había dejado.

El pacto estaba sellado. Rusia en el este, Canadá en el norte. La Operación Kisaragi ya no era una pequeña chispa de rebelión. Se había convertido en una tormenta geopolítica, y Genbu, la tortuga niña que dormía bajo sus pies, empezaba a sentir el peso de los ejércitos que pronto caminarían sobre su caparazón.

Ryuusei suspiró, sintiendo por primera vez el verdadero peso de la corona que no había pedido, pero que ahora, por el bien de su equipo y del mundo, debía llevar con firmeza.

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