El viento golpeaba suavemente las alas del avión monomotor, amortiguando los últimos ecos de la huida de Rusia. Tras varias horas de vuelo, la aeronave aterrizó en una zona montañosa en los límites de Rumania, lejos de ciudades o control militar. El equipo se internó en una zona boscosa, silenciosa y fría.
—Brad Clayton. Alias… Atlas. Un usuario de manipulación terrestre —dijo Ryuusei, rompiendo el silencio mientras caminaban con las armas listas—. Según Lara, lo último que se supo de él es que estaba aquí, oculto. Incluso… la misma Muerte ha susurrado sobre él. Eso significa que es peligroso.
Volkhov, que escuchaba en silencio, asintió lentamente.
—Si la Muerte lo menciona… no es cualquiera. Es alguien que ha cruzado el límite, alguien que ha luchado contra lo que no debería tener rostro.
Las ramas crujían como huesos bajo sus pasos. La atmósfera era silenciosa y cargada de expectativa. Después de media hora de rastreo, llegaron a una zona rocosa. Aiko, utilizando sus sentidos, se detuvo abruptamente.
—Una cueva. El sensor térmico marca una presencia grande y estática en el interior.
—Está aquí —susurró Ryuusei.
—¿Entramos ya? —preguntó Aiko.
—No. Si entramos, pensará que somos asesinos y nos matará en el encierro. Esperemos a que salga. O, mejor, lo haré salir yo.
Y se sentaron a esperar en la penumbra, rodeados de silencio y el aire helado que provenía de la caverna.
La noche cayó. La luna brillaba como un ojo muerto sobre el paisaje rumano.
—¿Ya salió? —preguntó Aiko, somnolienta, frotándose los ojos.
—No —respondió Ryuusei. Sabía que un ser tan poderoso y cauteloso como Brad no se movería a menos que se sintiera amenazado. Se levantó. Caminó hasta la entrada de la cueva y comenzó a lanzar piedras dentro. Con deliberada lentitud, lanzó una, luego otra, y otra, cada impacto un desafío ruidoso en el silencio de la noche.
—¡Atlas! ¡Despierta, tenemos que hablar! ¡Vamos, perro de tierra! ¡Sal y pelea, cobarde!
Un rugido sordo salió desde el interior de la cueva. Luego, pasos. Fuertes. El suelo temblaba levemente.
De pronto, una masa de tierra y barro surgió desde la entrada. Un brazo gigantesco, hecho de piedra compactada y lodo, emergió y golpeó con fuerza a Ryuusei, lanzándolo violentamente contra un árbol. El impacto le dislocó el hombro.
Brad Clayton salió a la luz de la luna. Estaba cubierto de barro seco, con el torso desnudo y cicatrices profundas por todo el cuerpo, un testimonio de guerras pasadas.
—Les dije que no hicieran ruido. —Su voz era profunda y rasposa, como el movimiento de las placas tectónicas.
Brad levantó la mano. Una lanza de tierra afilada se materializó en el aire y atravesó el abdomen a Ryuusei. Aiko gritó, pero Volkhov la detuvo con un brazo de acero.
—No interfieras —susurró Volkhov, su rostro impasible—. Él lo quiere así. Él vino a probarlo.
Ryuusei cayó al suelo, la lanza clavada lo hacía sangrar profusamente.
—Aún estoy vivo… —escupió sangre, con la mirada encendida en una mezcla de dolor y desafío—. Vamos, monstruo. Pelea.
Brad no respondió. Solo alzó ambos brazos, y una lluvia de estalactitas de piedra cayó desde el cielo sobre Ryuusei, quien rodó y lanzó sus dagas hacia los flancos. Activó la teletransportación, desapareciendo en una ráfaga y apareciendo justo a la espalda de Brad con sus martillos del caos en mano.
El impacto fue devastador. Uno de los martillos le partió una costilla a Brad, pero este, sin gritar, dio un pisotón y el suelo bajo Ryuusei se abrió y lo tragó como un monstruo hambriento.
Ryuusei cayó a las profundidades, cortándose con las rocas filosas. Su sangre empapó la tierra.
—¡Te aplastaré hasta convertirte en polvo! —gritó Brad, bajando la tierra como un dios furioso.
Ryuusei se arrancó una estaca clavada en su costado y la lanzó. Erró por poco. Brad le partió el brazo con una columna de piedra que brotó del subsuelo. El hueso sobresalía.
Pero Ryuusei no se detuvo. Aullando de rabia, giró el cuerpo en el aire, usó su otra daga, y se teletransportó al cuello de Brad, al que le clavó una cuchilla justo debajo de la mandíbula.
—¡No me vas a enterrar!
Brad lo empujó con fuerza y ambos rodaron por el suelo, llenos de sangre, huesos rotos y odio puro. Era una batalla de monstruos, donde la fuerza bruta de la tierra luchaba contra la velocidad anómala.
Ryuusei tenía el rostro desfigurado. Un ojo hinchado, sangre en la boca. Brad no estaba mejor: la mandíbula colgaba rota, el pecho partido, los dedos quemados por la fricción. Ambos respiraban con dificultad.
Ryuusei se levantó primero, tambaleando, los martillos empapados de rojo. Se abalanzó. Golpeó a Brad en la cara con tanta fuerza que se escuchó el crujido del cráneo.
Pero Brad levantó la tierra como un domo, encerrándolos a ambos.
—Morimos los dos entonces —susurró con rabia.
Ryuusei no respondió. Lo miró directo a los ojos.
—No vine a morir. Vine a ganar.
Y con sus dos últimos movimientos, clavó ambas dagas en el corazón de la cúpula. Se teletransportó arriba, y dejó caer ambos martillos con todo el peso de la gravedad, rompiendo la tierra y aplastando a Brad bajo toneladas de escombros.
Silencio.
Solo el latido violento del corazón de Ryuusei.
Minutos después… un brazo surgió de entre los escombros. Brad, bañado en sangre, jadeando, sonrió.
—Me ganaste…
—Te necesito, Brad. No para pelear por mí. Sino para luchar conmigo por algo más grande.
La cúpula de tierra se había desmoronado.
Los primeros rayos de sol asomaban por entre las montañas rumanas, teñidas de rojo. Ryuusei se sentó en una roca, aún jadeando, cubierto de tierra y sangre seca. Brad lo observaba en silencio, sus ojos aún desconfiados.
—¿Por qué viniste hasta aquí? —preguntó finalmente Brad—. ¿Por qué alguien como tú vendría solo a buscarme?
Ryuusei levantó la mirada.
—Porque estoy formando un grupo. Un grupo de personas como tú y como yo. Gente que el mundo no puede controlar… personas que han visto lo peor y han sobrevivido. No somos héroes. Somos los que caminan entre la luz y la sombra.
Brad rió con amargura.
—¿Anti-héroes?
—Exacto.
Brad lo miró de arriba abajo.
—No pareces diferente a otros locos con discursos vacíos.
Entonces Ryuusei sonrió. Una sonrisa silenciosa y dolorosa. Se levantó, el cuerpo aún maltrecho. Lentamente, las heridas de su abdomen comenzaron a cerrarse, los huesos crujieron mientras volvían a su sitio, la piel se regeneraba entre estertores de dolor y crujidos.
Cayó de rodillas, gritando. La regeneración no era limpia, ni rápida. Era tortuosa.
—¿Qué…? —Brad retrocedió, impresionado por la agonía.
—¿Te sorprende? —dijo Ryuusei, escupiendo sangre oscura—. Esto no es un regalo… es una maldición. Un recordatorio constante de que fui un arma.
Se levantó lentamente, con la mirada completamente distinta. Seria. Sombría.
—Hace años fui parte de algo que nadie debería conocer. No tenía nombre, no tenía país, no tenía rostro. Solo era… un soldado de la Muerte. Y lo que viene no es una guerra de humanos. Es una guerra de linajes, de poder… de dioses disfrazados de humanos que controlan el mundo desde hace siglos. Necesito personas capaces de sobrevivir… y de resistir a esa maldad.
Brad se quedó mirando al suelo, pensativo. Luego lo miró directamente.
—Entonces llévame con tu gente. Quiero ver si realmente estás loco… o si el mundo está a punto de romperse.
Ryuusei asintió.
—Bienvenido, Brad Clayton. Ahora eres parte de algo más grande que tú mismo.
